Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– Es el zumbido -dice Amparo-. Reza conmigo. ¡No hace daño!

Debería ir a verla. Su padre aún está en el hospital. Se despellejó toda la piel. Ocho horas batido por el mar. De roca en roca. También tiene una neumonía. Sí, debería ir a verla.

– Debería ir a ver a Antonio.

– Aún lo tienen en el hospital, en la ciudad. Ya iré yo. De ésta sale. Él se salvó.

El silencio completa la frase: «El se salvó; el tuyo, no».

– Por lo menos, a ver si ahora tiene suerte con ella.

– ¿Y qué pasa con ella?

– ¿No la has visto? Por ahí, a caballo en la moto, abrazada al otro. Tú estás en las nubes.

– A Brinco le compraron una moto. Está estrenándola. No pasa nada. También me llevó a mí.

– Ella es una mujer. ¡Ahora ya es una mujer! Tendrá que cuidar del padre. No puede andar en la gaceta, en boca de todo el mundo.

Fins siempre pensó que su madre tenía varias voces. Dos, por lo menos. Para Nove Lúas reservaba la áspera. Algunas veces intentó ser amable, cuando Leda venía de visita, pero siempre acababa por enmudecer. Era algo superior a sus fuerzas.

– Es la última noche. Reza un poco conmigo, hijo.

Señor, ten piedad… Señor, ten piedad.

Cristo, óyenos… Cristo, óyenos.

Fins se resiste, mueve los labios, pero no consigue articular la voz. Despacito, va notando que la saliva amasa las palabras. Se siente bien. La letanía moja los pies, pisa en la arena blanda, cierra los ojos. Los abre. Otra vez le pareció oír que llamaban a la puerta. La mirada lo arrastra hacia allí. De pronto se levanta. La abre. El viento en la higuera. El ruido del mar. El Rosario de la madre. De dentro afuera y de fuera adentro, todo suena a una misma letanía. La mano quieta. La mano de metal y óxido verde. La mano del Liverpool. Le gustaría poder arrancarla. Llevársela con él. Tres y uno.

Santa Virgen de las Vírgenes, ruega por nosotros.

Madre de la divina gracia, ruega por nosotros.

– Mañana tienes que madrugar mucho. Para llegar en hora al tren, debes tomar el primer autobús. Vete a dormir, anda. Yo no tengo sueño.

Y le pasó eso de equivocar la expresión del sentimiento. De querer llorar y salirle una sonrisa torcida: «Es la noche de la viuda».

– Buenas noches, mamá.

– Hijo…

– ¿Qué?

– No te olvides nunca de tomar Eso.

Era curioso. La madre nunca quería llamar por su nombre ni a los medicamentos ni a las enfermedades. Ni siquiera a la dinamita le llamó dinamita. Decía: «Eso que lo mató». En su caso, el Luminal era «Eso de las Ausencias».

– Te haré llegar Eso cada mes. Me lo prometió el doctor Fonseca. Tu padre ya había hablado con él. Le había dado su palabra.

Fins subió las escaleras del piso que llevaban a las habitaciones. Mientras, la madre reinició la labor de encaje con la almohada y los palillos de boj. Seguía oyéndose el Rosario radiofónico, pero ella fue dejando de susurrar la letanía al tiempo que aceleraba el movimiento de los palillos. La geometría del encaje empezó a confundir las líneas. Y el sonido, el compás. En su cuarto, Fins se había apresurado a abrir la ventana. El zumbido y el vaivén del mar se metieron dentro. Sintió en los ojos el picor de la oscuridad salada. Cerró. Las sombras resentidas de la higuera acuchillaron toda la noche la ventana.

El alba no lograba levantar los pies con el peso de los nubarrones. Pero el mar estaba casi calmado, de un azul tan frío que daba a los lentos rizos de espuma una textura de hielos. Fins caminó por la cuneta de la carretera de la costa, en paralelo a la playa. Pasó por el puente de la Lavandeira da Noite, y se sentó a esperar en el crucero del Chafariz, donde tenía su parada el coche de línea.

