Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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¡Vaya! ¡Madre mía! Nunca sabe uno dónde la tiene. Alucina, Maniquí. Alucina, Esqueleto Manco. El diablo y la mona. Alucina, grulla. Alucina, Chelín. Porque ahora la que entra es la Nove Lúas. ¡Ábrete, tierra! No, Leda, tú estás de más. ¿Qué hace aquí ella en la operación Nostalgia? Pasó un siglo, un milenio. Ya hace mucho que murió Franco. Un chalado mató a John Lennon. Leda trabaja en el Ultramar. Tiene un hijo con Brinco. Y Brinco, Brinco es lo máximo. Cuando anda Brinco por el medio, todo funciona. Es el mejor piloto de la ría. El mejor piloto del mundo. No lo pillarían ni con submarinos. Ése sí que tiene un ángel de hierro, un custodio de cojones. Y las tías locas por él. ¿Qué haces aquí, mujer?

Ahora el Pesquisas ese se pone a teclear sin papel. Va diciendo en voz alta lo que escribe.

Todo é silensio mudo…

– ¿Ves? ¿Tenía o no tenía razón? -dijo Leda-. Ella escribió silensio. Y tú, venga a reír, que no, ¿cómo iba a escribir silensio Rosalía de Castro?

– Estabas en lo cierto. Ella sabía oír. El silensio es más silencioso que el silencio -dijo Fins. El agujero del techo se había agrandado y en el mapa del suelo se habían reducido las zonas de penumbra: «Se ve mejor. Tienes las uñas pintadas de negro. Estás en el Océano».

– Sí. Como siempre. En medio del puto Océano. Y al Océano no llegan cartas. Sólo llegan pésames. Fue un detalle por tu parte escribir cuando moría alguien. Mi padre, el maestro, el médico. Creo que eran copiados de uno de esos libros de correspondencia.

– Me acordé de ti, de todo, más de lo que puedes imaginar.

– Todos los días, a todas horas, ¿verdad? Ya lo notaba yo… un morse. Las teclas del más allá. Claro que estabas aprendiendo a escribir sin mirar. Eso debe de llevar mucho tiempo.

Fins se levanta y va hacia ella. Leda retrocede hasta apoyarse en la mesa de un pupitre, de nuevo en la penumbra. Cuando él se acerca, ella escupe en el suelo, en el mar, entre los dos. Él se queda quieto, callado.

– Pues yo no. Yo aprendí a olvidar. Cada día y cada hora. Soy una experta en olvidos.

– En realidad, pensé mucho en mí. En mi vida. Y el tiempo pasó.

– ¡El chico de las ausencias!

– Eso se acabó. Ya curó. Ahora estoy presente de más.

– Tengo un hijo -dijo ella, más confiada-. Un hijo de Víctor.

Sí, ya él sabía.

– ¿Y ahora qué vas a querer? ¿Que te hable de Brinco? ¿De Rumbo? ¿De los negocios del Viejo? ¿De los secretos del Ultramar?

Se dio cuenta de que la propia lengua, desafiante, ya no dominaba la tracción. Iba a decir algo de dinamita. Pero esa palabra se le atragantó. Retrocedió. Como el ratón que correteaba por el Océano entre los escombros.

– ¿Sabes por qué estoy aquí, Fins Malpica? Porque tengo un mensaje para ti. No quiero verte delante nunca más. No me llames, no me hables, no me mires. ¿Lo has entendido?

– No voy a pedirte nada nunca, Leda -dijo Fins-. Ni tampoco a dar. Aunque me pidas, no podré dar.

Se fueron. Qué diálogo. Lástima de telenovela. Pero a mí me afectó. Es cierto que me afectó. Con lo bien que estaba, con el cuerpo caliente en el frío de la Antártida, con cosquillas en los pies, pensando en el arte de los erizos y en los cangrejos ermitaños. Hostia, puta, había dolor en esos dos. Estoy viéndolos, de jóvenes, corriendo por la playa, el día que acarrearon el maniquí hasta aquí, hasta la Escuela de los Indianos. La burla que les cayó encima aquel día. Y ahora me quedo yo en mi rincón oscuro, encogido, agarrotado, mirando para la gran pareja. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. No sé lo que daría el proveedor por ellos. Una bolita de mandanga. Una esfera de caballo. Por lo menos para dos chutas, tío. Ya ni la puerta abriría, el muy cabrón. Se nota que no tienen precio.

