Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Salió a la carretera conduciendo muy despacio, y luego dejó ir el coche cuesta abajo, en punto muerto. Todavía tardó un trecho en encender las luces.

Desde su escondite, Malpica había fotografiado todas las salidas de autos de la Quinta da Velha Saudade. Con el teleobjetivo había conseguido distinguir a Tonino. Después a Mariscal, con Carburo de chófer. Hubo un largo intervalo en d que los ocupantes eran personas desconocidas, la mayoría jóvenes, con aire festivo, y con probabilidad simples invitados. Hasta que apareció otro automóvil conocido. El Alfa Romeo en el que viajaba, solitario, el abogado Óscar Mendoza. Le pareció que permanecía demasiado tiempo parado en el stop, incluso cuando no circulaban coches por la carretera. Al fin, arrancó en dirección a la frontera.

No tardaría en ponerse el sol. Ya no le molestaba en los ojos. Por el contrario, aquella belleza emigrante era el mejor agasajo del día.

Malpica miró el reloj. Pensó en marchar, pero algo lo retuvo. No tenía que ver con el exterior, sino con su mente, influido por la larga espera ante una puerta que se abre y que se cierra. Y lo que ocurrió en su mente no fue una ausencia por el pequeño mal, sino el recuerdo de la ausencia. Lo que le pasaba cuando se producía la ausencia. Esos momentos de intemporalidad que, no obstante, eran muy breves. Está viendo a Leda, muy seria, midiendo el tiempo con el cronómetro de los dedos de la mano. Pero esa imagen se mezcla con aquella otra en la que tuvo por vez primera conciencia de verla. Ver la había visto muchas veces, desde niña, pero la primera vez que los ojos advirtieron su presencia y algo los cautivó para que se desentendiesen del resto del universo fue aquel día en que ella se estaba pintando los dedos de los pies. Había encontrado un frasco en la arena, con esa manera que tenía de hacer del andar un desvendar el suelo. El envase es pequeño, cónico, de cristal grueso. En la palma de la mano, y pese al polvo de arena, el hallazgo tiene un proceder animal, una inmovilidad expectante, de ampolla roja, que se acentúa cuando ella lo moja y lo restriega con el pulgar. Y fue y apoyó el pie derecho en la roca, entre las lapas. Era un pie demasiado grande para ella. Tal vez le habían crecido ese mismo día, los pies. Consiguió abrir el frasco que vomitó el mar y con el pincel de la tapa barnizó con estilo las uñas.

– Fueron nueve segundos, señora Amparo -dijo Leda sobre la ausencia.

Ahora que lo piensa, aquella extraña reticencia de la madre, el rechazo que le provocaba la jovencita, podía tener que ver con la información que ella poseía. Ese estar en el secreto. Esa intimidad de medir la duración de las ausencias.

– Tú olvida el asunto, nena -le había dicho un día Amparo a Leda, cuando ella narró la ausencia que le había dado a Fins en la Escuela de los Indianos-. Que no ande en boca del mundo.

Y Nove Lúas respondió, con aquel hablar que tenía de otro tiempo:

– Para mí será como si cayese una piedra al pozo, señora. Por esta boca, nadie lo sabrá.

Volvió a abrirse el portal de hierro, activado desde el interior. Salió un vehículo que le era desconocido. Un auto sorprendente que puso a prueba su enciclopedismo automovilístico. Un BMW muy especial. Sabía que Delmiro Oliveira tenía esa pasión de los clásicos. De vez en cuando salía en un Ford Falcon o en un imponente Chrysler Imperial, con sus llantas con bandas blancas.

Está ahí. En el stop.

Fins enfoca con el teleobjetivo al conductor. A don Delmiro. Luego, al acompañante de los lentes oscuros. No dejó que ninguna idea, ninguna emoción, le llegase al dedo. Disparó. Sí. En su mente, la ampliadora estaba proyectando la imagen sobre papel baritado. Una obra de arte. Para la historia.

Acababa de fotografiar con Delmiro Oliveira, a bordo de un BMW 501, de un Barockengel, el Ángel del Barroco, al teniente coronel Humberto Alisal.

