Hoy, al anochecer, después de la sesión de tarde, el retumbe de los disparos, el trote del caballo de Clint Eastwood y el volar errante de los hierbajos de paja seca se perdían en el desierto de las dunas. Rumbo silbaba la pegajosa melodía de La muerte tenía un precio y marcaba así el ritmo para la metódica y sencilla muda que convertía el cinema en salón. Se encendían todas las luces, que despertaban los colores de las tiras de guirnaldas. Brinco, Leda y Fins colocaban las sillas contra la pared y pasaban la escoba. Pero era Belvís el más rápido, acarreando en la invisible y ruidosa Montesa. En el palco se desplegaba un telón negro, aterciopelado, que cubría la pantalla. Los músicos entraban silenciosos. A veces no se sabía que ya estaban allí, hasta que se desperezaban los instrumentos y sonaban los primeros acordes de prueba. Rumbo ponía en orden el pequeño ambigú en el fondo, en el lado contrario del escenario, y en un espacio con luz más discreta. En el cuarteto de músicos hoy había dos guitarristas. Era un día especial. Iba a cantar Sira. No lo había hecho desde fin de año. No es que antes animase todo el baile, ni siquiera era la voz principal. Pero siempre salía a cantar dos o tres fados. Y ése era un momento estelar. En palabras del maestro Barbeito, había dos noches después de escuchar a Sira Portosalvo. La noche que hiela el desasosiego. La noche que lo abriga.
Todos a la expectativa. Los más viejos, sentados en las sillas, en los dos laterales. Delante, las parejas que bailan. En la parte central y en el fondo, los más jóvenes. Mientras tocaron los músicos los merengues y las cumbias, un grupo comandado por Brinco no paró de marear a Leda y a Fins. Empujándolos para que bailasen agarrado. La chica lleva un vestido de verano, estampado y de tiras, y gira como un carrusel. El, enfadado, con los brazos cruzados. Y se defiende con los codos contra los otros, que brincan en barullo el final de La piragua. Ese momento en que entran el sargento Montes y el guardia Vargas. Algunas de las personas mayores que están sentadas dejan de hablar y miran hacia ellos. Los guardias, a su vez, echan una ojeada a todo el salón y van hacia la barra, allí donde Rumbo los atenderá con preferencia y solicitud.
Y entonces sale ella. Lleva un chai negro. Arracadas de grandes aros de plata con incrustaciones de azabache. Mira alrededor. La cabeza erguida. Se descalza.
– Vamos a dedicar la primera canción de la noche a la pareja más simpática del baile -dice Sira-. ¡La pareja de la Guardia Civil!
Eso ya pasó otras veces. Ya no sorprende. El sargento Montes sonríe satisfecho. Mira goloso a la cantante. Pero arranca el fado, Eu tina as chaves da vida e nao abri, / As portas onde morava a felicidade, y ya todos los demás detalles pierden significado. Es Sira, la voz de Sira, la que pone en vilo cada rincón, cada mirada. Se abre la puerta del salón y entra Mariscal. Camina oblicuo, sin dejar de mirar el escenario. En el ambigú hace con el sombrero un gesto de saludo a los guardias. Susurra algo en el oído de Rumbo, que asiente y les ofrece una nueva bebida. El güisqui de importación. El andarín. En agradecimiento, ellos hacen el gesto de un brindis.
Y mientras Sira cantaba chaves da vida, Brinco sale del salón de baile. Leda y Fins Malpica van tras él.
Corrió hacia la playa, fue dejando atrás el salón de baile, alejándose del embrujo de la voz de la madre. Se dio cuenta de que lo seguían los dos pelmas. Se paró y se volvió hacia ellos con expresión enojada.
– ¿Qué? ¡Siempre oliéndome el culo!
– ¡Somos tan de aquí como tú! -dijo Leda desafiante.
– Tú no te ahogas por dejar de hablar. Tiene razón mi madre.
Brinco sabía cómo herir con la lengua, pero esta vez notó que esa última frase era una flecha que venía de vuelta. Echó a correr. La voz de Leda fue detrás.
– ¡Pues mira quién fue a hablar! ¡La mamá!
