– ¿Qué fue de Charles Chaplin? -preguntó Brinco.
Belvís lo miró con sorpresa. La verdad es que ése era el modo natural de mirar de Belvís.
– ¿El Pibe? El Pibe está ahí, en la maleta. Él estar está mejor en Conxo. Tiene más conversación. Pero también hay que salir algo por el mundo.
Y entonces se lo soltó así, de la forma en que hablaba Brinco:
– Pues prepárate. Hoy es sábado. Esta noche actuáis en el Vaudevil.
Así que ahí entra en el escenario Belvís con su maleta. Saluda con una reverencia al Chevrolet Eldorado. No porque esté actuando, sino porque le parece una nave maravillosa con una calandria en el morro. Abre la maleta. Saca al Pibe. Y se sienta en el taburete. Por vez primera mira a la gente. Se da cuenta del bullicio. Porque la mayoría de la gente no le presta atención. Espera que aparezcan las maraqueras. Al fondo hay una gran barra. La mayoría son clientes solitarios de pie, calentando el hielo. Con ojos de cetreros. Estudiando el terreno. Pero también hay una pandilla que ríe y habla en voz alta, por completo desentendida de la presencia de Belvís y el Pibe. Sólo presta atención alguna de las parejas en el segundo círculo de mesas, el más próximo al escenario. Belvís busca a Brinco. Estaba allí, en la esquina, cuando lo empujó al escenario. Antes le había presentado a una joven de ojos muy grandes, que se llamaba Cora. Y él le presentó el Pibe a Cora. En realidad, eran unos ojos grandes para comenzar la panorámica. Pero ahora no hay nadie. Ni Brinco ni Ojos Grandes. Quien está en la esquina es Invernó. El eterno vigía.
– Gracias por su brillante indiferencia -dijo al fin Belvís al público-. Les presento a Carlitos el Pibe. Un intelectual.
– ¿Puedo contar una historia, che?
– Claro, Pibe. Es lo que espera todo el mundo… y que acabes cuanto antes. Es gente muy importante. No puede perder el tiempo con tu inteligencia.
– Pues mira. El otro día escuché una conversación. Sin querer, ya sabes vos que yo escucho sin querer. Esto fue aquí, en Brétema, bueno, tal vez no. El caso es que un tipo le dice a otro: Mira, jefe, no sé qué hacer. El juez me dio a elegir entre un millón de pesetas o un año de prisión. Y entonces el otro le dijo: Hombre, no sé por qué lo dudas. ¡Quédate con la pasta!
– La gente es maravillosa, Pibe. Recuerdo siempre un local como éste, lleno de malavos y pindongas…
– Pero ¿sabes lo que acabas de decir, che?
– ¿Ofendí a alguien?
– ¡Claro! Discúlpate con el dueño. Éste no es un local. ¡Es un club!
– Fíjate en mí también, Pibe.
– No, mejor que en vos no me fije -dijo el muñeco, mirando de lado al ventrílocuo y pegando un pequeño salto-. Me llega con la mano. ¡Ya me coges por ahí, cabrón!
Y fue entonces cuando el Pibe pasó a observar en panorámica, con parsimonia, a aquel público que al fin había reído algo.
– Pero ellos… ¡Viste, viste, che! Ellos están hechos a imagen y semejanza de Dios. ¡Fíjate, fíjate! ¡Qué bromista, el Ser Supremo! ¡Debió quedar recontento!
– Así es. Todos a su imagen y semejanza, Pibe. Eso dice la Biblia.
Y el Pibe buscó y encontró a alguien especial para quien mirar. Un tipo que parecía una caricatura del malhumorado. Le salía una mata de pelos en cada ventana de la nariz que le hacían las veces de bigotito. Muy pobladas, de cornisa, las cejas, tapando unos ojos de ratón. Cada una de las arrugas lucía como cicatriz. Apretaba los dientes, a punto de gruñir. Sentada a su lado, muy seria, una chica. Es a ella a quien se dirige el Pibe.
– Decime, querida, ¿cómo te sentís cuando tomas asiento al lado de Dios? ¿Qué experimentas vos?
