Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– ¡Lo sabe todo! Lo que ocurre en lo más recóndito. En las grutas del mar y en los pozos del alma. Nuestra fe puede tambalearse. Preguntarse un día dónde estás Dios, por qué estás en silencio. Pero Dios… ¡Dios es también el silencio! No se jacta. Actúa en silencio. Y el salmo dice:

Él fue quien hizo morir a los primogénitos de Egipto,

desde el hombre hasta la bestia.

Envió señales y prodigios en medio de ti, oh, Egipto,

contra el faraón y contra todos sus siervos.

Con el salmo, como un depósito de vientos, le volvió la voz con una fortaleza desconocida:

Los ídolos de las naciones son plata y oro,

obra de manos de hombres.

Tienen boca y no hablan,

tienen ojos y no ven.

Tienen orejas y no oyen,

no hay aliento en sus bocas.

Hizo un alto. Hacía tiempo que no le pasaba esto, lo de oír y entender las propias palabras.

– Y así habla Dios. ¡Sin entretenerse! Nos da y nos quita el aliento. Descansen en paz.

Los operarios introdujeron los féretros en los nichos. Las palabras dejaron paso a las rúbricas de las herramientas. El oficiante saludó con apresuramiento a algunos familiares. Esbozó una frase de consuelo que quedó inconclusa. Luego se dirigió a Mariscal.

– La ceremonia religiosa ha terminado. Ahora pueden cumplir su voluntad.

– Gracias, Marcelo. ¿Sabes que ése es mi salmo preferido? ¡Lástima no oírlo en latín! Aures habent et non audient…

– Vino a verme Víctor Rumbo -dijo el cura, cortante-. No me gusta la pachanga que tienen pensada. Estamos en suelo sagrado.

– ¡Un simple homenaje, Marcelo! Invernó tocó toda su vida esa música. Hasta había fiestas en las que iban a caballo. Los Mágicos de Brétema, ¿recuerdas?

– Pues en Brétema, un funeral fue siempre un funeral y una verbena, una verbena.

– Hay que tener paciencia, Marcelo. Recuerda que en Egipto mandan los primogénitos.

– Me voy. Mi trabajo ha terminado.

– Gracias a Dios, tu trabajo no acaba nunca, Marcelo. Tienes que protegernos. Somos tu rebaño. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis. Un día tenemos que quedar para hablar de Unamuno.

Habían permanecido invisibles. Al tiempo que el párroco se retiraba, del fondo del camposanto surgió un cuarteto mariachi. Sonaba el corrido Pero sigo siendo el rey.

Corrió por el cementerio un murmullo de sorpresa. Algunas miradas reprobatorias. Eso nunca había pasado en Brétema. Todo lo más, y de eso ya se había perdido la memoria, un gaitero tocaba una marcha solemne. Pero, al mismo tiempo que avanzaba la pieza, se fueron recomponiendo los rostros con una emoción no experimentada.

– Si hay buena acústica -dijo Edmundo-, en tres minutos se arma una tradición centenaria.

– Es lo que tiene la muerte -dijo el Compañero-. Que todo lo aprovecha.

Capítulo XLIV

Era una sensación reparadora estar en uno de los miradores frecuentados por Mariscal y estar sin ocultarse, al acecho, sino compartiendo la panorámica. Pero aquello que le estaba sucediendo era harto insólito. Le parecía un milagro. Por el personaje que lo acompañaba y por la conversación. Grimaldo había coincidido con él en el aparcamiento próximo a la comisaría. Esperaba que le gruñese un saludo displicente. O no esperaba nada. El caso es que lo que refunfuñó fue un telegrama: «Nos vemos en el alto de Corveito. En quince minutos».

– Sé que no te fías de mí -le dijo, ya en el mirador-. Y haces bien. No te fíes nunca de mí. Pero hoy haz una excepción.

