Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Pero esta vez, no. Esta vez añadió:

– Ni tengo cojones. Ni tengo derecho. Lo que tengo que escribir no lo puedo escribir. ¿Sabe cuando el viejo pastor se encuentra a Edipo Rey? «Estoy a punto de contar algo terrible, pero tengo que contarlo.» Eso es, más o menos, lo que dice el pastor. Y Edipo responde: «¡Y yo tengo que oírlo!». ¡Qué par más grandioso!

Lo que daría por poner en azul de metileno de Ehrlich el proceso que pasaba por su mente. Estaba en el castillo de Santo Antón, en A Coruña, detenido cuando el golpe militar. Un montón de hombres presos. Sin saber si todo aquello iba a acabar en tragedia o en un estupor pasajero. Pero antes del anochecer apareció un oficial con un ayudante, un soldado jovencito. Y el oficial dio una orden de lectura a aquel que hacía las veces de secretario. Era una lista de gente. No había ninguna explicación sobre el destino, sólo la idea abstracta de «traslado» que soltó el oficial. Prepárense para un traslado. Así, sin más, la palabra sonó con el rubor del terrible eufemismo. Y entonces Luis Fonseca oyó su nombre completo. Calló. No sabe cuánto duró aquel silencio. El soldado repitió más alto. De entre el montón de gente, se abrió paso un hombre. Era mayor que él. Unos diez años, más o menos. Después se enteró de que era un mecánico. No sabía nada de él, no eran familia, pero tenían el mismo nombre. Yo soy Luis Fonseca, dijo con decisión. Lo mataron esa misma noche. He aquí una versión verdadera del clásico asunto del Doble.

– Pero yo no soy ni el pastor ni Edipo -dijo el doctor Fonseca-. Ni estoy a punto ni tengo nada que decir.

– Usted es de la misteriosa estirpe de Dictinio -dijo el maestro-. En el siglo vi, escribió Libra, un homenaje al número 12, lo quemó por temor y sólo nos dejó la gran frase de la historia de Galicia: «Jura, perjura, pero jamás reveles tu secreto». Razones tendría. Lo respeto.

Mariscal se había acercado y sentado a la mesa, como solía hacer otras tardes. A tiempo para oír aquella especie de dimisión por parte de Fonseca. El salmo 135 bailó en la punta de la lengua, pero había demasiada amargura en el enmudecimiento del doctor para irle con la matraca.

– ¿Y usted, señor Mariscal? -preguntó Barbeito para salir del pozo.

– ¡Yo soy unamuniano!

Otras veces lo dejaba así, como una declaración estrambótica. Pero en esta ocasión consideró procedente desarrollar su tesis: «Creo que hay que aparentar tener fe, aunque no se crea. Siempre se lo digo a don Marcelo. Está bien que los curas coman a placer, y beban el mejor vino, e incluso forniquen. Pero tienen que esforzarse en creer, porque el pueblo necesita la fe. Aquí nadie cree en nada. Ése es el problema. Todo eso está en Unamuno. ¡Sí, señor!».

Llamó la atención de Rumbo. Sin palabras, haciendo una serie de gestos que el otro interpretó con un asentimiento. Al rato, el encargado posó en la mesa una botella del andarín.

– ¡Sin tasa, señores! Llegó por el mar, como llegaban antaño los santos a Galicia.

– Usted tendría mucho que contar, Mariscal -dijo el doctor Fonseca-. Unas magníficas memorias diabólicas.

Hizo sonar el badajo del hielo. Después tomó un sorbo con deleite.

– La sinceridad no es buen negocio. Como bien saben, pasé un tiempo en el seminario. Corren muchos rumores, chismorreos. ¡Cosas invertebradas! Todo mentira. Pero hoy es un buen día para confesarme. Una vez el rector me llamó a solas y me preguntó si de verdad tenía vocación. Y yo le dije que sí, claro. Pero ¿cuánta vocación? El quería saber cuánta vocación. Y yo le respondí que mucha. Pero ¿cuánta? Y entonces le dije que quería ser Papa. Se quedó de piedra. Como si le hubiera dicho algo terrible.

– ¿No dijo usted que quería ser Dios? -apuntó lacónico el doctor Fonseca.

– No. Ésa es una leyenda. Es verdad que un muchacho de Nazaré lo intentó y lo consiguió. Lo de ser Dios.

