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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Leda echó a correr por delante hasta alcanzar a Chelín. Ella sí imaginó adónde iban. En un pequeño trecho, el camino se ahondaba, entre setos de laurel, acebo y saúco, que se curvaban con una voluntad de bóveda. Y, al fin, se alzaba en una escalinata bien losada. En las esquinas de los peldaños, el musgo se esponjaba y tenía el cuerpo de un erizo acurrucado. De repente, en el otero, una casa que parece sostenida y apuntalada por la naturaleza. Una de esas ruinas que quieren desmoronarse, pero no lo consiguen, y a las que las hiedras que cubren los muros no las resquebrajan, sino que las vendan. Tras una malla de aliagas y zarzas, se abren dos huecos. La puerta, con tablas descoyuntadas. Y una ventana desconfiada, vigilante.

El edificio está tan tomado por la vegetación que la parte visible del tejado es un campo de dedaleras y en los aleros se entrelazan los tallos rugosos de las hiedras para combarse de espaldas hacia el vacío como gárgolas góticas. Sobre el dintel de la puerta, el follaje respeta el azulejo, tal vez por las formas vegetales esmaltadas, de estética modernista, que orlan las letras de la leyenda: Unión Americana de Hijos de Brétema, 1920.

Chelín estaba muy metido en su papel. Concentró los sentidos, los de dentro y los de fuera, a la manera en que le había enseñado el padre zahorí. Aquel a quien llamaban O Vedoiro. Había algo especial en el péndulo que sostenía. El peso magnético que colgaba de la cadena era una bala de fusil.

Al principio, no se movía. Pero, al poco rato, el péndulo empezó a girar despacio.

Leda riñó a los incrédulos; «¿Veis?»

– Lo hace él con el pulso -se burló Brinco-. ¡Eres un farsante, Chelín! A ver, déjame a mí.

Chelín lo ignoró. Porque sabía que Brinco era un bicho y porque él estaba de verdad a otra cosa. Concentrado en la tarea con los flujos, depósitos y corrientes. Echó a andar, avanzó hacia el hueco de la puerta, y el péndulo giró a más velocidad.

– ¡Venga, sin miedo! -dijo Leda con ardor, porque además sabía que Brinco no las tenía todas consigo. Él, tan osado, siempre ponía pegas ante la Escuela de los Indianos. Siempre advertía que era un peligro, un lugar a punto de derrumbarse. Un sitio maldito.

El interior de la Escuela de los Indianos estaba en gran parte sombrío, pero había un cráter en el tejado por el que entraba un amplio foco de luz. Una claraboya accidental que se había abierto con un derrumbe casi circular de las tejas. Además, había en la techumbre una trama de agujeros y grietas que proyectaban en la penumbra un grafismo luminoso. Era tanto el espesor del aire, que se notaba el esfuerzo en el descenso de los trazos de luz. Pero ese abrirse paso no sólo era importante para los intrusos, sino para el propio lugar. Porque lo que iluminaba el gran foco de luz y, por partes, las finas linternas, era el gran mapa en relieve del mundo que ocupaba el suelo. Un mapamundi labrado en madera noble. En su tiempo, había sido tratado, barnizado, muy bien pintado, no con la idea de eternidad, pero sí de que acompañase como suelo optimista, entre el tiempo y lo intemporal, el futuro de Brétema. En la escuela de la Unión Americana de Hijos de Brétema, construida con las donaciones de los emigrantes, había esa particularidad que copió alguna otra: cada alumno se sentaba en un punto del mapa. Y se movía a lo largo de los años, de tal forma que cuando terminase sus estudios primarios podría decir, sí, que era un ciudadano del mundo. Pero había otros detalles que hacían singular la llamada Escuela de los Indianos. Las máquinas de escribir y coser. La gran biblioteca. Las colecciones zoológica y entomológica. Todavía queda alguna pieza, el espectro de algún ave, no se sabe muy bien por qué respetada, como la grulla de largo cuello suspendido en la incredulidad, al lado del esqueleto desarmable y pedagógico, por cierto manco, pues alguien se llevó un brazo. En la pared frontal, descoloridos como pinturas rupestres, los grandes árboles de las Ciencias Naturales y de la Historia de las Civilizaciones. Descolorido también ahora el mapa en relieve del suelo por el que caminan los jóvenes intrusos, con Chelín y su péndulo delante, moviéndose por países y continentes, por mares e islas, pues todavía se distinguen algunos nombres geográficos, en parte corroídos por el tiempo y el abandono.

