Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– ¿RH Negativo?

– Un eufemismo. Es como llaman a un pavo del Supremo.

Es Leda Hortas la que ahora abre la puerta del palacio de Justicia y grita con alegría.

– ¡Queda en libertad!

Y allí está Brinco con su sonrisa de as, acompañado de otros dos detenidos relevantes, Invernó y Chumbo, y del abogado Óscar Mendoza. Desde lo alto de la escalinata, éste es el único que toma la palabra.

– Señores, ésta es una buena noticia para Brétema. Mi defendido, Víctor Rumbo, acaba de ser puesto en libertad. Ya informaremos más adelante de los detalles. Lo importante ahora es celebrar que se hizo justicia y que nuestro querido vecino está en la calle, con nosotros. ¡Gracias a todos!

– Señor Rumbo, ¿cómo se encuentra?

– Creo que mejor que los que me detuvieron. Al final, hasta he podido dormir bien. Con la conciencia tranquila.

Le hizo una caricia a Leda. La abrazó por la cintura. La besó. Una escena que recordaba la entrega de trofeos en las grandes pruebas deportivas. Brinco sabía que tenía a mano una tecla donde pulsar para obtener risas y aplausos. Volvió a besar a Leda. Dijo:

– ¡Y creo que hoy voy a dormir mejor, mucho mejor!

Al subir al coche, Mará le preguntó de repente a Malpica:

– ¿Qué harías si llegases a casa y te encontrases a tu gato muerto?

– ¿Quieres decir muerto muerto?

– Sí. Quiero decir que lo mataron. Lo mataron y lo dejaron colgado del pomo de la puerta. Como en los viejos tiempos.

Malpica apoyó las manos en el volante. El silencio de no saber qué decir. Tampoco se atrevió a mirarla. Ni a tocarla.

– ¿Me dejas poner a la Casta Diva? -preguntó ella.

– Claro. Está ahí hasta que rompa.

Capítulo XXXIX

En el centro del escenario del Vaudevil hay un Chevrolet Eldorado. Lo compró Víctor Rumbo en Cuba. Lo vio en Miramar, contactó con el propietario y no paró hasta que éste, cuando Brinco le dijo que era su último día en la isla, hizo el gesto de que subiera al coche para probarlo: «Let's go un paseíto». Siempre contaba esto del pelotudo. Y cuando se cabreaba, era su frase. Metía miedo el cabrón cuando decía «Let's go un paseíto». Porque la compra del Chevrolet se complicó. Cuando al fin lo desembarcaron en Vigo, a Brinco le cambió el semblante. Hacía tachuelas con los dientes. Estaba tan acerado que hendía las nubes al jurar. Del Chevrolet Eldorado sólo venía la carrocería. Y eso no le importó, después del montón de trámites. Él quería el sedán para ornamento del club. Pero lo que lo puso como una brasa es que le faltaba la mascota en el capó.

– ¿Y la calandria? ¿Dónde hostias está la calandria?

El envío llegó precintado, explicaron en Aduanas. Encajado en madera. Lo que llegó fue lo que enviaron. Nadie se había quedado aquí con la figura del pájaro. Víctor Rumbo echaba humo como si le ardiesen los huesos. Con la furia, se había olvidado del nombre del tipo. Así que se refería a él como Let's Go. A gritos. Atravesando el mar. Un desvarío. Let's Go y la Calandria.

– No te pongas así por un puto pájaro de acero -le dijo Mendoza-. Te consigo yo el emblema de un Rolls. El Espíritu del Éxtasis. ¡Ésa sí que es una mascota!

– No lo entiendes -le dijo Brinco-. Era mía. ¡Mi puta calandria! Yo no sabía lo que era. Y fue él, el muy cabrón, quien me lo dijo. Que era una calandria.

Y mandó a Inverno a La Habana con los datos y la dirección de Let's Go y con un encargo: «No vuelvas sin la mascota».

Allí estaba el Chevrolet con la calandria.