Había un coche accidentado en la carretera. Había ardido. Un GNR, con extintor, parecía contemplar el deambular atontado del humo, sedado por la espuma alrededor de la catástrofe. El guardia se giró e hizo un gesto a Fins Malpica para que prosiguiese su camino. Lo que le había hecho dudar era la visión de la manta al borde de la carretera. Había arrimado el coche a la cuneta. Iba a ver. Un segundo guardinha, el que estaba más cerca del bulto, escribía algo en un cuaderno demasiado pequeño para sus manos y para el bolígrafo. Fins no tuvo que destapar la manta. La cabeza del abogado Óscar Mendoza, con los ojos muy abiertos, aún parecía querer liberarse del resto del cuerpo inerte. No se había quemado. El impacto debió de ser tan fuerte que lo lanzó por delante, por el parabrisas. La sangre de las heridas de la cara comenzaba a tener la densidad de las moscas. Fins Malpica echó una mirada de reojo a las grafías del asfalto. No vio ninguna huella intensa de frenada. Pensó en la mínima piedad de tapar el rostro de Mendoza, pero no hizo caso a la conciencia. La noche se estaba echando encima. Pensó en la cámara fotográfica. En el coche. En largarse cuanto antes.

– ¿Conocía a este hombre?

– No. Ni idea.

– Pues haga el favor. Deje trabajar.

Capítulo XLV

El Viejo sintió un rugido por el asfalto, y una ráfaga de luz perforada en la espalda. Sabía quién era. Podía hacer un retrato de las personas por la forma de conducir.

Y la de Brinco tenía el rostro de la impaciencia. Estaba bien no ser paciente. Pero no la impaciencia. La paciencia de Job fue retribuida. Lástima que esta gente no conozca el Antiguo Testamento. Lo recompensó Yahvé con el doble de todo cuanto poseía. Catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil asnas y mil parejas de bueyes.

Sí, podía reconocer al piloto por la forma de frenar y cerrar las puertas. Todo era velocidad, caballos de potencia. Y luego esa moda de tunear. Mucho lucerío, mucho niquelado. Por la noche, daba miedo, las carreteras llenas de extraterrestres. ¡Aun si fuesen coleccionistas como Oliveira! Eso es amor al arte. Tiene coches de una belleza que hace llorar. El BMW ese, ¡el Ángel del Barroco!

– ¿Qué tal estuvo el entierro? -preguntó Brinco.

– Los he visto mejores. El cura y los mariachis no estuvieron mal.

Avanzó al límite del precipicio y, sin volverse, dijo:

– Alguien atropello esta mañana a la mujer de Mao-de-Morto. El conductor se fugó. Querían matarlo a él, seguro. Pero la mujer actuó como un escudo. Cayó como un bulto encima de él.

– Pobre mujer, ¡ir por delante!

Mariscal ignoró el comentario. Dijo:

– Está muriendo más gente de la que podemos comer.

– Creo que debo desaparecer una temporada.

Mariscal oyó la declaración con alivio. Acarició en el pecho el pequeño Astra 38 Special para que durmiese tranquilo. Luego se volvió.

– Vete lejos, hijo.

– ¿Adónde? ¿Al infierno?

– Si puedes, un poco más lejos.

La luz de la luna proyectaba un resplandor en parte del mapa del suelo de la Escuela de los Indianos. El resto eran tinieblas envejecidas. En el borde claroscuro se movían Leda y Fins.

– ¿Por qué no te fuiste con él? Deberías irte de aquí con tu hijo. Puede pasar cualquier cosa.

– No me invitó.

– A esta hora estará llegando a Río. Vamos a seguirle los pasos. Podré darte alguna información. Sólo para ti.

Leda ignoró la propuesta. Estaba segura de que Brinco no había tomado ese vuelo desde Porto. Habría enviado a otro con su identidad. O se esfumaría en la pasarela móvil, justo en la puerta del avión, con un chaleco de operario de aeropuerto. Lo había hecho ya alguna vez.

Había sido ella quien llamó para verse en la Escuela de los Indianos. Iba a ver si funcionaba el cebo en el anzuelo. Pero no sentía remordimiento. Tenía un homenaje pendiente. Un homenaje al cebo. Y allí estaba. Preguntó:

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