La pareja se ríe, sobre todo el hombre. Pero en el grupo del fondo, ajeno hasta entonces al espectáculo, hay un malestar ebrio. Invernó los conoce. Uno de ellos es Lele Toen, uno de los machotes de Carburo, el hombre de confianza de Mariscal. El otro es Flores, a quien llaman el Licenciado. Anda estos días por aquí. Un huésped mexicano de Macro Gamboa. Sabe que es mejor dejarlos. Ya se cansarán. Ya se irán a otro gallinero.
Pero Flores, por alguna razón, había decidido que aquel muñeco no podía seguir hablando. Comenzó la escandalera. Y luego miró fijamente al Pibe, no a Belvís. Lo insultó. Hijo de la chingada, de su pelona madre. Y así. Invernó pensó que era la hora de avisar a Brinco. Estaría ocupado con la de los ojos grandes, pero iba a llamarlo.
– Tranquilo, cuate -le dijo Lele al Licenciado Flores-, es sólo un cómico con un muñeco. Un payaso. Un loco.
– ¿Un loco? ¡A mí no me pone nadie como mecate de cochino!
Belvís dijo:
– ¿Has oído algo, Pibe?
Ojalá no conteste, que no diga nada, pensó Brinco, ya en la otra esquina de la barra.
– Estábamos hablando de Dios aquí con este señor y con la señorita, y alguien al fondo cambió de tema. ¿Quién tiene un lazo para un cochino?
El Licenciado lució un arma. Un pequeño revólver que llevaba ceñido a la pantorrilla, bajo la campana del pantalón. Un cambio de tema. Sin más, apuntó con la automática al muñeco y le disparó en la cabeza. Sonó otro tiro. Ahora el Licenciado gemía, herido, desarmado. Se dolía de la mano que había sostenido el hierro.
– ¡Llévate al gallo antes de que vengan los maderos! -ordenó Brinco a Lele.
– Esto no le va a gustar nada al Patrón.
– Hay que saber mamarse. ¡Y en el Vaudevil mando yo!
Belvís tenía el muñeco en el regazo. Lo acunaba.
– ¿Escuchas, Pibe? ¿No me oyes, che?
– ¡Suerte que no te volase a ti la cabeza!
Brinco recogió del suelo algunas esquirlas de madera.
– Si viene la poli, no digas nada. La boca es para callar.
– Éste sí que es un paraíso… fiscal -dijo Óscar Mendoza al llegar a la fiesta. Y todos entendieron que hablaba en broma. Y en serio.
El pazo de Romance tenía puerta al mar, como quería Leda, pero también una piscina. A estrenar. La puerta del mar daba paso, en realidad, a un edén. Una playa de arena fina y blanca, en la que desembocaba un riachuelo, el Mor, que componía a su paso y por libre un vergel, con una prolongación natural donde el viento distribuía vegetación y dunas. Al otro lado, después del arenal, al abrigo de un acantilado, el antiguo embarcadero de piedra, donde fondear yates y amarrar barcas y lanchas.
Víctor Rumbo convocó a los invitados con unas palmadas. Se le notaba eufórico y consiguió improvisar un saludo hilado por la concurrencia con risas y aplausos.
– Bien, ya sabéis… En realidad, en realidad, el pazo es de Leda. Yo tengo que conformarme con la cama… Pero para Santi también hay algo especial. ¡Seguidme!
Levantó en vilo al hijo, lo montó en los hombros, a horcajadas, y encabezó la comitiva hacia el lugar de la sorpresa. Había un espacio cubierto por grandes lonas azules. Brinco hizo un gesto con la mano de batuta y un violinista comenzó a tocar un vals. Otro gesto indicó a los operarios que era el momento de retirar las lonas, ya con los invitados bordeando el gran rectángulo.
Allí estaba la piscina. Pero no vacía. Del fondo del agua emergió el delfín. Y con él, un murmullo de admiración. Ya no hacía falta batuta. Todos permanecieron en un silencio de asombro, mientras el arco parecía arrancar la música del lomo y la aleta del cetáceo.
– ¿Querías un amigo? ¡Ya tienes un amigo!
Chelín sigue a Leda con la mirada. Consigue llamar su atención. Saca el péndulo del bolsillo y lo acerca al suelo. El péndulo gira. Ella asiente risueña. Sí, es verdad. Es ella quien lleva ahora de la mano al hijo en un paseo en torno a la piscina, hechizados por la presencia del delfín, mientras un grupo de varones, los socios y amigos, rodean a Brinco con las copas del aperitivo en la mano.
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