Víctor Rumbo quiso hacer del Vaudevil un local de película. Un antes y un después en la historia de Brétema. Hasta entonces, los clubs de alterne, en las carreteras de la costa, eran en su mayoría lugares cutres y siniestros, con una arquitectura depresiva que supuraba pus de neón. El Vaudevil tenía que ser algo diferente. Que nadie olvidase. Un club para escandalizar a las élites, con estilo, en una noche loca. Mendoza, Rocha y la cada vez más activa y emprendedora Estela Oza, eran socios, con la tapadera correspondiente. Brinco, por su parte, quería que el Vaudevil fuese un regalo de lujo para Leda. Llegó a imaginarla como una gran madame, gobernando todo desde su despacho con pantallas para controlar cada rincón. Las salas, los reservados, pero también las habitaciones. Ella tenía carácter, ambición y estilo. Qué hostias. Tenía más estilo, un encanto salvaje, ese pelo castaño rojizo que capeaba el temporal, que la muy mona Estela Oza. Pero las cosas se torcieron. Como estaba previsto, él puso su parte. Buscó dónde y compró mujeres. Porque era así el negocio. La gente piensa que las putas van por ahí de tour como turistas. Pues no. Hay que ir a subasta. Hay que mirar las dentaduras. Hay que competir con otros compradores. Hay que domar a las indóciles. Y a las dóciles también. Y hay que protegerlas. Digámoslo así, chacho. Eso fue cosa de Brinco. Él cumplió. Trajo la carne.

La inauguración había sido espectacular. Había presencias sorprendentes, incluso gente fina, de esa que Brinco era consciente de que miraba hacia otro lado para no saludarlo por la calle. Y todo fue asombro, pasmo, cuando entraron en la terraza cubierta, con la gran columna cilíndrica y transparente llena de colibríes en vuelo suspenso alrededor de la serpiente de flor de la buganvilla. Y en el reservado, donde había lugar para el juego de naipes, pero sobre todo para una apuesta exótica que al principio causó sensación en hombres y mujeres. Un acuario en el que competían pequeños peces guerreros. Los dragones rojos. Una especie de animador, con chaqueta de raso brillante, iba reponiendo los muertos despedazados y cantando las apuestas. Y en el escenario, con el Chevrolet Eldorado de fondo escenográfico, con la chapa más refulgente que el raso del animador, un show anunciado como el verdadero cabaré Tropicana.

Pero algo estaba fallando, en medio del bullicio. Brinco preguntó por Leda varias veces, hasta que envió a Invernó a buscarla al Ultramar. Ella acudió. Se disculpó por el retraso. Asuntos domésticos. Y su llegada no pasó inadvertida, con ese aire genuino de la elegancia peligrosa, y a Brinco le cambió aquella cara de andar buscando un diente caído. Hubo, sí, una ausencia comentada, en especial en los círculos menos informados. ¿Y Mariscal? Pero ni Víctor Rumbo ni sus allegados se hicieron esa pregunta. El Viejo no gustaba de aglomeraciones. Andaría por ahí, flotante, el ojo panóptico, calculando el momento en que el vacío demandaría su voz.

Leda no volvería nunca al Vaudevil. Brinco se dio cuenta muy pronto de que ella eludía cualquier conversación sobre ese asunto. Había decidido que no existía. Y para él, por el contrario, aquel gran letrero de neón azul, con la mascota de la calandria rosa pestañeando en arco, por encima de las letras, fue alcanzando una fuerza hipnótica. Se veía allí, el letrero, en la ladera, y desde cualquier punto del valle, enfrentándose a la hosca noche del mar.

La marea de señoritos pronto desapareció del Vaudevil. Entre los socios, sólo el abogado Mendoza se dejaba ver de vez en cuando. Por fidelidad. Le gustaban las tías y tenía la oportunidad de follar gratis. Aunque más concurrido, la clientela del Vaudevil acabó siendo la habitual de los locales de alterne de la zona. Jóvenes de juerga. Viejos solitarios con pasta. La gente del contrabando, reconvertidos a la farlopa. Sobre todo los días gloriosos que seguían a una gran descarga.

– ¿Quién es ése? ¿Belvís? No me jodas. Pero ¿a ése no le andaba el viento por las ramas? ¿Cuándo salen las maraqueras?

Sí, es Belvís, el ventrílocuo, el hombre orquesta, con su compañero el Pibe. Los fines de semana» Víctor Rumbo seguía programando actuaciones. Ya nada de aquellas bombas de los primeros tiempos. Ahora lo normal, alguna veterana melódica, seguida de una pareja con número erótico. Un día vio a Belvís. Bajaba del autobús, en el crucero del Chafariz. Iba con una maleta. Él paró el Alfa Romeo y le dijo: «¡Sube, Fenómeno!». Y Belvís contento, porque le llamó Fenómeno y porque siempre le gustaron las máquinas veloces.

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