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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

Todo es silencio: краткое содержание, описание и аннотация

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Fine!»

– ¡Dios! ¡No puede ser verdad!

– ¡Ahí es nada!

El arenal próximo está diseminado de naranjas arrastradas por el mar. Los dos jóvenes permanecen inmóviles. Injertados en la arena. Sintiendo la grama, las cosquillas de las hojas punzantes y las flores peludas del barrón. Maravillados. Hechos de viento.

Leda y Fins tardaron en oír el ruido de la maquinaria pesada. Iban a saltar ya el cantil de arena. Tocar el espejismo con las manos.

Desde lo alto de la duna, vieron el camión que avanzaba con dificultad por la pista de tierra. Se detuvo en la explanada del final del camino, en el espacio de extracción de los areneros. De la cabina del camión bajaron un hombre y un chico. Los conocían muy bien a los dos. El mayor era Rumbo, el que regenta el Ultramar. El otro, Brinco. En el remolque, tres personas más, Invernó, Chumbo y Chelín, que descargaban unas espuertas o seras para recoger la fruta.

Brinco hizo como si no los hubiese visto. Ellos se dieron cuenta de que hacía como si no los viese.

Era así, pensó Fins. Cuando andaba a lo suyo, andaba a lo suyo. Se cabreaba si lo entretenías. Se volvía invisible. Sordo. Mudo. Pero cuando reclamaba interés, atención, no había modo de escapar de él.

A las órdenes de Rumbo, la cuadrilla empezó a recoger las naranjas que arrastró el mar, procedentes de la escora de algún barco.

– ¡Mira, Víctor! El mar es una mina -dijo Rumbo-. Da de todo. ¡Y sin una palada de estiércol! No hay que abonarlo como a la puta tierra.

Leda saltó el cantil y fue hacia el grupo con andares decididos. A Fins siempre le parecía que sus pies se hundían en la arena más que los de ella. Ella no se hundía se impulsaba en la arena. Sobre todo cuando tenía un objetivo. Un destino.

– ¡Estas naranjas son mías! -gritó-. ¡Yo las vi primero!

Rumbo y sus acompañantes dejaron de trabajar. La miraban asombrados. Excepto Brinco. Brinco se volvió de espaldas. Alguna vez, cuando se enojaba con ellos, les decía: «¡Siempre andáis oliendo los pedos!». Pero ahora prefería no verlos.

La chica se encaró con el jefe.

– Usted sabe que es así. Los restos de un naufragio son para quien los encuentra.

Rumbo la miró de hito en hito, entre perplejo y divertido.

– ¿Y cuánto vale el cargamento, nena?

– ¡Mucho!

Leda midió con las manos toda su posesión de orilla. Aún emergían naranjas entre la espuma de las olas.

– Además, todavía no sé si las quiero vender.

Rumbo sacó del bolsillo una moneda.

– Toma. Por el trabajo de ver.

– ¿Y eso qué es? ¡Eso es una mierda, señor Rumbo! -dijo Leda.

El hombre sostenía la moneda con el índice y el pulgar y la puso a la altura de la vista orientándola hacia Leda con aire enigmático.

– Cierra los ojos.

Leda obedeció. Fins no sabía muy bien lo que estaba pasando. Rumbo tiró la moneda al aire y llamó la atención del resto.

– ¡Ahora veréis!

Rumbo se agachó. Dejó resbalar las manos despacio por las piernas desnudas de Leda, de la rodilla hacia abajo, agarró el pie derecho, descalzo, y lo colocó sobre la moneda. Los demás no le quitaban ojo. También Brinco, que había vuelto de lo invisible.

Rumbo susurró, abstraído en el experimento: «Ahora veréis, sí, ahora veréis lo que es la piel de una mujer». Luego en voz alta:

– ¡Dime, nena! ¿Cara o cruz?

Leda permaneció con los ojos cerrados. Sin dudar: «¡Cruz!».

Apartó el pie y descubrió la moneda. Era cruz. Se veía el águila imperial. Rumbo lanzó una rápida ojeada al envés, a la cara de Franco, allí donde pone «Caudillo de España por la Gracia de Dios».

– Acertó. ¡Es cruz!

La cuadrilla se rió. Rumbo sacó una cartera del bolsillo de atrás del pantalón y extendió un billete de cien pesetas, con la imagen de la bella Fuensanta pintada por Romero de Torres: «Toma. ¡Una morena! La más querida de España. Muchos la tienen metida en los colchones».

