Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Agarró a Cora por el brazo y la hizo ponerse de pie. En medio del escándalo, Cora pudo ver lo que había de mar, la pasta cenicienta, la orla oleosa de la espuma. Por el resto, harapos de niebla vagabunda.

Leda la sujetaba por los hombros. Chillaba. Le hablaba de libertad de una forma violenta. La libertad para ella tenía un sentido equívoco. Siempre la utilizaban como una amenaza. Había pasado fronteras, de muía, con preservativos llenos de billetes dentro de la vagina o de droga dentro del intestino. A punto de reventar. ¿Por qué no intentar comprar a aquel policía? La forma de mirarla. Hizo bien en no intentarlo. Estaba en el ajo. Suerte que se dio cuenta a tiempo del gesto que él hizo, de la conexión axial con él tipo que esperaba al otro lado de las cabinas.

– Estás libre, ¿entiendes? No quiero volver a verte por aquí. Te llevas esa pasta y te largas.

Leda soltó a la joven y desde la puerta gritó a Víctor, que se vestía fingiendo calma. Paciencia. Ya pasaría el temporal.

– Y tú, cabrón, ¡pásate por el campo de fútbol si aún tienes huevos!

Ella ya había desaparecido por el pasillo, desvanecida en las eternas cortinas ondulantes, cuando él tomó conciencia de lo que había oído.

– ¿Qué quieres decir? ¡Leda, espera!

Había vehículos de la policía y sanitarios aparcados en la puerta principal del campo de fútbol, así que se desvió en el cruce de A de Meus y giró a la izquierda, por la costa, hasta el mirador de Corveiro.

Desde allí se podía ver el campo de fútbol. El que en su presidencia había sido bautizado como Stadium el día que se inauguró la tribuna cubierta, con palco de autoridades. Desde la lejanía, parecía una mesa de futbolín, con figuras que se habían desprendido de los hierros y tomaban vida. En realidad, los ojos no querían ver. Agarró los prismáticos, no para acercarse sino para tener algo en medio, entre los ojos y lo otro.

Del travesaño colgaba ahorcado Chelín.

Capítulo XLII

Se detuvieron para desayunar algo en el local de África. Un pequeño bar y tienda que hacía esquina entre la carretera de la costa y la pista que llevaba a la nave frigorífica. Nada más llegar, y antes de servir los cafés, la señora África le hizo un gesto a Brinco para que se acercase a la barra.

– Tienes clientes desde muy temprano. Se metió un jeep por la pista.

– ¿Los dos de siempre? -preguntó él con retranca.

– No. Ni son policías ni son de aquí.

Brinco siempre agradecía esas informaciones sin fallo. Y sabía pagarlas. Invernó conducía el Land Rover y los acompañaba Chumbo, sentado detrás. Cuando llegaron a la curva que deja ver el faro de Cons, y antes de divisar la nave, construida sobre un relleno de la marisma, Brinco mandó parar. Indicó a Chumbo que se bajase.

– Échale una mirada al paisaje.

No hizo ninguna pregunta. Sin más, se metió por un sendero entre matorrales y hacia los peñascos de la colina.

Cuando conducía él, a Brinco le gustaba ir muy despacio para gozar de la visión de la valla publicitaria donde aparecía el emblema de la empresa. Un pez espada cruzado con un narval. Y debajo la alianza de las iniciales B &L Congelados / Frozen Fish. En esta ocasión, Invernó también conducía despacio, pero la atención de Brinco estaba puesta en la explanada de la nave donde no se veía ningún vehículo. Se habrán ido, pensó. La vieja no se daría cuenta.

Víctor descendió del jeep e hizo tintinear las llaves como un cascabel. De repente, dejó el juego y miró a Invernó.

– ¿Y los perros? ¿Por qué no ladran los perros?

Los dejaban sueltos, en el interior de la nave. Pero siempre los recibían con excitación, ladridos y roncos gemidos de alegría tras el portalón metálico. Reconocían de lejos el sonido de los motores de sus coches.

