Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Ahora mismo, Mariscal juega su ficha, pero parece distraído. Lleva puestos como casi siempre los guantes blancos, que actúan de tulipa cuando la ficha es mala. Alza y fija la mirada en el otro extremo, y en lo alto, sobre la puerta del reservado. Allí, en una hornacina, sobre una repisa, un ave disecada. Es un búho. Los dos ojos tienen un fulgor eléctrico. Son dos luces encendidas. Invernó mira en la misma dirección del jefe.

– ¿Es que éste no va a dormir hoy?

– Están fuera de hora esos cabrones -dice Mariscal.

– ¿A ver si tenemos un chivato, Patrón?

– ¡Alguna chinche nueva, eso es lo que hay! El sargento sabe muy bien lo que tiene que hacer. Pero mañana vendrá pidiendo más, ya verás. Dirá que hay otra boca que tapar.

Deja oír su pensamiento, ese continuo rumor subordinado. Aunque salga de manos asquerosas, el dinero siempre huele a rosas. Etcétera, etcétera. Observa la simetría de la ficha. Un tres doble.

– ¡Y habrá que dárselo! Así anda el mundo, Invernó. No hay profesionalidad.

Brinco y Chelín tienen por misión que ningún intruso se asome al reservado, separado del bar por dos peldaños y unas puertas abatibles. Ellos cumplen, en realidad, con hacer de momias sentadas. Si alguien se acerca, aunque sea con la intención de jugar al billar, del que no se oye ningún retruque, y por ignorantes o foráneos que sean, la simple mirada de reojo de Brinco, una de sus variantes, la versión perfecta de Vete a Hacerle la Paja a un Muerto, resulta algo más que disuasoria.

Así que concentran su vigilancia en el sargento y en el hombre que lo acompaña. Hay un tercero, Haroldo Micho Grimaldo, un veterano inspector que de vez en cuando se deja caer por el Ultramar. Más de una vez, el caer de Micho tenía un sentido literal.

– Ése ya está medio curda -dijo Brinco-. Lo que lo salva es la sospecha. Ve venir el garrafón a distancia. El sí que es un vidente y no tú.

Víctor hablaba de Grimaldo, pero su mirada seguía a Leda como un centinela. Ella hacía las veces de camarera. Con su cuerpo de garza. La melena que llamea. Negro pantalón pirata. Ceñida camiseta blanca de tirantes. Llevaba bien ese trabajo, pensó Brinco, porque sabía estar con la gente. Estar y no estar. No iba dando azúcar a los caballos.

Ceremonioso, Chelín sacó el péndulo. Mientras lo sostuvo a su altura, no se movió. Lo fue desplazando despacio en dirección a Brinco, sentado a su lado en los peldaños del reservado. El péndulo empezó a dar vueltas. El giro se aceleró cuando el centro de gravedad se localizó en la ingle de Víctor Rumbo.

– ¡Estás a cien, Brinco!

El otro le da un toque en la mano. El péndulo gira todavía más rápido.

– ¡Eres tú con el pulso, no me jodas!

– Sí, el pulso de tu pájaro.

Chelín busca a Leda con la mirada. Sabe de sobra dónde está el polo magnético. Sí, lo que es la chica está para un crimen. Hace ya tiempo que Brinco y ella viven en pareja. Al poco de juntarse tuvieron un hijo. Y ahí siguen. ¡Quién lo diría de Víctor!, el as de los pilotos de Brétema, el picha brava, tener un único nido. No, contra el pronóstico general, ella no resultó otra cigala en el papo, otro programa visto, otra mujer de flete.

– ¿Te gusta, eh? Siempre te gustó.

Brinco se lo soltó de repente a Chelín. Y él se quedó mudo. Como un pasmarote. Con el péndulo en el aire, inmóvil.

– Ve a medirle la batería con esa bala de fusil -dijo Brinco.

En otras circunstancias, Chelín no se movería. Está acostumbrado a que en Brinco el pensamiento, las palabras y los actos no tengan correspondencia. Más bien hay que leer al revés. Sus momentos son peligrosos. Son como limosnas que preceden al arranque. Incluso hay momentos que desvaría, que no rige. Pero en esta ocasión le toma gustoso la palabra. Decide seguirle la broma. El juego del péndulo. Se levanta. Se acerca a Leda. Pone el péndulo a la altura del pecho. Y la bala comienza a girar.