La hijaputa, pensó, qué puntería tiene para fastidiar. Brinco llegó junto a la dorna varada. Allí esperaban los dos hombres a quienes tenía que llevar el recado, uno veterano, Carburo, y el otro más joven, Invernó. Apuró el mensaje con palabras enredadas por la carrera y por el engorro de los otros. Era como llevar atada una ristra de latas.
– ¡Que dice Rumbo que ya se puede descargar!
– ¿Descargar el qué? -preguntó Carburo. Había que adiestrar al mocoso.
– Pues… ¡El atún!
Allí venía el par corriendo.
– ¿Y esos dos marcianos? -preguntó Invernó.
– ¡Bah! Estos dos trabajan de balde.
Los dos hombres ríen.
– ¡Qué lujo!
El grupo echó a andar, encabezado por Carburo. Su gran cabeza, el cuerpo ligeramente inclinado. Un mascarón que hendía la noche. Leda oyó lo que Brinco le decía a Invernó y reaccionó con bravura.
– ¡De balde, nada, mamón!
– ¡Es brava! -dijo Invernó-. Así me gusta, nena, date a valer.
Y en voz baja a Brinco: «Oye, tú, esta chavea, dentro de nada, es pura dinamita».
Desde la punta del espigón, un hombre hace señales de morse con una linterna. Responden con otra señal luminosa desde una embarcación, en un punto no muy alejado del mar. Es verano. El mar está en calma. Al rato, se escucha el sonido de un motor marino y se percibe la silueta de un pesquero.
El barco pesquero atraca. Muy cargado a proa y a popa, con bultos cubiertos por redes y otros aparejos de pesca, como nasas y boyas. Cuando los marineros retiran el camuflaje, se hacen visibles las cajas de cartón que contienen el tabaco de matute. El rubio de batea. En el lugar hay más gente, la mayoría hombres, pero también alguna mujer, moviéndose entre la oscuridad de los pinos próximos y el rayo de luna que alumbra la rambla del antiguo muelle.
Llega al fin el Mercedes del que desciende Mariscal. Todos los porteadores van tomando posiciones. Construyen con rapidez una cadena humana con la distancia medida. Mariscal vigila el movimiento desde el promontorio. Él ve desde allí todo en panorámica, pero también sabe que ellos lo ven. Izado en la noche. La boca que habla.
– ¿Todo bien, Gamboa?
– ¡Todo okay, Patrón!
– ¡Carburo, ponme a esa gente en marcha!
– Atentos, todos. ¡A fulespin! En orden y en silencio. Y tranquilos. Los guardias están en el baile.
Una de las mujeres que van a participar en el transporte canturrea una copla, Bailaches, Carolina? Bailei, abofé! Dime con quen bailaches? Bailei co coronel!, y Mariscal sonríe. Manda parar. Da unas palmadas en el aire.
– ¡Ahora a trabajar! No es verdad que el tiempo lo dé Dios de balde.
La fila va transportando los bultos, en absoluto silencio, desde la rambla del muelle hasta la antigua fábrica de salazón, una sobria edificación de piedra de una sola planta. Son unas veinte personas. Un trabajo que hacen con diligencia y rutina, excepto los jóvenes. El sudor delata la excitación del estreno. Cuando acaban, Mariscal paga en persona. Oye murmurar la letanía del agradecimiento. Cuando llega el turno de Brinco, lo agarra satisfecho por los hombros.
– Esta vez te mereces uno de los Reyes Católicos.
Luego le habla bajito al oído para que sólo él oiga. Y lo hace con una sonrisa paternal: «No traigas voluntarios sin haberlo hablado conmigo, ¿de acuerdo?».
– ¡Se me pegan!
– Está bien. Son perros callejeros.
– Jefe, los guardias vienen hacia aquí.
– Tranquilo, Invernó. Llegan cuando tienen que llegar.
El sargento Montes surgió de entre los pinos. Enseguida, detrás, el guardia que tomó posición preventiva.
– ¡Que nadie se mueva! -gritó Montes-. ¿Qué está pasando aquí?
Nadie dijo nada. Mariscal esperó. Sabía que había que dar tiempo al tiempo.
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