Acostumbrado a lo imprevisto y adiestrado para darle una respuesta. Aunque según la opinión de Lucho Malpica, Rumbo, Quique Rumbo, tenía días en que hacía tachuelas con los dientes. Bajó con curiosidad la ventanilla del coche.
– ¡Tiene que traer Los chicos con las chicas\ -se adelantó a decir Leda.
– ¡Qué belleza la muñeca, Nove Lúas! -exclamó él, en tono burlón-. ¿Cuánto quieres por ella?
– No está en venta -respondió Leda muy resuelta-. No tiene precio.
No era la primera vez que tanto Rumbo como Fins la habían oído expresarse con esa resolución de feriante que, en realidad, comienza así el trueque. Pero lo que hizo fue echar a andar de nuevo con súbita energía, tirando del maniquí y de Fins.
Rumbo atinó a gritar desde la ventanilla del coche:
– ¡Te equivocas! ¡Todo tiene un precio, nena!
En el crucero del Chafariz, tomó el camino en cuesta que llevaba al Ultramar. Fins abrigaba la esperanza de que finalmente lo vendería, después de repensar un precio. Para su sorpresa, Leda siguió adelante y torció a la izquierda, por la hondonada. Se paró un rato a respirar. Los dos estaban cansados. Pero con un cansancio diferente. La suya era una fatiga descontenta. Pesaba, la puta momia. Como un puto robot.
– ¿No estarás pensando en llevarla allí? -preguntó Fins.
– Sí.
– ¡No!
Leda sonrió decidida. Y volvió a cargar con la rígida belleza.
Sí.
En el interior de la Escuela de los Indianos, la Maniquí Ciega hacía pareja con el Esqueleto Manco. Lo llamaban esqueleto, aunque no lo era con exactitud. Se trataba más bien del Hombre Anatómico. Se podían distinguir los órganos y los músculos, de diferentes colores. Pero habían ido desapareciendo, empezando por el corazón, látex pintado de rojo, y los ojos de vidrio. En todo caso, allí estaba el hombrecito, con sus huesos. Fue entrar y ver el sitio. Uno llamaba al otro.
Y a ellos les dio por limpiar y explorar, cada uno por su lado, el suelo del mundo.
– ¿Dónde estás, Fins?
– En la Antártida. ¿Y tú?
– Yo estoy en la Polinesia.
– ¡Estás muy lejos!
– ¡Si quieres que me acerque, silba!
Fins no esperó mucho. Silbó.
Ella respondió con otro silbido. Y sabía hacerlo mejor y con más fuerza que él.
Se fueron acercando de esa forma. Pero ella iba con los ojos cerrados, sin decirlo. Notó en los pies un accidente. Se detuvo. Abrió los ojos y miró hacia abajo.
– ¡Estoy cerca del Everest! -exclamó-. ¿Tú dónde estás?
– En el Amazonas.
– ¡Ten cuidado!
– ¡Y tú también!
Los interrumpió un crujir de pasos en el tejado. Caía el polvo despacio, resbalando por la luz. Algunos murciélagos salieron de la zona de sombra volando con torpeza de sonámbulos.
La pareja miró hacia arriba. El ruido cesó. La lumbrera los enfocaba. Se despreocuparon.
– Estoy en… Irlanda -aseguró ella.
– Y yo en Cuba.
– Ahora tenemos que ir con mucho cuidado -dijo Leda-. Vamos a atravesar el Mar Tenebroso…
Se acercaban. Se encontraron. Se tocan. Palpan. Las manos son para palpar. Se abrazan. Cuando empiezan a besarse se escucha de nuevo, esta vez con más estrépito, el crujir del tejado.
Leda y Fins, medio cegados por el polvillo, vuelven a mirar hacia arriba. Por el cráter asoma el rostro de Brinco, que imita el ulular de la lechuza.
¡Uluuuuuuuuuuu, uluuuuuuuuuuuuuu!
El intruso escupió un gargajo que cayó al suelo, al lado de la pareja.
– ¡La isla del Puerco! -dijo Leda.
– ¡Se come todo! -gritó él. Y luego se enteraron de que se alejaba por la dirección de los crujidos.
– Es mejor irse. Éste es capaz de hundir el tejado.