Chelín se detuvo. El péndulo giraba más que nunca. Los había llevado hacia un rincón penumbroso. Aun así podía distinguirse un gran bulto cubierto por una lona en buen estado, lo que creó más expectativa, pues los visitantes no tenían interés en las reliquias. Gran parte del mobiliario y de las colecciones había sufrido los efectos de un incendio, en un período también arcaico, fuera del tiempo, que los mayores llamaban La Guerra. Todavía quedaban algunos libros por estantes polvorientos, sujetos por telarañas. Era muy poco lo que se conservaba. Sólo algunos visitantes furtivos entraban y rebuscaban a veces en lo podrido, en lo roído, en lo abatido. Cada año, sí, aumentaba el pueblo de murciélagos colgado de los ganchos de la sombra.

Nadie se atrevía. El propio Chelín detuvo la bala del péndulo y decidió levantar la lona por un extremo. Y el descubrimiento los dejó aturdidos. ¿Y esto qué es? La hostia. Dios bendito. Joder. Etcétera. Era un cargamento de cajas de botellas de güisqui. Pero no un cargamento cualquiera. Los muchachos miraron fascinados la imagen del incansable andarín Johnnie Walker.

– ¡Bule, bule!

Leda se adelantó y consiguió extraer una botella. La mostró maravillada, se volvió a Chelín y proclamó una reparación histórica.

– ¡Éste sí que es un tesoro, Chelín!

Fins lo señaló triunfal.

– ¡Nada de Chelín! A partir de ahora, Johnnie. ¡Johnnie Walker!

Un tiro de escopeta retumbó de repente en el interior de la vieja escuela como si descargase percutida por la última exclamación. El estruendo. Las esquirlas de teja. El vuelo atolondrado de los murciélagos. Los ojos desorbitados del joven zahorí. Todo parecía salir de la boca humeante del arma. Leda, asustada, soltó la botella con la etiqueta del andarín, que se hizo añicos en el suelo, en una parte todavía azulada y blanquecina en la que se leía el nombre labrado de Océano Adámico.

De la oscuridad surgieron dos figuras sin la menor intención de pasar inadvertidas, que se situaron bajo el foco de la accidental claraboya del tejado. Destacaba, al principio, un gigantón que portaba la escopeta. Pero enseguida se puso por delante, en un primer plano, un segundo hombre. Vestía traje blanco con sombrero panamá y se secó el sudor con un paño granate, sin quitarse los guantes blancos, de algodón.

Sabían quién era. Sabían que era inútil intentar marcharse en ese momento.

Fue él quien tomó posesión. El grandullón sacudió el polvo a una silla y se la ofreció. Cuando el jefe se puso a hablar lo hizo con una voz profunda, imperativa y familiar. Era Mariscal. «El Auténtico», como él mismo precisaría de tener que presentarse. El otro tipo, el armado, era su inseparable guardaespaldas Carburo. Nadie utilizaba esa palabra, la de guardaespaldas. El Vicario. Palo Mandado. El Matachín. Eso era. Había trabajado un tiempo de carnicero. Y él utilizaba ese dato en su historial, cuando era necesario, con una autoestima muy convincente.

– ¡Me cago en las llaves de la vida, Carburo! No pasa nada, chicos, no pasa nada… A este hombre le encanta la artillería. Se lo digo siempre: Carburo, tú primero pregunta. Y después, a fortiori. Es lo que pasa. Acaricias el gatillo y ya es el gatillo quien manda. Como dijo el filósofo, desde que se inventaron la pólvora y la patada en los huevos, se acabaron los hombres.

Mariscal se quedó pensativo, la mirada clavada en el suelo. El mapa en relieve, cincelado a conciencia. El trabajo que dio hacerlo, el trabajo que da recordar.

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