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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

Todo es silencio: краткое содержание, описание и аннотация

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– Bien, Brinco, los amigos también tenemos un detalle para ti -dice el abogado con más familiaridad que nunca-. ¡Venga, hombre! Para ti también hay maravillas de la naturaleza.

El grupo se pone en camino hacia el portalón del pazo y Mendoza y Rocha van convocando a los demás a la comitiva.

– ¿Inverno? ¿Dónde está Invernó? -pregunta Brinco.

El abogado da unas palmadas y entonces se abre el portalón. Entra una limusina con los cristales ahumados, a una marcha muy lenta. Justo detrás, un grupo mariachi, encabezado por Invernó, interpreta Pero sigo siendo el rey.

De repente, se abren las puertas de la limusina. Descienden tres chicas. Muy atractivas, vestidas con llamativos trajes de noche. Ceñidos, escotados, brillantes.

– ¡Ahí tienes a tus princesas del Vaudevil!

Ellas hacen honor al recibimiento. Giran sobre sí mismas, con estilo de modelos, y luego besan al anfitrión. Al Jefe.

Leda había oído la música. Había reconocido el canto de la poderosa voz de Invernó. Va a sumarse, con curiosidad, a la fiesta. Santiago juega con otros niños. Así que ella va sola. O casi sola. Chelín la sigue a poca distancia. Sabe, porque la conoce, que va a dar la vuelta, airada, cuando vea la limusina y la escena del recibimiento a las jóvenes del club Vaudevil. Y tiene razón Chelín. Porque Leda se gira, furiosa, y apura el paso hacia la escalinata que lleva a la terraza y a una de las entradas de la primera planta. Chelín se aproxima.

– Espera. ¿Dónde vas?

Lo mira como a un extraño. Como alguien que ha perdido el principio de la realidad.

– ¿Y a ti qué te importa? ¡Me voy a vestir de furcia!

– Leda, tú sabes que siempre te he dado suerte.

¿Suerte? Va a seguir adelante. Uno al que le anda el viento por las ramas. Pero lo mira fijamente. Lo reconoce. Hacía tiempo que no sentía tantas ganas de llorar. No llora. Lo acaricia en la cara con la yema de los dedos. Está delgadísimo. La mirada de niño con púas de acero en la barba.

– Eso es verdad, Chelín.

– ¿Recuerdas cuando buscábamos tesoros? Ahora he descubierto algo. He descubierto que sólo hay tesoros debajo del Océano. Es donde los guardan los muertos y los náufragos. Hay que buscarlos allí. Debajo del Océano. Di, por favor, Océano.

Leda lo escucha con extrañeza e inquietud. A este hombre le pasa algo en la azotea. Vuelve a estar mal. Ha vuelto a caer. Ella no es tonta. No hay nada que la desasosiegue más que el mirar de la desolación. Sonríe y él sonríe. Eso funciona. Luego posa una mejilla en la suya. Cóncavo convexo. Eso también funciona. Océano. Luego un beso. Un pico. Echa a correr y sube como un flash la escalinata.

Chelín murmura: «Un poco de saliva. ¡Qué suerte!».

Brinco llama a Chelín. Lleva de la mano a Cora. -Vas a ver la segunda cosa que más me alegra del mundo. ¿Dónde están las estrellas, Chelín?

Si era una broma, no la entendió. La cabeza está en otra parte. ¿Las estrellas? ¡Ah, sí, claro, qué tonto! Corrió a buscar la lanzadera con los fuegos de artificio. ¡Allá van! Un sol, una palmera, y una gran bengala. Esa lenta extinción del resplandor.

Al bajar del cielo, Cora pestañeó. No quería que los ojos llorasen. Pero los ojos iban a lo suyo. Podía fingir con todo, excepto con ellos. Malditos ojos.

– Hacía tiempo que no me regalaban algo tan especial.

Víctor Rumbo entró en el dormitorio. Encontró a Leda, en pijama, sentada ante un espejo. Alisaba el cabello con un cepillo de manera compulsiva.

– ¿Qué pasa, nena? Todo el mundo pregunta por ti. Desapareciste de repente.

– ¡Qué más quisiera, desaparecer! Deberías haberme dicho que ibas a traer el harén de putas a mi propia casa.

– Leda… Sólo son… empleadas, no me jodas. Empleadas de nuestro club.

– ¿Empleadas? ¿Nuestro club? Me das asco cuando hablas así.

