Manuel Rivas - Todo es silencio
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Fins pudo entonces verla de frente. La alfarería del tiempo mejoraba cualquier recuerdo. Temió ser visto, él, que ya era un experto en ángulos de sombra. Un especialista en sombras. Era capaz de medir el grosor textil de las sombras. Había sombras de raso, de lana, de algodón, de nailon, de tergal, de terciopelo. Transparentes. Impermeables. Pero cuando reanudó la observación, ella se iba de espaldas con la bandeja en la mano. Desde el ojo del catafalco, le volvió a doler la vida. Venía gente. Se escabulló apartándose del picor de los focos.
Capítulo XXI
¡Vaya! ¡A quién se le ocurre entrar! Mira quién llega. No me extraña que se revolucionen los murciélagos. Llevan meses ahí, colgados, rumiando la sombra y se despiertan justo ahora. Oír sí que oyen, digo yo, y ése, el Malpica, ya perdió el tino al pisar. Quién iba a pensar que acabaría de feo. Va tropezando en todos los accidentes geográficos. Conmigo están en paz. Yo soy de aquí. Ya tengo el nido hecho. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco no me extrañan. Ni la grulla disecada. ¡Hay que ver qué bien le hicieron los ojos! Esos puntitos miran algo en alguna parte. Son el mismo mirar. Me ponga donde me ponga, los veo. Me miran a mí. Encontré mi sitio. Mi zulo. Hasta el péndulo se apacigua. Y justo en este rincón, en este escondite en persiana con las lamas desajustadas de los últimos libros, hay un aroma a cala, como si el mar hubiera subido aquí una noche, al mapa de madera, y hubiese dejado estas grietas y abalorios. La caja con la tapa de cristal y el letrero de Malacología, ¡el lumbreras que inventó ese nombre!, llena de conchas, caramujos y caracolas, que saqué de las casillas y fui posando por ahí. Había también colecciones de mariposas y de escarabajos y de arañas que trajeron de América, algunas grandes como el puño de la mano. Yo a las arañas les tengo un respeto. Una vez aplasté una, una pequeña, en la camisa de los festivos. Era una camisa blanca y el bicho subía, lo aparté, subía y al final lo estampé. No aplastes nunca una araña en la camisa. La de sangre que puede llevar dentro un bicho. Toda una vida. La que tifie una chuta. Justo ese suavísimo tirar del émbolo después de encontrar la vena. El color de la sangre, el primer color, puede con todo. Como se hace con el ámbar. Y luego lo que bombeas ya es sangre de tu sangre. Una bomba de sangre. En tres tiempos. A mí me gusta bombear en tres tiempos. El caso es que hace unos años, cuando más colgado andaba, ellos me dieron la vida. Apañé y vendí la tropa zoológica, el bicherío organizado, las arañas, los escarabajos plateados, las mariposas americanas. Y le dije al tipo: «Te traigo el Génesis entero, esto vale un Potosí». Y va él y me da una bolita de caballo: «Pues ahí tienes la esfera terrestre para que te la metas por la vena». Para eso dieron las especies, para un chute. Pero la colección de malacología, no. No quiso ni verla. Sería por el nombre. O porque aquí estamos hartos de conchas. Yo, no. A mí ver un conchal me trae sentimientos sentimentales. Como los caracolillos, los del cangrejo ermitaño. Ésa sí que es arquitectura. Eso sí que es arte. Como los erizos. Ésa sí que es belleza, la de las púas. Si yo tuviese delante a uno de esos artistas famosos, le pondría un erizo de mar en las manos y le diría: «¡Anda, hazlo tú, si tienes cojones!». Tiene que haber un misterio misterioso para que en el mar crezcan simetrías como ésas. Ahora están deshabitadas, los cangrejos se fueron al carajo, pero las conchas hacen compañía, adornan la ruina, por este lado de la Escuela de los Indianos. Los ermitaños andarán por los accidentes geográficos, digo yo. No sé muy bien en qué parte del mundo estoy, creo que por la Antártida, por el frío que hace. Pero todo había ido bien. Todo iba bien. La cucharilla bien presa, injertada entre los dos volúmenes de La civilización. Don Pelegrín Casabó y Pagés. Lo útiles que son los memoriales. Lo agradecido que le estoy a la civilización. Colocado a la altura de su obra, tener las manos libres para darle candela al caballo en el agua. Ver cómo surge el color ámbar de la fundición. Y así hasta que bombeas en tres tiempos el accidente geográfico.
