Si la felicidad es ir del frío al calor, él había viajado en sentido contrario. De un sudor caliente, el de la atmósfera de la cocina del restaurante de un gran hotel, y también el de la euforia de quien tiene poder de intimidación y lo ejerce, al sudor frío de quien presiente un grave desarreglo en el orden en que vive. De chaval, él había vivido en Moravia, en un poblado levantado sobre una montaña de basura. Creció encima de los restos y desechos de los barrios ricos de Medellín. Allí el suelo del hogar desprendía por las grietas un olor pegajoso, el metano que emana de la descomposición. Los sentidos aprenden. Descartan el olor dominante para percibir el resto. Pero llega un día en que el metano arrasa con todos los olores laboriosamente construidos. Y arde el poblado. Arde Moravia.
Por eso él tomaba decisiones rápidas, un «¡Hágale!», cuando le llegaba un olor a metano. Como ahora. Tenía un teléfono en la cocina, ese al que estuvo atento en las últimas horas. Decidió seguir todas las cautelas. Se quitó la vestimenta de jefe de cocina, se puso una funda y una chaqueta. Metió el cargador en la automática.
– Vuelvo ahora. Presten atención al teléfono. No se me duerman.
Hizo la llamada desde una cabina pública, en una plazuela contigua al Corunna Road Rest VI. No sabía quién era Capicúa, pero sí sabía que funcionaba. Respondió. Sí, señor. Aquí Milton. Desde Madrid, sí. Era un caso de emergencia. Había perdido la pista de unos hombres que envió a Galicia. Eran sus mejores arcángeles, eso no lo dijo. Iban a cobrar una deuda. Un trabajo de Oficina. Habían quedado en llamar. Un plazo límite de doce horas. Pero ya llevaba día y medio sin noticias de ellos. ¿El deudor? Grupo Brinco. En Brétema.
Ahí notó un silencio. No sabía muy bien a qué olía aquel silencio, porque en su cabeza dominaba ahora el metano.
Recibido. Gracias por la información. Ante todo, mucha calma. Ningún ruido.
En el hall del hotel, un recepcionista lo alertó con un ademán, salió del mostrador y fue hacia él apresurado.
– ¡Jefe! Llamaron aquí, a recepción. Una llamada extraña. Dicen que dejaron el piano en la puerta del almacén.
– ¿El piano?
– Eso dijo. Nada más. Un piano para Milton.
Sí. Todo aquello tan limpio. El olor era a metano.
– ¡Llama a cocina! Que vengan todos los hombres a la entrada del almacén. ¡Con las herramientas!
El acceso al almacén era por un callejón que se abría en patio al llegar a la parte trasera del hotel. El grupo de hombres de Milton tomó posiciones en ese espacio, también a la entrada de la calleja. Lo único que había en el medio, depositada en el suelo, era una caja de embalaje. El agua escurría por las juntas de las tablas. Dos metros de largo y medio de ancho, más o menos. Todo lo que necesita un hombre que viene en hielo para devolver una cuerda de piano.
Invernó se comunicaba con Chumbo por medio de un walkie-talkie. Ocupaba una posición de sombra en la puerta al mar del pazo de Romance. Centinela protector de Leda y Santiago. El niño nadaba, o jugaba a nadar, con unas gafas de bucear. El agua, por la cintura. Cada inmersión iba seguida de una fiesta de gritos y gestos para llamar la atención de la madre.
Leda lo observaba. Correspondía. Estaba allí sola, sentada en una toalla sobre la arena, vestida con una camiseta estampada que parecía convocar toda la brisa de la playa.
En una barca amarrada al antiguo embarcadero, vestido con ropas de mar, simulando ser un pescador que preparaba las nasas, tenía su puesto Chumbo. Con un Winchester a mano, disimulado en la cubierta.
Había otras dos personas ocultas, pero que figuraban en aquella obra en marcha. Malpica y Mará, en una duna, tras la pantalla de herbal del barrón. Las noticias, todavía imprecisas, de ajuste de cuentas en el círculo de Brinco los habían llevado allí, a aquella posición oblicua, con la esperanza de que el lugar idílico del pazo de Romance fuese un imán para la trama. Pero el capo no estaba a la vista.