– Haces que se ponga en órbita, Leda -se atrevió a decir Chelín-. Eres una dinamo universal.

– Es tu pulso -dijo ella-. Puedo sentir tu corazón. El latido de un ratón asustado.

Brinco se acercó a ellos. Chelín no sabía si sonreía o amenazaba. La boca con el rictus de una cicatriz bezuda, mal curada. Sin embargo, por la dirección de la mirada, dedujo con alivio que la cosa no iba con él.

– ¡Déjame a mí! -dijo, quitándole de las manos el péndulo.

Chelín se apresura a investigar quién es el destinatario de esa mirada. No tiene mucho sentido que sea la pareja de guardias. Visten de paisano, pero, como diría Mariscal, llevan el uniforme de paisano. Uno de ellos es un viejo conocido, el sargento Montes. Deberían haberse ido hace tiempo, pero siguen ahí, y su tarea es vigilar a los vigilantes. ¿A qué viene ese ramalazo?

Brinco mira a los guardias con altivez. Alza el péndulo. La cadena de la que cuelga la bala. Ellos se hacen los locos. El sargento disimula como si leyese el periódico, pero lleva toda la tarde en la misma página. Su compañero bebe un refresco a sorbos demasiado pequeños. Un cocacolo, en el argot de Brinco.

– ¡Víctor! ¿Qué pasa?

Se da la vuelta. Lo llaman desde la barra. Allí está Rumbo. Algo hay en el código de su mirada.

– Nada. No pasa nada.

Brinco coloca el péndulo a la altura de sus ojos y lo va desplazando en busca de Leda.

Por fin, el sargento llama la atención de Leda con un castañeteo de dedos y pregunta cuánto deben. Ella consulta con la mirada a Rumbo. Éste responde con claridad a Montes. Sin palabras. El gesto de aspa de sus manos dice todo esto: «Invita la casa. Todo pagado. Hasta otra».

Cuando el sargento y el guardia desconocido abandonan el local, el barman pulsa un interruptor oculto bajo la barra. En el reservado, se apagan por fin los ojos del búho. Una señal, encender, apagar la luz, que se repite tres veces. Hasta que los ojos dejan de relampaguear.

– ¡Por fin! Vamos allá. ¡Invernó, Carburo, a la conquista del Oeste!

Mariscal fue hacia la mesa de billar y agarró el palo a modo de puntero. Todos los demás interrumpieron las partidas. Los naipes y las fichas, que segundos antes algareaban o graznaban como portadores de destino, se quedaron desvalidos, signos abandonados a su suerte.

– Lo siento, señores, se nos echó la noche encima -sentenció, de entrada, Mariscal-. Si alguien tiene obligaciones domésticas, pues… No quiero que sus mujeres se enojen conmigo. ¿Nadie? Bueno, mejor. Éste puede ser un gran día para todos. Para… La Sociedad.

Mariscal exploró con la mirada la mesa de billar, como si acabase de descubrir una tierra incógnita.

– Todos ustedes saben lo que es una mamma, ¿verdad?

Se le veía pletórico. Con un mensaje para el mundo.

– Siempre pensando en lo mismo… Una mujer va con su hijo recién nacido a la consulta y el médico le pregunta: ¿Qué tal? ¿Mama bien el bebé? Y la mamá responde: ¡Muy bien, doctor! ¡Mama como una persona mayor!

Se produjo la primera cosecha de murmullos de asentimiento y risas.

– Hablando de mamar, tenemos un abogado nuevo. Un tipo brillante, que debe de andar por ahí. Procurad evitarlo. Ya sabéis. ¡Los curas y los abogados que nunca suban a un barco!

Las miradas buscaron a Óscar Mendoza, y enseguida lo reconocieron por el traje impecable, un porte refinado que contrastaba con la rudeza de las zamarras y el cuero de las cazadoras.

– El humor es bueno para los negocios. Hay mucho amargado y el dinero quiere alegría. ¡El dinero es como la gente!

Dirigió de nuevo la atención a la mesa de billar. Cambió de cara. Disponía de una buena colección, que utilizaba con habilidad. Pensativo. Serio.

– ¡Adelante, Carburo!

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