Después del recorrido por los miradores, esa costumbre de levantarse con el sol, que cumplía como una obligación vanidosa, Mariscal solía sentarse por las mañanas al lado de la ventana para leer la prensa. A veces se paraba a hacer el crucigrama. Como hoy. Sin volverse, sintió el embate que franqueó la puerta y que se abrió camino estruendoso entre banquetas y sillas hasta frenar a su altura. Le faltaba poco para completar el crucigrama. Hizo notar que tenía una duda, tamborileando con el bolígrafo. Ahora notaba un zumbido, el campo eléctrico de Brinco furioso.

– ¿Adónde va Leda?

– Ayúdame aquí. «Parte del talonario que queda una vez que se retiró el talón.»

– ¡Mierda, Mariscal!

– M-I-E-R-D-A. No, mierda no es.

– ¡No me importa que ahora lleve placa! Me lo voy a comer aquí y a vomitarlo allí abajo, en el puente.

Mariscal da una calada al habano y saborea, mastica el humo. Cuando suelta la bocanada, sale muy espeso, pegado a la palabra. Y escribe a un tiempo en las cuadrículas.

– M-A-T-R-I-Z. Eso está bien.

Volvió un poco la cabeza y miró de soslayo al inflamado.

– Escucha, Víctor Rumbo. No me gusta que me griten desde arriba. Y mucho menos por detrás.

Brinco se sentó enfrente. El ceño fruncido. Pero la mirada amansada.

– La mandé yo con Malpica. A ver qué quiere ese tocahuevos. También para nosotros, lo primero es la información. ¡La información, Brinco!

Capítulo XXII

Aquella luz vieja, caída de las barras fluorescentes, todavía resbalaba por la pared para iluminar el nombre del cinema y salón de baile París-Brétema. Eso era visible desde la playa, por lo menos para Fins Malpica. Como él podía oír hoy la voz de Sira, aquel estribillo, nao vou, nao vou, que de forma extraña animaba el andar. Pode passar o amor mais lindo, nao vou, nao vou. Cuando ella se animaba a cantar, en la tarde de domingo, las cosas en la ría ya tenían su lado de sombra. Eso era algo que ahora recordaba Fins, viendo su sombra proyectada en la playa. El caminar animoso de las sombras hacia el salón de baile.

Nao vou, nao vou.

Hacía tiempo que el cine había cerrado. Y el salón sólo abría esporádicamente, para alguna fiesta contratada de antemano. Una huella en la arena, no voy, otra, no voy. Él estaba alejado, pero estaba dentro. Podía ver, podía oír. El recuerdo tenía la intensidad de una ausencia. No se lo podía contar a nadie. Hacía un año que había regresado a Brétema y desde hacía unos meses había vuelto con él el pequeño mal. En episodios mucho más distanciados en el tiempo. Pero él adivinaba ese momento. Pasaban como intermitencias. Pestañeos. El abrirse y cerrarse de un hueco. El tenía un nombre propio para sus ausencias. El vacío del argonauta. Porque era el pequeño mal, sí. Pero era su pequeño mal.

Al poco de estar fuera, habían desaparecido las ausencias. Creyó que el incordio jamás volvería. Y durante los primeros tiempos, en el retorno, no había tenido ningún cortocircuito. Era como si su mente fuese por delante de él. Trabajaba bien. Sabía que faltaba mucho, pero empezaba a tener hilos para tejer.

Así que el pequeño mal no era, exactamente, una enfermedad. Después de un episodio de ausencia, en un arranque de humor, decidió considerarlo una propiedad. Una pertenencia secreta.

Dejó de oír la canción, de ver el espectro de las letras en el salón del Ultramar. Desde donde está, en las ruinas de la fábrica de salazón, Fins puede ver el muelle de San Telmo. Hay algunos focos de faroles que lo iluminan. Puede ver a la gente moviéndose, pero no los distingue a todos con claridad. Estudia las sombras. Es su oficio.

En el extremo del dique, donde hay un pequeño faro, permanecen dos hombres. Los reconoce a distancia. Uno de ellos es inconfundible. Lleva sombrero y un bastón tipo bengala. Entra y sale de los círculos de luz. Cuando entra en el círculo, destaca el blanco de los guantes y de las punteras blancas y parece que está a punto de hacer un número de claque. Ese es Mariscal. Su eterno guardaespaldas, el gigantón Carburo, parado y de brazos cruzados, lo escruta todo, moviendo su cabeza al compás de la luz giratoria del faro.

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