Silbó. Los llamó por su nombre. ¡Sil, Neil! Y ésa fue la señal involuntaria. Se abrió la portezuela lateral y salieron con las armas listas, pistolas con tulipa, dos tipos fornidos. Invernó había tomado una distancia de seguridad. También empuñó su hierro. Pero de la esquina derecha de la nave, de detrás del depósito de gas, salió otro membrudo apuntándole con una recortada.

Gente de oficio, bien adiestrada. El trabajo de una Oficina.

Brinco había calculado mal los tiempos. Pensaba que tenía margen para los dos tercios. Pero mientras enviaba mensajes tranquilizadores, ya la Oficina se había puesto en marcha.

Lo empujaron hacia dentro. El tipo de la escopeta se quedó abajo, en la nave, custodiando a Invernó después de amarrarlo. Los dos perros, el pastor alemán y el dóberman, yacían muertos. Parecía poca sangre para tanto silencio.

Los otros dos fueron con él, con Brinco, uno delante y otro detrás, escaleras arriba hasta el despacho. Miraron los relojes. Tal como le ordenaron, marcó un número de teléfono.

– ¿Diga? Aquí Milton.

Quien hablaba subrayó el nombre a propósito. No fuera a ser que a su interlocutor se le escapase otro. El mismo que repicaba en la cabeza de Víctor Rumbo.

– Milton, éstas no son maneras.

Uno de los asaltantes, situado a sus espaldas, lo apresó de repente por el cuello con una especie de alambre. Sintió que penetraba en la piel. Que hacía surco. Víctor, dolorido, hizo un movimiento instintivo de resistencia.

Balbuciente, golpeó con los codos, pero el asaltante que tenía enfrente le puso el cañón del arma entre las cejas. El otro aflojó. Y el que apuntaba le ordenó de nuevo atender el teléfono.

– Ah, material musical. Una cuerda de piano. Regalo de la casa. De lo mejor para afinar. Son profesionales. Tú también eres un profesional. Ya está.

Brinco pasó la mano libre por el cuello. La sensación de que un filamento invisible seguía ceñido. La huella digital de la sangre.

– Escucha, Milton. Tuvimos problemas con el socio. El hombre que iba a hacer el pago era de confianza. Nunca había pasado esto. Perdió la cabeza.

– Claro, claro. De eso se quejan allá. No quieren que se repita. Nosotros tratamos con gente seria, no con chichipatos de las esquinas.

– Estaba averiado de los cascos. Ayer se ahorcó. Puedes comprobarlo.

– No nos montes vídeos. Es una historia muy triste. Mejor no la airees más. Tapa el agujero y en paz. Tienes con qué.

– De acuerdo, de acuerdo… Se mató, ya lo sabes. Creo que fue mía la culpa. Le apreté las tuercas y…

– El mundo es un valle de lágrimas. ¿Para qué andar con una lápida al cuello? Voy a despedirme. Este es un teléfono público. Y viene gente. Pórtate como un man, ¿vale?

Brinco miró de refilón el reloj del despacho.

– Tienes razón, Milton. No hay que ahogarse en un vaso de agua. Voy a atender a estos caballeros como se merecen.

Colgó. Se llevó otra vez la mano al cuello. Respiró hondo.

– Bien, vamos a arreglar esta deuda, afinador. ¿Habéis matado a los perros, verdad? Pues justo debajo de la caseta de los perros hay un zulo con pasta.

Salieron del despacho. La nave estaba desierta. Comenzó a elevarse el portalón metálico. Los dos sicarios no tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba pasando. Chumbo, Inverno y media docena de tipos armados con automáticas los rodearon, desarmaron y derribaron para atarlos.

– ¿Dónde está el de la escopeta?

– Está ahí dentro, tomando el fresco -dijo Invernó señalando una de las cámaras frigoríficas.

Brinco rebuscó en el bolsillo del que lo había agredido. Encontró lo que buscaba.

Tensó con las manos la cuerda del piano.

– ¿Sabes? Antes sentí un placer especial. Algo que nunca había sentido.

Milton decidió hacer esa llamada reservada para una situación límite.

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