Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Tienen boca y no hablan.

– Estarás pensando que sé mucho de ese hombre para no haber contado nada. Pues tienes razón. ¿Sabes, entre otras cosas, por qué lo sé? Porque yo también quise llegar a Francia… Después, cuando pude ir legalmente, ya no quise. Me quedaron los carámbanos en la barba. ¿Sabes una cosa? Ese hombre sólo hizo algo bueno en su vida: chamuscarse las manos en la Escuela. Dijeron que fue por los libros, pero fue por los animales disecados. Mejor aún. Disecados todavía daban más pena. Ni el zorro podía huir. Eso sí que lo hizo. Y no sé por qué.

Fins miró fijamente durante un rato las cicatrices de quemaduras en las manos de su padre. Lucho Malpica estaba haciendo una bola con el billete que había traído el hijo y la tiró encima de la mesa. La bola hizo un extraño en el hule y rodó hacia el lado de la madre.

– Algo de culpa la tiene ella -soltó de pronto Amparo.

– ¿Quién es ella? -preguntó Lucho.

– Esa descarada que lo trae loco. La hija de Antonio. Y tú deberías decirle algo al padre, para eso andáis juntos en el mismo barco.

Lucho miró al hijo y luego a la mujer. Deberían saber que en el barco se escupen las penas al mar.

– ¿Qué le voy a decir? ¿Que la deje atada en casa?

– No sería mala idea. Anda suelta de más. Hasta le gusta andar descalza. Parece una vagabunda.

– No es cosa nuestra -dijo Malpica con acritud. No era capaz de disimular cuando le fastidiaba una conversación-. Que ande como quiera.

Pero aún llevaba peor una avería en la atmósfera de la casa. Así que añadió al rato, con voz conciliadora:

– Algo hablamos, mujer. Pero a Antonio no le toques a su hija. Es lo más precioso que hay en este mundo. Lo único que tiene. Mataría por ella.

Capítulo XIV

La embarcación de Malpica era una pequeña motora, dedicada a la pesca de bajura. Capeaba bien, era marinera, pero Lucho y Antonio Hortas pocas veces se alejaban de las marcas conocidas. Tenían sus puntos de referencia en la costa, y el principal era la punta de Cons. Con esas marcas, los ojos trazaban líneas invisibles, las coordenadas de sus almeiros para pescar. Lugares submarinos que casi nunca los dejaban ir de vacío.

Esta vez se van alejando. También las aves del mar parecen extrañarse del nuevo rumbo y los dejan ir en solitario. El barco cabecea por lo desacostumbrado. Los hombres son dos injertos que resisten impasibles el balanceo. Es Malpica quien decide la ruta, quien hace las veces de patrón. Y esa ruta es el norte. Hoy no pregunta ni comenta nada con Antonio. Y Antonio es de los que respetan los silencios. Pasan Sálvora. Aproan el Mar de Fóra. Los cormoranes de la Costa da Morte acechan con aire de centinelas medievales. Lucho Malpica sigue sin decir palabra, pero Antonio puede oír el Ronco Nasal y el Hocicudo Seseante, esos dos murmullos que luchan en los silencios de su compañero.

El patrón abre un cesto de mimbre forrado por dentro de lona. Antonio sabe lo que hay allí. No entró en el bar, pero lo vio llegar en el Cabaliño, como llamaba él a la Ducati. Debió de entrar por la puerta de la tienda. La empleada llamó a Rumbo por el ventanuco interior, que comunicaba con el bar. Y el encargado desapareció un rato. Luego, Antonio lo oyó marchar. Oyó la motocicleta. El petardeo del tubo de escape. Ese cabreo de los motores viejos por tener que arrancar de nuevo. Salieron de día, demasiado temprano. Cuando Fins, el hijo de Lucho, vino con la contraorden a casa, de que sí, de que salían al mar, ya Antonio tenía claro que iban de pesca especial.

Todo esto lo está viendo ahora, con claridad, en secuencias causales. Tal vez no oyó la moto desde el bar. Tal vez es el motor del barco, su laborioso malhumor, lo que pone sonido al recuerdo.