Luego se dirigió a los otros:

– ¿Habéis visto lo que es la piel de una mujer? ¡Incluso la piel del pie! Además, ésta nació sabida. Llegará a rica. Está escrito.

Leda se llevó el envés del dedo pulgar a la boca. Hizo una rápida señal de la cruz. Y escupió hacia el mar.

– ¡Pobre no pienso ser!

Capítulo VIII

Estar en lo oscuro y arañar oscuridad con una escoba de codeso. La linde de lo oscuro huele a acre. Éste es el trabajo. Rascar en la costra de la sombra. Se siente borracho y sucio por dentro. Poseído por una ebriedad pútrida. Pero tiene el instinto de gatear en la curvatura y arrojarse fuera por lo que parece una boca pulposa, que se abre y cierra para él. Se tumba en el suelo losado boca arriba. La respiración jadeante, al principio. Hasta sentir, dentro y fuera del cuerpo, un gozo como nunca antes había sentido. Ser el destinatario, por un momento, de toda la atención del cosmos.

Se levanta. Mira hacia la boca de su infierno. La gran cuba. Lleva aún en la mano, no la había soltado, la escobilla de codesos. Tiene los brazos y la cara teñidos, con un sudor que extiende la mugre. Viste ropa vieja, remendada, y manchada por el trabajo de limpieza. Se siente bien, incluso atraído de nuevo por la boca, por el recuerdo ahora placentero del mareo y la huida.

Había sido un día de mucho calor, de mediodía ardiente. En el patio del Ultramar pega aún el sol, pero el gran portalón, al fondo, enmarca un mar borroso por la calima, la desazón que se extiende en el litoral. Fins Malpica pestañea. Despierta del todo. Y gira deprisa hacia la boca de la otra grandísima cuba, semejante a la que él limpiaba.

– ¡Brinco! ¡Eh, Brinco! ¿Oyes? ¿Me oyes o no? ¡Víctor! ¡Brinco!

Ante el silencio del otro, decide meterse en el interior oscuro de la cuba. Con gran esfuerzo, trata de arrastrar a Víctor Rumbo. Lo agarra por los tobillos y luego lo sostiene en brazos con mucho trabajo hasta posarlo en el suelo, con cuidado de que no se golpee en la piedra. Está sin sentido. Malpica, alarmado, sin saber bien qué hacer, se pone de rodillas, intenta buscar el pulso, auscultar los latidos del corazón, ver vida en los ojos. Pero la mano cae floja, el pecho no respira y en los ojos parece que desapareció el iris. Duda, pero al fin se decide. Se dispone a hacer la respiración boca a boca. Sabe el modo. Es hijo de marinero y ha visto casos de gente a punto de ahogarse en los arenales de Brétema.

Con sus manos abre todo lo que puede la boca de Víctor. Toma aire. Se acerca para unir su boca a la del otro chico. El inconsciente dispone de pronto el morro, con exageración burlona, para un beso amoroso.

– ¡Mmmm!

Fins se da cuenta de la burla y se levanta con expresión enojada.

Brinco también se pone de pie y se echa a reír a carcajadas. Se parte de risa. Es una risa que parece no tener fin. Pero deja de reír, también de repente. Esto ocurre cuando siente un ruido de motor, vuelve la mirada y ve llegar aquel automóvil que sube la cuesta con una calma alevosa.

El coche, al fin, se detiene en la era, cerca de donde se encuentran los chicos. Del automóvil, un Mercedes Benz blanco, desciende Mariscal. Elegante, con su aspecto permanente de galán. Viste el traje blanco y lleva sombrero panamá. También los zapatos son de color blanco. Y las manos con guantes blancos, semejantes a los que se utilizan en las ceremonias de gala.

– ¿Qué tal en el infierno, chavales?

Brinco lo mira, se encoge de hombros, pero permanece mudo.

– Bien, tirando, señor -responde Fins.

– ¡Yo también estuve ahí dentro! -dijo Mariscal, dirigiéndose al otro chico-. ¡Mmmm! Cosa rara, pero siempre me susto este olor.

Sin acercarse del todo a las bocas, cuidando de no manchar la vestimenta inmaculada, parecía inspeccionar la profundidad abisal de las cubas.

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