Se interrumpió porque Leda lo miraba de frente y le sacudía con suavidad el polvo de los hombros.
– Tranquilo, no se hunde nada.
Nove Lúas recorre con los dedos el mapa del rostro de Fins Malpica.
– Ártico, Islandia, Galicia, Azores, Cabo Verde…
Ahora Fins está sentado en la mesa del maestro, a la derecha de donde se encuentran la Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. Juega a escribir. Pulsa las teclas que mueven un carro sin papel.
Nove Lúas tiene un libro en las manos. Lo ha abierto por abrir, pero ha ido pasando hoja a hoja y hace tiempo que está enfrascada en la lectura.
– ¿Qué lees?
– Tiene surcos de piojos.
– ¿Y le comieron las letras?
– ¡A ver, escribe!
– No sé. No tengo papel.
– Es igual, tonto. Escribe. Todo é silensio mudo…
– Será silencio.
– Pues aquí pone silensio. Por algo será.
El sacerdote subió al pulpito y, antes de hablar, tamborileó con el dedo en el micrófono, con cierta prevención y timidez, hasta que algunos rostros avisados asintieron risueños. Funcionaba. Y entonces don Marcelo dijo, más o menos, que sabíamos de sobra que Dios es eterno e infinito. Dura siempre y está en todas partes, no tiene límites. Por eso hay quien dice que inventó al ser humano para tener a alguien que se ocupase de las cosas menudas. Por así decir, alguien que utilizase el Sistema Métrico Decimal. Que se preocupase de los detalles. De cambiar las tejas rotas. De limpiar las alcantarillas. Y, en fin, de estar atento a la introducción de las novedades que nos hacen la vida más llevadera. Para estimular el espíritu hay que tener bien atendidas las cosas terrenales. Por ello es de justicia reconocer que este adelanto de la megafonía exterior que hoy estrenamos fue posible gracias a la donación de nuestro feligrés Tomás Brancana, conocido por todos como Mariscal, eso no lo dijo, claro, a quien debemos también otras mejoras en este templo de Santa María, como la reparación del viejo tejado. Algún día tanta generosidad será recompensada, etcétera, etcétera. Y Mariscal, que tenía a su derecha a su mujer Guadalupe, y a su izquierda al matrimonio formado por Rumbo y Sira, correspondió con una inclinación reverencial. Y don Marcelo, con esa seguridad progresiva que va dando el soporte de la técnica, tras el inicial nerviosismo, se fue animando a sí mismo al saber, al sentir, que su voz llenaba el templo y se extendía por todo el valle, y trepaba por las laderas de los montes, e iba a batirse con el mar en las rocas de Cons. E incluso los paganos, por no llamarlos de otra forma, por más que quisieran, no podrían poner puertas a ese vendaval del espíritu. Y al ganar en potencia y señorío, también notó que ganaba en calidad retórica, en elocuencia; el propio Mariscal, que algo de eso sabía, levantó admirado la cabeza, con las orejas enhiestas. El sacerdote decidió hablar, por eso, porque tocaba, del misterio de la Santísima Trinidad. En muchas de nuestras imágenes, dijo, el Ser Supremo aparece representado como un anciano venerable. Y todos reconocemos al Hijo en la figura del Crucificado. Pero luego está la persona más compleja. La tercera persona. El Espíritu Santo. ¿Cómo es la forma del Espíritu Santo?
Y ahí fue, de improviso, cuando saltó Belvís, moviendo los brazos como alas:
– ¡Soy yo! ¡Soy yo!
Estaba, el inocente, en el banco de los jóvenes. Justo al lado de Brinco. Andaban mucho juntos, porque éste, el del Ultramar, se divertía mucho con él. Y lo trataba bien. Se podía decir que le tuvo cariño. Siempre se lo tuvo. Tal vez por eso era el más risueño. Muchos se volvieron escandalizados, pero el sacerdote decidió ignorarlo. Era un día importante. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La megafonía funcionaba. Así que volvió a retomar el asunto por donde lo había dejado, preguntándose por la forma del Espíritu Santo.
Y Belvís, también a lo suyo. Movía los brazos con estilo volador, pero como una de esas aves zancudas que necesitan tomar carrerilla para arrancar:
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