Bebió un sorbo más corto. Chasqueó la lengua.

– ¿Ya se lo había contado antes? ¡Vaya hombre! Los clásicos somos así.

– ¿Tomamos otra, entonces? -preguntó Rumbo.

Hacía tiempo que se habían quedado los dos solos. Sin palabras. Desde el fondo de la sala llegaban encadenadas voces urgidas, tiros y chirridos de coches y convoyes. En la televisión, Brinco miraba El fugitivo.

– ¿Qué le importa una raya más al tigre?

Sira salió de la cocina. A tiempo para cruzarse con su marido, que venía con el repuesto. Una nueva botella del alegre andarín.

– ¿Adónde vas? ¡Ya basta por hoy!

Mariscal se levantó como un resorte al oír la voz tronante. Pero al intentar moverse, se tambaleó.

– ¡Un café! -dijo forzando la vis cómica-. ¿Cómo lo quiere el señor, con coñac o sin coñac? ¡Sin café!

El número iba dirigido a Sira, pero ella no hizo ninguna concesión. Ningún gesto.

– Déjalo estar -dijo él, y echó a andar hacia fuera-. ¡Abrid la puerta, que no cabe!

– Lo llevo yo -dijo Rumbo.

Mariscal se dio la vuelta y lo apuntó con el dedo índice.

– ¡De ninguna manera! ¿Quieres que nos matemos juntos, Simca Mil? Iré por la fresca. El mar lo cura todo.

– Puedes dormir aquí -dijo Sira-. La posada es tuya.

Ahora era él el que estaba tenso. Malhumorado.

– ¡Ni hablar! Mariscal siempre pernocta en su casa.

– ¡Acompáñalo! -le dijo Sira a Brinco.

El chico se levantó de modo mecánico, sin decir nada, como si ya supiese el resultado de la intriga. Fue detrás de la barra y volvió con una linterna.

– Eso está bien -dijo Mariscal-. ¡Vamos a capear el temporal!

Brinco marchaba delante. Con andar inquieto. Movía la linterna de arriba abajo, y de un lado a otro, adrede, como un machete. Detrás, Mariscal canturreaba. Resollaba. Canturreaba. Se detuvo. Respiró jadeante.

– Hace algo de frío -dijo.

Cuando llegaron al muelle nuevo, ya cerca del centro del pueblo, Brinco apuntó a las aguas con la linterna. En la boca de una alcantarilla que vertía al mar se apiñaban los múgeles. Una turba ansiosa de cuerpos entrelazados en el fango.

Una parte del golem marino se revolvió con el foco. Mariscal se acercó a mirar.

– ¡Esos carroñeros se comen hasta la luz!

En ese momento tropezó en la junta de una losa y resbaló un poco, hasta tambalearse justo en la línea del muelle. Con mucho cuidado, buscó el asiento de un noray. Ahora Brinco estaba allí en lo alto. Mariscal se había dado cuenta de que el chico no se había movido. De que fingía ignorar el accidente.

El foco de la linterna iba recorriendo la manada voraz de los peces en el vertido.

– Sí que comen la luz -dijo Mariscal-. ¡Mira, mira cómo la mastican!

Se dejó ir, inclinado, y parecía que la caída era inevitable. Fue entonces cuando Brinco tiró de él con fuerza para el firme.

El silencio mudo

Capítulo XVII

En el reservado del Ultramar reinaba una impaciencia de final de timba. Los jugadores de naipes, mus y tute compensaban el silencio blasonado de las cartas con voces bravísimas y golpes de autoridad de los nudillos en las mesas. En las partidas de dominó, en cambio, se imponía el exabrupto de la materia, las fichas contra el mármol, en una escala ascendente de estallidos excitados por el avance de la combinación victoriosa. El centro estaba ocupado por una mesa de billar, de la que todo el mundo se desentendía, excepto las volutas del humo de los brevas, farias y habanos que concordaban en bulto de tormenta bajo la lámpara central.

En la mesa de Mariscal resonaba la percusión del dominó. A él le gustaba adornar el suspense. Mantenía un rato la ficha en alto, el valor oculto, hasta que descubría el enigma con un topetazo al que en ocasiones triunfales seguían exclamaciones de extrañas consecuencias históricas. ¡Tiembla, Toledo! Delenda est Cartago.

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