Haroldo Micho Grimaldo también tenía algo de dandi de arrabal, como el Viejo. Un policía soltero, que vivía de único huésped en una presunta pensión, donde era el rey para la dueña, que recibía a cualquier otro candidato como un chori que se había equivocado de puerta. No tenía buena fama, y menos en comisaría. Con la paradoja de ser, o proclamarse, el látigo del vicio. Una de sus funciones era inspeccionar los llamados locales de alterne, un eufemismo que él mismo desvendaba.

– ¿Alterne? Casas de putas, quieres decir.

Abrir se abrían expedientes, pero nunca se cerraba ninguno de los prostíbulos. Sólo cuando había algún escándalo, es decir, peleas con heridos o muertos, que traspasaba la corteza de la noche. Ese control era vital para actuar contra las redes de trata de mujeres. Así que Micho Grimaldo era un cínico. O algo más. Y todos opinaban que algo más.

Siendo así, lo raro en su conducta era que no fuese todavía más hipócrita, con una apariencia de vida ejemplar. Había temporadas en que lo hacía. Los días virtuosos, como decía él. Días en que su lengua, por cierto, se afilaba más, como navaja de barbero. Pero luego caía en el desaliño. Andaba de ronda, eso decía, de local en local, dando tumbos, con la presencia repelente de un perfumista. Si sus compañeros lo soportaban era porque estaba a punto de jubilarse. Y porque sabía mucho. O eso se suponía. En tiempos, había formado parte de la Brigada Político Social, la que perseguía a los opositores a la dictadura. Había actuado en Barcelona y en Madrid. Luego volvió al lugar natal. De sus padres había heredado una casa de labranza, rehabilitada, en una aldea de Lugo, que casi nunca pisaba. Había encontrado otra identidad apasionante en la tarea antivicio. La de putero.

– ¿Te fías o no? No me gustan los silencios sabios.

– Adelante, Grimaldo -dijo Malpica.

En el crepúsculo, la ría tenía la coloración de la lava destilada por el sol, y que ahora ardía hacia la profundidad. A sus espaldas, la oscuridad se deslizaba sigilosa por las hojas de los eucaliptos.

Grimaldo agarró un palitroque y se puso a dibujar un plano en el suelo de tierra. El eje era el río Miño. Trazó el puente de hierro de Tui. Pese a las condiciones, había una voluntad de precisión topográfica en el esbozo. Marcó con puntos las principales localidades a los lados de la frontera y los unió con las líneas que simulaban los trayectos.

– Este domingo va a haber una fiesta -dijo-. Una fiesta importante. Con la disculpa de una boda. No muchos invitados, pero muy selectos. Y la fiesta va a ser aquí, en el norte de Portugal. El lugar se llama Quinta da Velha Saudade. No muy lejos, hay una antigua cantera. Para llegar a ella, existe un camino de acceso con un desvío que conduce al depósito de la maquinaria abandonada. Es un buen escondite para el coche. Tienes que trepar un poco, luego atravesar el bosque, en paralelo a la ruta. Al otro lado de la carretera, justo después de una curva, está la mansión. Con altos muros. La gran balconada orientada hacia el río. Para los coches, un portalón metálico, de apertura automática. Para salir, tienen que hacer un stop. Por la curva.

Se había doblado para dibujar en el suelo y se enderezó despacio, apoyándose en la cadera. Clavó la mirada en Malpica:

– ¡Tú tienes que estar allí! De furtivo, claro. Guarda todo bien en la cámara. Y no te digo más.

– ¿Tú vas a ir a esa fiesta?

– Bueno. Ya te dije que era una fiesta importante -respondió con sorna.

El hombre grueso, adiposo, que diría Mará Doval, pareció adelgazar carcomido por las sombras. Borró con las suelas el mapa. Luego buscó en el mar una última brasa del poniente.

– Hoy he tenido dos noticias médicas. Una mala, la de que padezco un cáncer. Y otra fantástica. Que la enfermedad va muy, muy rápido.

Abrió la puerta del Dodge. Antes de arrancar, se volvió a Fins. Dijo, ya sin tutearlo:

– No confunda la confianza con la compasión. Si le he contado esto, no es por salvar mi alma. Es por usted. Me consta que no se ha vendido.

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