Mientras caminaba, escrutó en el banco de arena donde trabajaban a esa hora las mariscadoras. Las más alejadas parecían seres anfibios, con el agua hasta las pantorrillas. Desde la ventanilla del autobús, antes de la partida, Fins Malpica miró por última vez hacia la playa, por el filtro del vaho del cristal. Ahora el refulgir del amanecer se abría paso a navajazos de luz. Todas las mujeres descalzas eran Nove Lúas. Y él abrió el libro por la página de los argonautas de ojos vacíos.

Capítulo XVI

– Usted cree en esa candidez de que un mundo en el que todos leyesen, en el que todos fuesen cultos, sería mejor. Se imagina lugares como Uz en los que en cada casa hubiese una biblioteca, y que en cada taberna, un club de lectores. Y que cuando hubiese un crimen fuese con alto estilo. Que los criminales tuviesen la prosodia de un Macbeth o de un Meursault.

– Creo que en ese punto no desmerecemos. En la historia de España se ha matado con mucha elocuencia. Hasta los grandes poetas le hicieron un florilegio a Felipe IV por matar un toro con arcabuz.

Estaban en el bar del Ultramar, en el claroscuro de la mesa de la esquina próxima al ventanal que daba a la costanera. Allí conversaban casi todos los días, al atardecer, después de que el viejo maestro acabase las clases. Basilio Barbeito estaba hospedado en el propio Ultramar. En temporada de invierno, y excepto algún visitante muy ocasional, él era el único huésped. El doctor Fonseca tenía casa propia en la ciudad, cerca de la consulta. Para la pareja, en especial para Sira, que preparaba las comidas y lavaba la ropa, el maestro, con el tiempo, era uno más de la familia. Que se supiese, no tenía a donde ir. Aunque allí, al Ultramar, llegaban muchas cartas a su nombre, algunas con las bandas azul, roja y blanca del correo aéreo. Era poeta. Sin libros. Pero iba sembrando sus poemas por el mundo adelante, en pequeñas revistas. Y además, trabajaba desde hacía mucho tiempo en un Diccionario de eufemismos y disfemismos de las lenguas latinas.

– No comprendo, Barbeito, cómo con lo que ha visto, con las que ha parado, se dedica a arañar chispas de esperanza.

– Es usted quien lucha contra la muerte. A mí no me queda sino hacerle poemas para distraerla.

– ¿Luchar contra la muerte? Siempre le casan las cuentas -dijo el doctor Fonseca-. Sale a lo suyo, y si no se lleva a uno, se lleva a otro al que no le tocaba.

– Debería patentar esa ley.

– Ya está patentada hace siglos. Lo que yo hago es por obligación. Una obligación cada vez más fatigosa. Usted es quien tiene vocación redentora. Eso lo perjudica. Su poesía es benéfica, como la calefacción.

El Desterrado recibió la crítica con sorna triunfante: «¡Para que luego digan que la poesía no sirve para nada! Antes, cuando tenía energía, hacía poemas fúnebres. Ahora, en la vejez, estoy hímnico, festivo panteísta, estupendo. Para mí un poema es como estrechar la mano. Usted, Fonseca, conoce mejor la flecha».

– ¿Qué flecha?

– La de la terrible belleza.

– En ocasiones, sí, pienso en el texto del cuerpo. Ahí se dan a la vez todos los géneros. El erótico, el criminal, el viaje, el terror gótico… Pero estoy castrado por el puritanismo científico. Me falta la osadía para hacer del leucocito un héroe, como Ramón y Cajal: «El leucocito errante abre brecha en la pared vascular desertando de la sangre a las comarcas conjuntivas». ¡Épico!

– No se equivoque. Usted podría ser un Chejov -dijo de pronto el Desterrado-. ¿Por qué no escribe, por qué no suelta lo que tiene dentro antes de que explote?

– Porque no tengo cojones.

– Amigo Fonseca, permítame un reproche solemne. El silencio del que sabe es una sustracción para la humanidad.

Cuando Basilio Barbeito adoptaba adrede el tono grandilocuente, con una seriedad cómica no exenta de intención, el doctor Fonseca seguía el juego retórico y solía responder con un melancólico verso robado a Rosalía de Castro, que él transformaba en un estribillo burlón: «¡Campaíñas timbradoras, Barbeito!».

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