Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Mutatis mutandis, apartó la mirada de Guadalupe Melga. Sintió que su presencia había perdido toda aura triunfal. Finalmente, dijo: «De entre todas esas, espero una respuesta urgente. Puedes mandarla por Mónica». Guadalupe asintió con un gesto. Mariscal abrió la puerta. Se quedó quieto un momento, en aquella frontera. Ahora sonaba uno de sus preferidos, Garúa. Aquel tango que hablaba de la lluvia. De jóvenes los dos tenían valor para bailar el tango. Poco les importaban las miradas murmuradoras. En aquel entonces, pensó de sí mismo, el hombre sí que tenía subida. Canturreó la música del casete. «El viento trae un extraño lamento.» Luego miró a un lado y al otro de la calle, como hacía siempre. Sin volverse, dejó que la puerta se cerrase tras él. Y como no había nadie a la vista, ni a izquierda ni a derecha, escupió en la calle.

Ex abundantia coráis.

Capítulo XXV

Durante días estuvo muy cerca de ella, rozando su cara, sin ella saberlo. Desde una embarcación deportiva atracada en el puerto, Fins Malpica fotografió a la mujer enmarcada en la ventana. Algunos momentos, que le parecieron especiales, en particular aquellos en los que asomaba a la ventana acompañada, también los grabó en película, con una cámara Súper 8. Pero lo que siempre recordaría, un estremecimiento desconocido, el nervio óptico poniendo en vilo todos los sentidos, sumergiendo todo en un tiempo extraño, de presente recordado, fue cuando recorría con el ojo de la cámara por enésima vez las fachadas de los edificios próximos a la dársena, y halló la ventana. La mujer en la ventana. Leda Hortas. Probó los teleobjetivos. Enfocó y desenfocó y enfocó de nuevo. La Nikon F, con un zoom 70-200, como una prolongación punzante. Ruda, deseosa, infalible. Sí, la vigía era Leda. Una foto. La foto. Otra, y otra más.

– Vas a cambiar de aires, Leda -le había dicho un día el Viejo-. Vas para la capital.

– ¿Acaso me va a poner un piso? -respondió ella con picardía. Le gustaba jugar con Mariscal. Y a él seguirle el juego. Era un as de la retranca.

– Tú te mereces un pazo, chica.

– Da mucho que limpiar.

– Con todas las comodidades. Un pazo señorial.

– Tonterías. ¡Aquí los hombres son de la Virgen del Puño!

– Es la memoria del hambre, niña. Los mejores cariños son los de balde. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra…

– Ya. ¿Y qué tengo que hacer en ese piso?

– Tener los ojos muy abiertos.

Lo había dicho en tono muy serio. Fuera de juego, ya. Con la voz cambiada. De gerifalte que encomienda la misión y no espera réplica ni otro parecer.

– Brinco te contará los detalles.

Desde el lugar en el que vigila Leda se pueden divisar los movimientos de atraque y desatraque de las embarcaciones del Servicio de Vigilancia Aduanera. Al lado de la ventana, hay una mesita con un teléfono. Es el que está sonando ahora.

La voz que da los buenos días sólo puede ser una y es ésa. La voz de Guadalupe. Aun así, cumple el ritual.

– ¿Es la casa de Domingo? -pregunta Guadalupe.

– Sí, es la casa de Domingo.

– ¿Y qué tal se encuentra?

– Se encuentra bien. Pero ahora está descansando. Trabajó toda la noche.

– Entonces llamaré más tarde.

– Gracias, señora. Muy amable. Espero su llamada.

Leda cuelga el teléfono y entreabre la ventana para asomarse. Vuelve a fijarse en el lugar que ocupan los patrulleros de Aduanas. Fins sigue allí. Un espía de la espía. Enfoca despacio. Se demora en el retrato. Aguarda una expresión de melancolía. Ahora.

– Son muy buenas -le dijo Mará Doval, en la comisaría, después del revelado-. Deberías dedicarte a esto. A paparazzi.

