Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– El Tiranosaurus Rex te va a destrozar, maldito Velociraptor…

Leda le pide que baje la voz, mientras marca con celeridad un número de teléfono. Al otro lado, en la peluquería, descuelga Guadalupe.

– ¿Está el señor Lima? Es urgente.

– No, el señor Lima no está, pero le pasaré el mensaje.

– Es de parte de la mujer de Domingo. Dígale que Domingo, que Mingos, salió para el trabajo. Que salió deprisa. Que ya está repuesto. Es muy urgente.

– Entendido.

Guadalupe escribe rápido una nota, con el auricular fijo en el hombro.

Tapa el auricular y le hace una indicación a Mónica:

– Rápido. A Mariscal. ¡Y dáselo en mano!

Leda se aseguró de que la embarcación de Aduanas salía de la dársena del puerto. Encendió un cigarrillo, se sentó en el maldito sofá de escay, la pesadilla de la noche: quedar pegada y no poder despegarse. Intentó distraerse, contemplando los juegos de su hijo.

Fins decidió esperar. Ahora era él el hombre de la ventana vacía. Se eternizaba el tiempo cuando Leda desaparecía de la vista. Era una ausencia que no podía manejar. Para la que no había placebo. Excepto una novedad en el entorno. Como ésta. Un Rover rojo. En el parque móvil de Brinco había uno de la misma serie. Lo aparcaron en batería, cerca del muelle de bajura. Sí, había visita. Brinco siempre iba un metro por delante cuando lo acompañaba Chelín. Eran dos formas de andar muy diferentes. Brinco en línea recta, a zancadas, rápido, a veces haciendo tintinear las llaves del coche o de casa. Chelín procura seguir el paso, pero mira a los lados. A veces se pierde en algún detalle. En un escaparate. En un grafiti. Por eso, en casi todas las fotografías que Fins Malpica hizo ese día se distingue mejor a Chelín. En algunas hasta parece que estuviese posando.

Leda oye un ruido en la cerradura y se pone alerta. Hay un pequeño vestíbulo, que da directamente al salón donde se encuentra y desde donde está su puesto de vigilancia, al lado de la ventana. Brinco entra así. No llama. No avisa. Llega y la abraza.

Y Chelín en lo primero que se fija es en el parche que lleva Santiago en el ojo.

– ¿No me digas que has salido bisojo, chaval?

Brinco oye la extraña pregunta y se vuelve hacia el crío.

– ¿Qué le pasó ahí?

– No le pasó nada. Es para curarlo. Lo mandó el oculista.

Chelín no puede evitar la risa.

– ¡De puta madre, tuerto!

– Se llama estrabismo -dice Leda-. Es estrábico.

Brinco se agacha y observa despacio el ojo libre del niño. Luego se levanta y apunta muy serio a Chelín con el índice.

– Ni bisojo ni tuerto. Ya has oído a su madre. Es…

– ¡Extremismo! -dice irónico Chelín, que consigue contagiar su risa.

– ¡Estrabismo, idiota, estrabismo!

– No es nada grave -dice Leda-. Es una suerte que se diesen cuenta en el colegio. Tiene un ojo vago. Uno ve mejor que el otro. Hay que tapar el bueno para que el otro trabaje.

– ¡Así funciona el mundo, chaval! -dice Víctor en tono solemne-. La verdad es que le queda bien el parche.

– ¡Le queda de puta madre!

– ¿Por qué no lo llevas a dar una vuelta? -sugiere Brinco a Chelín.

– Eso está hecho. ¡Venga, chaval! Vamos a hacer trabajar a ese vago.

El inspector vio salir a Chelín con el hijo de Leda. Iban de broma. Malpica creía conocerlo bien. Sabía que Chelín hacía de lugarteniente y bufón para el jefe. Subieron al coche. Barajó si seguirlos o quedarse. Pero, en el fondo, ya sabía lo que iba a hacer.

Alzó la vista hacia la ventana y apuntó con el teleobjetivo.

Víctor y Leda estaban abrazados, besándose.

Malpica los fotografió de forma compulsiva. El ojo y el pulso estaban fuera de toda misión. Sin saberlo, la pareja obedecía el deseo de la cámara. Ese volverse de Leda hacia la ventana. El abrazo de Brinco por detrás. Ese hacer el amor por encima del puerto, trepando por las colinas de la ciudad.

