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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– ¿Es cierto que también puedes escribir a máquina a ciegas?

– Y eso, ¿qué importa ahora?

– ¡Siéntate ahí! Me gustaría que escribieses una carta para mí. ¿Sabes que hay gente que nunca recibió una carta?

– No tengo ni papel.

– No importa. Teclea de todas formas. Me gusta ese sonido. Yo te dicto: «Querida amiga: ahora que todo es silensio mudo…». ¿Has escrito silensio o silenció?

– Silensio.

– Bien.

A Leda le costaba seguir el juego. Las púas de las palabras.

– A ver. ¿Cómo era? «Ahora que todo es soledad, dolor…» No, eso es mejor que no lo escribas.

Fins retiró las manos del teclado.

– No pensaba hacerlo.

El tejado crujió al modo trágico de la noche. Alguien vertió en chorro un líquido por la lucerna que se desparramó en el mapamundi del suelo y luego arrojó una tea encendida.

Pero no sólo traía fuego.

El rebote de un tiro arrancó un silbido en la máquina de escribir. Malpica se tiró al suelo, desenfundó el revólver y su cabeza buscó por instinto protegerse bajo el pequeño escudo de la Underwood.

– ¡Vete a lo oscuro! -le gritó a Leda.

Desde el techo, el intruso hizo un disparo disuasorio a las tinieblas, pero pronto retomó como objetivo el cuerpo acurrucado bajo la mesa del maestro. Uno de los tiros acertó el hombro de Malpica. Se supo, tuvo que saberlo el pistolero del tejado, porque su rostro quedó expuesto, dolorido, al foco de la luna, a los pies del Esqueleto Manco y la Maniquí Ciega. Pero en la abertura también quedó expuesto el intruso, casi a cuerpo entero, empuñando ufano el poderoso perfil de una Star. Nunca confíes en una automática. El Océano, por el ecuador, se inflamó. Fins disparó el revólver y la Sombra se desplomó como un saco de arena sobre el fuego. Un humo espeso, de volcán sonámbulo, se extendió a ras del mapamundi.

– ¿Dónde estás, Leda?

Gritó varias veces. Sin respuesta. Salió arrastrándose, convencido de que la encontraría fuera. Sana y salva.

Carburo salió a la puerta del Ultramar. Vio el resplandor en la colina.

– ¡Patrón! ¡La vieja escuela está ardiendo!

Mariscal lo apartó. Avanzó unos pasos apoyado en el bastón.

– ¡Está ardiendo otra vez, Jefe!

El refunfuñó sin volverse:

– ¡Ya veo! ¡Ya estoy viendo lo que arde!

Se echó a andar en dirección al resplandor. Más gente iba hacia allí.

Tiene los ojos abiertos. Parece que contemplan la mancha de sangre sobre el mar. Brinco yace muerto en el Océano. Después de las llamaradas de la inflamación, domina ahora un fuego raso, manso y mezquino, que trata de roer la madera noble. Donde más se aviva es en la parte de las tinieblas donde se amontonan los viejos pupitres.

Y desde allí, las llamaradas buscan la techumbre. El humo aturde a los murciélagos, que se golpean contra paredes y vigas, contra los cuerpos del Esqueleto y la Maniquí. Si pudiesen ver, los ojos de Brinco se encontrarían con los de Leda. Ella, un poco más al sur. A la altura de Cabo Verde.

Y desde allí y hacia la Antártida hay un espacio de mapa desensamblado. Leda levanta el tablero, hace palanca con un hierro, y en el lecho del Océano queda al descubierto una maleta de cuero. Está llena de fajas de billetes, salvo en el hueco central. Allí está el nido, con todo el instrumental de «farmacia». Y la pistola Llama. Y el péndulo de Chelín.

Mariscal, con Carburo a un metro de sombra, se acercó al exterior de la Escuela de los Indianos y un gentío se fue aglomerando detrás.

– ¡Apagamos ese fuego, señor Mariscal! -preguntó al fin una voz.

El se revolvió airado. Miró a los presentes. El resplandor de las llamas se reflejaba en los rostros. Y los ojos se iban en pos de las pavesas. Un espejo antiguo del que iba desprendiéndose el azogue. Ese silencio ruin en el que se oye el manducar del fuego. Piensa que todos le deben algo. Todos harán lo que él diga. Pero lo sorprendió un sentimiento desconocido. El miedo que le producía su propia gente.

– ¿Y a mí qué me pregunta? -gritó Mariscal-. ¿Tengo yo que explicar si el fuego se apaga o no se apaga?

El paisano no supo qué decir. Se sentía confuso por la reacción del Viejo. El rencor de aquella voz. Pero todavía más cuando se dirigió a toda la concurrencia:

– ¿Quién soy yo? ¿Quién?

Fue recorriendo los rostros. Pasando revista. Algunos lo miraban de refilón, con temor o distancia. Pero nadie dijo nada. Sólo se oía el roer del fuego en las hendiduras, su forcejeo con la resistencia umbilical de hiedras y muros.

Leda salió de la escuela descalza, con los pies, los brazos y el rostro tiznados. A un gesto de Mariscal, Carburo se acercó a ella y recogió la maleta. Alguien, al fin, se aproximó a auxiliar a Malpica, recostado en un muro, taponando la herida con la mano. Leda lo miró al pasar. Sólo un momento. Nueve dedos. Una ausencia.

– ¿Queda alguien ahí dentro? -pregunta Mariscal.

– Nadie.

Mariscal atravesó la barrera de gente. Parecía andar con dificultad, apoyado en el bastón, pero eso sólo al principio. Cuando Leda se le acercó, él le pasó la mano por la mejilla tiznada, con el mimo de un retratista, y luego la abrazó por el hombro.

– ¡Vamos, nena, vamos!

Detrás marchaba Carburo con la maleta. Mariscal miró de reojo a su sombra.

– ¿Qué llevamos ahí?

– Nada -dijo Leda-. Cosas mías. Sólo recuerdos.

Y Mariscal murmuró:

– ¿Recuerdos? Entonces sí que pesa.

Manuel Rivas

Todo es silencio - фото 2
***
Todo es silencio - фото 3
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