Eso no se me fue de la cabeza. Los accidentes geográficos. «Ya está el águila cazando moscas. A ver, Balboa, dígame nombres de accidentes geográficos.» Es curioso lo que se queda y lo que no. Aquel maestro, el Cojo, el Desterrado, siempre nos decía: «Somos lo que recordamos». Yo qué sé. Somos lo que recordamos. Somos lo que olvidamos. Cuando olvido algo, hurgo con la lengua en la falta de la muela. Ahí se meten los olvidos. Tengo ahí un zulo que es un pozo sin fondo. El Desterrado también decía: «Nada es pesado cuando se tienen alas. ¿Usted tiene alas, o no?». Claro que tengo alas, don Basilio. Como Belvís. El Cojo, don Basilio, era un tío legal aunque ya se le veía harto de chavales y andaba en Babia, siempre en las nubes o apañando palabras. Era así, andaba siempre a la rebusca de los otros dichos, como nosotros andábamos a las uvas que se habían salvado de la cosecha. Cuando bajaba, no daba puntada sin hilo. Un día preguntó qué profesión queríamos tener de mayores, y a mí me salió del alma: «¡Contrabandista!». Y entonces él retrucó: «Mejor que digas emprendedor, hijo. ¡Emprendedor!». Sí, aquella catequista de pelo al rape y cano nos había contado que cada uno tenía un ángel. El de la guarda, claro, eso ya lo sabíamos. Pero ella dio datos. No eran pamplinas. Están los ángeles que se encargan de vigilar y cuidar el trono de Dios, que organizan el coro celestial. Yo eso lo entendí perfectamente. Me pareció razonable. Porque Dios no va a estar a todo, que si le mueven o no la silla del sitio, que a qué hora sale el sol, que si hay abundancia en un lugar y escasez en otro. Y luego están los ángeles custodios, los que nos apacientan a nosotros, a este rebaño que somos. Me gustó mucho la explicación de por qué no son visibles, por qué no nos hacen sombra, por así decir. Porque son un oficio, y no una materia. Es decir, van y vienen, hacen su trabajo, eso está bien, esto está mal, pero luego no te pasan revista, no te aprietan con la factura, no te atornillan. Trabajan y dejan trabajar, sin estorbar en el medio. Si fuese de otra forma, no sería vida. Ni para ti ni para él. ¿Adónde vas ahora? No sé, a dar una vuelta. ¿Por qué te metes eso? Porque me sienta bien. No está bien, sabes que no está bien. Si me sienta bien, está bien, no me toques los huevos. ¿Para qué quieres un arma? ¿Qué arma? La pipa. ¿Qué pipa? Qué pelotudo de ángel. Qué escrupuloso. Con el plumaje arrebatado. Pero ya ves, sin embargo, el nacho custodio está ahí, te da el recado y le vale. Es un oficio transparente. Luego vendrá el Juicio Final. Me parece razonable. Se abrieron diligencias y ahí va el informe de fulano. Señor José Luis Balboa, alias Chelín, sabemos por su Ángel Custodio que estaba usted en posesión de un arma de fuego. ¿Cuál era su intención? ¿Para qué la quería? Pues para arrimar los perros a las paredes, señor San Miguel. Bueno, pues ahora vamos a proceder a pesar su alma. Y entonces va San Miguel y saca el balancín de pesar las almas que se parece mucho al del dealer fino que me surtió de material en un chalé de A Coruña. Lástima que no volviera aquella catequista. Aquella chica que conocí en la discoteca Xornes. La de la cabeza rapada. Parecía más joven de lo que era. Tenía una voz ronca, de hombre. Era un ángel, seguro. Porque todavía hay una tercera clase de ángeles, tengo entendido. Los errantes, como ella. Para quienes se cerró el cielo y la tierra.
Y entonces viene él, el feo, a revolver. Ya me había metido la chuta. Ya se me había pasado el flash. Ya había bajado despacito. Ya estaba yo posado en la Antártida, al lado de toda la malacología, e iba a darle un vistazo al don Pelegrín. Leer no se lee muy bien en esta penumbra de la Antártida, pero no me canso de mirar las estampas. ¡Lo que me gusta Lord Byron! ¿Cómo dice? Lord Byron meditando la libertad de Grecia. Y aparece él, pisando los accidentes geográficos. Rebuscando. Este es oficio y materia. Dicen que es un águila. Mientras ande por el norte, aquí no me va a ver. Mejor guardar las herramientas en el hueco de La civilización, y quedarme quieto como la grulla, entre los maderos. Éste todavía andará pensando en los tiempos del Johnnie Walker. Se sienta en la silla del maestro. Hurga en la máquina de escribir. Quita trozos de teja desprendida. Sopla las pelusas y el polvo. Saca un pañuelo del bolsillo. Limpia las teclas, las varillas, el carro, el rodillo. Se pone a teclear con los ojos cerrados. ¡Misión nostalgia, Malpica!
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