– ¿Qué prefieres, que les llame putas y sólo putas? ¡Puta pa aquí, puta pa allá! ¡Están aquí porque quieren! Vete, ábreles la puerta y diles que se vayan. ¡A ver cuántas se van!

– Como los perros. ¡Los perros tampoco se van, eh, Brinco! Pero ¿por quién cono me tomas? Compráis a esas chicas como ganado. ¿Cuánto te costó ésa?

– ¿Ésa? ¿Qué ésa?

– Esa. A la que le falta un dedo en el pie derecho.

El dedo. El puto dedo del pie derecho. ¿Para qué vendría con sandalias? Ya se lo había dicho. No andes así, nena, pareces una esclava, hostia. Parece que fui con un machete, cortando dedos por ahí.

– Yo no corté nada, hostia. Ya venía cortada.

– ¡Ah, claro! Entonces la compraste ya marcada. Me llevo ésta, la amputada. ¡Qué bueno eres, Brinco, me cago en la puta madre que te parió!

– Sí, algo sé de putas…

Estalló, enfurecido. Iba a llevarse una bofetada con los cinco mandamientos. Abrió un cajón de la cómoda, removió bajo la ropa y sacó una de las biblias encuadernadas con funda de piel y con un cierre de cremallera. Sagrada Biblia. La abrió y la arrojó encima de la cama. Al moverse las hojas, se derramaron sobre la colcha billetes de cien dólares.

– Una Biblia por cada una. ¡Echa cuentas!

Leda no podía bajar. Estaba indispuesta. Algo que había comido le sentó mal. Otra vez la cantinela. Sí. Algo que había comido. O bebido. Sí, tiene que cuidarse. Víctor Rumbo fue despidiendo a todos los convidados. Algunos, ebrios. Como Chelín. Estaba pelma, el Chelín.

– Brinco, sabes que siempre, siempre, te he dado suerte.

– Sí, hombre, sí.

– ¡Siempre!

– Siempre. Casi siempre.

Pablo Rocha le preguntó si había invitado a Mariscal. Sí, claro que lo había invitado. ¿Y por qué no había venido el Viejo?

Y entonces él señaló un monte en la noche. Dijo:

– Mira, Pablo. Mariscal estará allí arriba. Viéndolo todo. Feliz y solitario como un lobo.

Capítulo XLI

Llegaron varios recados de Mariscal. Nada del caso Flores. Si el Licenciado no sabe mamarse, que aprenda. Ése era el mensaje. Pero había otro problema. Un verdadero problema. Mariscal quería verlo. Y fue al Ultramar. Se trataba de un asunto que empezaba a oler mal. Pero ¿qué olía mal? El dinero. En relación con el dinero, Víctor Rumbo sabía que el mal olor sólo significaba una cosa. La falta del dinero.

– Ese pago está hecho. O en camino. Me consta.

– ¿Los dos tercios de Milton? No estés tan seguro. ¿Quién era el correo?

Sintió un sudor desconocido en la frente y que las gotas se deslizaban por las cuencas de la nariz. Pensó rápido. No respondió a la última pregunta de Mariscal. Dijo: «Voy a asegurarme».

– Eso está mejor.

Habló con Chelín. Tardó en llamarlo, pero al fin llamó. Había tenido un problema. Había llegado tarde a la cita. El sabía que era en Benavente, pero calculó mal el viaje. Perdió la pista de los mensajeros. Pero Chelín estaba bien. Mantenía el control. Hablaba con seguridad. Ya había arreglado una nueva cita. Ya tenía las coordenadas. Todo estaba resuelto, Brinco. Tranquilo. El pago iba a ser en Madrid. Para compensar la molestia.

Pasó el día siguiente en el Vaudevil. Esperaba una llamada de confirmación por la noche. Eso era lo acordado. Pero quien llamó fue Carburo. Nadie había acudido a la cita de Madrid. Brinco puso en movimiento a Invernó, a Chumbo, a tododiós. Incluso decidió hablar con Grimaldo.

Que localizasen a Chelín. No, no que llamase. Que lo trajesen. Traerlo ya. Por las buenas o por las malas. Agarrado por los huevos. Como fuese.

Pero a Chelín se lo había tragado la tierra. Pasó mucho tiempo. Tres días eran demasiado tiempo. El mundo entero puede perder el sentido en menos de tres días. Y estaba ocurriendo. Llegaban señales cada vez más ruidosas. Retumbos. Y entre los más nerviosos, eso lo fastidió, Óscar Mendoza.

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