Mará murmuró con ironía a Fins: «Todo el mundo pendiente de la dama de los naufragios».
Y la dama de los naufragios pendiente de todo. La cegó por un instante la incandescencia del sol sobre el agua. Fue reconstruyendo todo. Lo primero, el niño. La tranquilizó su jovial saludo desde el agua. Llevaba días así. Activado un sentido interior que la mantenía alerta. Armada de inquietud. Escudriñando cada rincón, intentando traducir cada ruido a rumor, a una información.
Un buzo emergió a babor de la barca donde se encontraba Chumbo. Él está de espaldas en ese momento. Cuando se giró, alarmado por el chapuceo, el buzo le disparó un arpón en el pecho.
La realidad es una corteza. Hay un mundo oculto. Y en ese mundo que no está a la vista luchan fuerzas que para ella tienen formas de corrientes, de ángeles submarinos. Durante años, el mar le envió buenas señales. Incluso cuando aquel accidente, cuando la explosión hundió el barco de Lucho Malpica, el padre se salvó. El padre que apenas sabía nadar. La corriente que lo llevó en brazos, después de irse despellejando de roca en roca, al fin lo posó en la playa, allá muy al norte, en la ensenada de Trece.
Leda se levantó agitada. Recorrió el paño de lame del agua, las partículas destellantes, aquel trabajo de platería infinita y efímera que una mano de viento labraba en el mar soleado. En el cuerpo abierto de Leda se abrió paso Nove Lúas. Y Nove Lúas sintió aquello como el lugar del terror. Leda no era capaz de gritar. Corría y podía oír un son averiado y pegajoso. El silbido de su ahogo.
Al fin, Santiago emergió. Levantó las gafas de buceo y sacudió los brazos para saludar a la madre.
– ¿Cuánto tiempo aguantas sin respirar?
– ¿Qué dices?
– ¿Que cuánto tiempo puedes estar sin respirar?
Leda oyó el ruido de un bramar violento. Lo identificó pronto. Se abría paso desde el horizonte palafítico de las plataformas mejilloneras. Era una planeadora y se acercaba a toda máquina a la ensenada del pazo de Romance. Invernó asomó de su escondite de vigilante, en la puerta que abría el muro a la playa. Con su transmisor intentaba hablar con Chumbo, pero éste no respondía. Lo que oía por el aparato era el refunfuño del mar. Lo más extraño es que Chumbo está allí, en la barca. Podía distinguir de lejos su silueta. Estaba de espaldas a él. Estaría escudriñando la naturaleza del sonido perforador que se cernía sobre la ensenada.
Decidió exponerse e ir hacia donde se encontraban Leda y el niño, mientras trataba de establecer la comunicación.
– ¿Chumbo, escuchas Chumbo? ¡Cambio!
Al otro lado, sólo el sonido de una interferencia semejante a un zumbido.
Una mordida de metal muy ardiente le hace añicos el hombro. Otro proyectil para caza mayor le astilla la cabeza.
¿Cómo podía Chumbo matar a Invernó? Incluso para matarlo, le pediría permiso.
Pero allí estaba, disparando desde la barca con el rifle. El cuero de Judas.
En lugar de seguir la fuga, Leda hizo algo sorprendente. Agarró la automática de Invernó, protegió al niño detrás de ella, y apuntó al lugar de la traición. Que viese aquel cerdo de qué madera podrida estaba hecho.
– ¡Chumbo, hijo de puta!
Pero el tirador respondió apuntando con toda parsimonia con el rifle de precisión. Leda fue consciente de que su reacción era absurda y de que no tenía escapatoria. Chumbo era parte del enemigo. El tirador no iba a atacar a la planeadora que ya lo ensordecía todo.
Agarró a Santiago por el brazo y corrieron descalzos en la arena. La arena que tanto la quiso parecía sujetarla ahora por los talones. Cuando el niño cayó de rodillas y ella trató de arrastrarlo, Leda recibió, incrédula, una ayuda desde el mundo oculto.
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