Capítulo XXVI

A Carburo no le gusta que le metan prisa. Pero el Patrón hoy está impaciente. Se frota las manos. Sólo le falta ponerse a cantar Mira que eres linda. Es lo que canta cuando caen del cielo. Conoce perfectamente su repertorio. El contrapunto es cuando canturrea, por ejemplo, Tinta roja. A él, a Carburo, le gusta en particular ese tango. Cómo lo canta el Viejo. Y aquel buzón carmín, y aquel fondín donde lloraba el tano. No es cuando está alegre cuando mejor canta la gente. Qué va. Pero hoy está alegre. Mira que eres linda, qué preciosa eres. Hay que joderse.

Le toca a él poner en marcha la radiofonía y hacer de locutor. Porque Mariscal canta, pero nunca en público. Nunca emite. No toca un teléfono. Y menos un chisme de esos que no se sabe adonde llegan. Están aparcados en uno de sus miradores preferidos. En la punta de Vento Soán, por una pista secreta por donde el automóvil avanza ceñido por helechos protectores, que vuelven a cerrar el camino. Allí en el cruce, en otro coche, se quedó Lele de centinela.

En el interior del automóvil, Carburo manipula el aparato de radiofonía, con los mandos camuflados en el espacio del panel.

– Listo, jefe.

Y entonces repite palabra por palabra lo que le va apuntando Mariscal. Habla en el Código Internacional de Señales.

– Aquí Lima Alfa Charly Sierra India Romeo, llamando a Sierra India Romeo Alfa Uniform, ¿escuchas? ¡Cambio!

– Recibido. Aquí Sierra India Romeo Alfa Uniform. Escucho perfectamente. ¡Cambio!

– Okey. Recibido. En las coordenadas del Irnos Indo. Entonces no esperamos por Mingos. Cambio.

– Correcto, correcto. Información correcta. Mingos no va. Mingos descansa. Trabajó esta noche. Buena pesca. ¡Cambio!

– Okey, entendido. Vamos yendo, entonces. Cambio y corto.

Mariscal se inclinó sobre la ventanilla:

– Diles que esta vez van por delante y a la isla de la Fortuna, que no cabe en el mar tanta lubina.

Carburo miró de soslayo al Viejo. Con extrañeza. Parecía esperar una traducción o confirmación. Mensajes así ya no se daban. Esas machadas eran cosa de los tiempos antiguos.

– Tienes razón -dijo Mariscal-. Que vengan por la sombra. Cambio y corto.

Carburo repitió: «Venid por la sombra. Cambio y corto».

El subalterno desconectó, recogió la antena y cerró la doble caja del panel. Salió fuera y estiró las piernas. Pocas veces había visto a Mariscal tan excitado. Vendrían los copos llenos. Allí estaba, a la orilla del acantilado, erguido, estirando el cuello, esa forma que tiene de ayudar a los prismáticos. Por dos rutas, vuelan las planeadoras a fulespín. Más que navegar, brincan de cresta en cresta. Fuera de la ría, convergerían en una misma dirección, hacia el barco nodriza.

– ¡Quién pudiera ver la mamma! -dice Mariscal escrutando la línea del horizonte.

– Sí, patrón. ¡Quién pudiera!

El día que se vea la mamma, murmuró, estaremos bien jodidos.

Capítulo XXVII

Desde el yate, Fins tardó algo en enfocar a Leda. Estaban casi todas las ventanas abiertas. No le extrañó, hacía un día de mucho calor. El inspector miró a su alrededor. La costumbre del vigía. Luego buscó la presencia del oficial Salgueiro en la cubierta del patrullero de Vigilancia Aduanera. Allí estaba, atento. Hizo la señal acordada. La de llevarse un pañuelo verde a la cara. Al rato, los de la embarcación iniciaron la maniobra de desatraque.

Cuando tomó de nuevo la cámara con el teleobjetivo, comprobó que la ventana de Leda estaba vacía. Lo que él esperaba. Ella no tardó en volver con unos prismáticos. Los dirige al habitual amarre de los patrulleros. Él vigila a la espía.

Con el potente teleobjetivo, Fins puede ver el cambio en la expresión de su rostro. La sorpresa. El estupor.

Leda llama por teléfono desde su posición habitual.

En la alfombra de la sala un niño manipula dos dinosaurios de juguete a los que enfrenta en una pelea. Tendrá unos seis años. Es Santiago, hijo de Leda y Víctor. Lleva un parche corrector en uno de los ojos.

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