Los cartuchos envueltos en un paño blanco, inmaculado, dentro del cesto. Incluso en eso es demasiado cuidadoso, piensa Antonio. La dinamita no quiere que la piensen tanto. Él tiene el recuerdo de los mancos. La idea tiene que ir de vuelta a las manos. Si la idea se para a pensar, no llega a las manos. De ahí vienen los mancos. Las manos amputadas.

– Déjame eso a mí, Lucho.

– ¿Por qué? -preguntó, revolviéndose enojado.

– Tú no tienes práctica.

Iba a decir: «Tú no sabes». Como si dijese: «Tú no sabes joder».

A él le daba igual. Sabía que otros lo hacían. El mar aguanta lo que le echen, etcétera, etcétera. Pero, en el fondo, le fastidiaba que Malpica se rindiese. Que encendiese aquella jodida mecha.

– ¿Y qué ciencia tiene esto, Antonio? -pregunta Lucho con desazón, blandiendo el cartucho en la mano. Está a estribor, y se aleja un poco en dirección a proa.

– ¡Pues para empezar, tiene poca mecha, cono! -grita Antonio.

Malpica está girando la cabeza. ¿Ves? ¿Ves lo que pasa? La idea se quedó trabada en la cabeza, se enganchó en las zarzas por el puto sendero de la conciencia, y no va a llegar a tiempo a la mano.

– ¿Qué dices? -pregunta Malpica.

La idea no llegó. Ya la dinamita había tomado la decisión de estallar. Estalló.

Fins Malpica empezó a tirar piedras al cielo. Había tantas gaviotas que le parecía imposible no atinar. Luego la emprendió con el mar. Buscaba los cantos más planos. Hacía los lanzamientos con mucho estilo, arqueando el cuerpo. El discóbolo. La primera intención era que la piedra fuese dando botes en el mar. A brincos por el lomo de las olas. Luego, le daba igual. Pequeñas, grandes. Furibundo. Ojalá las piedras estallasen. Porque la culpa era del mar. Un dios generoso y glotón. Un viejo loco. «El mar prefiere a los valientes y por eso se los lleva primero», dijo el cura en el funeral. Y todos asintiendo. Todos tenían la expresión de concordar en ese punto con la prédica del párroco. No se hable más. Lo que pasó pasó. Estaba escrito. No estaba de su mano. A Fins le pareció que no eran pocos los que lo miraban de reojo. ¿Serás tú también un valiente? ¿Serás de la casta de tu padre? Sí, en la forma de mirar había compasión pero también un asomo de sospecha. Él no iba nunca con su padre en el barco. Hora sería que echase una mano. ¿Se habrían enterado del secreto? ¿Sabrían que él no servía para el mar?

Y él era valiente de más. Se veía perfectamente cuando llevaba la cruz. Un Cristo de primera. Verosímil. ¿Dijo eso el cura o fue un eco que salió de su cabeza? ¿Sabrían que tenía el pequeño mal, que tenía las ausencias?

Como ahora.

Estaba viendo al padre afeitándose. El espejo, quebrado en diagonal, que refleja dos rostros. La madre que pregunta. Que no pregunta.

– ¿Y eso?

– Tiene tiempo de crecer. De aquí a Pascua.

Sin barba, la figura del padre le resulta extraña. Parece otro. Un envés de lo que era. Se le ven en la cara, desvendados, todos los huesos del cuerpo.

Capítulo XV

La radio transmitía el Santo Rosario. A veces sonaba, cuando estaba encendida a esa hora del crepúsculo, pero la letanía no obtenía respuesta como ahora. No de las bocas. Si acaso en el batir intencional de los palillos de boj. Fins está releyendo un impreso que encabeza una dirección:

LA DIVINA PASTORA

INSTITUTO SOCIAL DE LA MARINA

Colegio de Huérfanos del Mar

Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)

¿Llaman a la puerta? Fins se revuelve, inquieto. Se levanta. Mira hacia el aparato de radio. Aquella lámpara del dial con la intensidad de la luz de un fanal alejado en alta mar. El temblor palpitante de la tela que cubría como piel el altavoz. El recuerdo de los dedos del padre pescando en las olas cortas, tensando la tanza del dial como un palangre. Está muy atento. Se gira hacia él, risueño: «¿Sabes qué dijo? Ninguno del Vietcong me llamó negro». Fins mira a su madre.

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