Retrasó la hora de volver a Brétema. Quería estar a solas en comisaría, sin preguntas ni miradas interesadas al salir del cuarto de revelado. Desde luego, no esperaba que Mará Doval estuviese allí todavía. Tal vez fue una de las razones para demorarse. Pero allí estaba, leyendo, como una de esas estudiantes que esperan a que apaguen las luces y las echen de las bibliotecas.

– ¿Qué tal la sesión?

– Bien. Aparecieron. Por fin apareció él.

– ¡Quiero ver a esa pareja!

Antes de entrar él en el cuarto de revelado, Mará dijo que ella también tenía una novedad importante. El teléfono de la vivienda que ocupaba Leda sólo recibía y efectuaba llamadas a un mismo lugar. Y ese lugar resultaba ser un establecimiento público.

– ¿Cuál?

– ¡Belissima, Belissima! -respondió ella en tono divertido. Enigmático.

Fins cerró la puerta sin más. Y encendió la luz roja.

Él no sabía muy bien dónde estaba, de dónde venía, qué hacía con aquellos positivados carnales en las manos, en los que podía oírse gemir a una pareja de amantes. Pero Mará Doval seguía allí. Con expresión enojada. Profesional.

– La próxima vez, inspector, cierra la puerta más despacio.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– Ya no quiero ver esas fotos de paparazzi. Ahora lo que quiero que veas son las mías. No me has dejado acabar. Además de Belissima, Belissima, tengo otra novedad. Si es que le interesa al señor inspector.

Eran dos coches gemelos. O gemelas. Dos Alfa Romeo. Nuova Giulietta. Me fijé porque me gusta. ¡Y ese emblema de la serpiente con cabeza de dragón! Sí, ya me lo dijiste el otro día, me gustan los coches que les gustan a los capos. También me gustan los azulejos portugueses. Y por eso estábamos allí, Berta y yo. Berta, la pintora. Sí, también le gustan los gatos. Pero yo tengo uno y ella debe de tener una docena. El estudio lleno de gatos. La mayoría abandonados. No, no pinta gatos. Pero se inspira en sus ojos, eso dice. Es maravilloso verlos a todos atentos, vigilantes, mientras ella pinta. Sólo utiliza colores primarios. Rojos. Las dos Nuova Giulietta eran rojas. Pero espera un poco. Paciencia. Así que fuimos a la Estacao do Caminho de Ferro de Caminha para ver los murales de azulejos del xix. Tienes que verlos, no te los pierdas. Yo sólo llevaba el obturador abierto para eso. Ya sé que dicen que si eres de investigación no se cierra nunca el obturador. Pero ayer era mi día libre y quería llevarlo cerrado. El primer objetivo era ir a comer bacalao a Viana do Castelo. No, ni a la Margarida da Praga ni a la Gomes de Sá. Yo, finalmente, tomé, a ver si lo digo, bacalhau lascado com broa de milho em cama de batata a murro e grelos salteados. Mnemosine no lo olvidará jamás. Y luego paramos en Afife, en el Convento de Cabanas, la casa de Homem de Meló. Sí, el que escribió Povo que lavas no rio. ¿A que es el mejor fado de la historia? ¿As chaves da vida? Pues no, no lo conozco. ¡Qué raro! La siguiente parada era la estación de Caminha, la de los azulejos.

Y aquí comienza la historia. Hay que tener paciencia.

Conducía Berta. Yo, desentendida del automovilismo. De copiloto, con el mapa, los folletos y todo eso. Y ya cuando íbamos a entrar en la estación, la miré a la derecha, en el aparcamiento. La Nuova Giulietta roja, con matrícula española. Bien bonita. Fuimos a ver los azulejos de la estación. Una maravilla, como te dije. Fotografiamos. Fuimos a ver un tren que llegaba. Todo bien. En total, una hora, o así. Íbamos a marchar, y cuando estábamos en la puerta de la estación, de repente se me abrió el Obturador del Magín. Agarré a Berta. Le dije: «¡Espera, espera!». A la derecha, estaba la Nuova Giulietta. Y un grupo de cuatro personas al lado. Pero Mnemosine sabía que la Nuova Giulietta estaba del otro lado, a la derecha cuando entramos. Nuestra izquierda, ahora. Y así era. De refilón, desde la puerta vidriada, vi la otra Giulietta. Tenían idéntica placa, la misma matrícula española. Y dije: «Berta, te voy a hacer un retrato estilo Andy Warhol. Así que haz un poco la mona». Me encanta la Polaroid. Hace un poco de ruido, pero se puede disimular con una amiga cascabelera. Nada de maquinaria pesada. Como hacen otros.

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