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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Leda lo miró de hito en hito, sin perder la sorna: «¡Claro! Por eso dicen que tu padre aúlla por la noche».

Le gustaría pelear con ella. Una vez lo hicieron, jugar a luchas. Los tres. Cada vez que la ve, vuelve a sentir su jadeo. La furia insurgente de su cuerpo. El loco latir del corazón inyectando un ardor de neón en los ojos. Está más bonita callada. Ella no sabe para qué sirve la boca. Para callar.

– ¡Tú sí que debes tener mucho cuidado con lo que aúllas, Nove Lúas!

– Algún día alguien te arrancará el alma del cuerpo -dijo ella. Cuando se encrespaba le salía aquel hablar de otro tiempo. Una voz con sombra.

– Tienes mucha lengua, pero a mí no me das miedo.

– ¡Te han de quitar uno a uno los gusanos de la cabeza!

Fins se levantó del ataúd, espabilado de repente, y se apresuró a cambiar de conversación: «Entonces ¿es verdad que vais a vender los ataúdes en la posada?».

– Allí se vende de todo -dijo Brinco-. Y tú a callar, que estás muerto.

Capítulo IV

La gran playa de Brétema tenía forma de media luna. En la parte sur se ubicaba el barrio marinero de San Telmo, que creció como injerto de la aldea que fue cuna de todo, A de Meus, con sus pequeñas casas de piedra y puertas y ventanas de pinturas navales. Si siguiésemos al sur, encontraríamos los antiguos saladeros y el último secadero de pulpo y congrio. Allí, al abrigo del viento de las Viudas, se conserva la rambla del primer puerto. Y después de las rocas de punta Balea, la ensenada del Corveiro. En el centro, el pueblo, del que se desgranaban nuevas construcciones, como las fichas de un dominó revuelto al azar. Entre San Telmo y Brétema, yendo por la carretera de la costa, y antes de llegar al puente de la Lavandeira da Noite, está el crucero del Chafariz. Desde allí sale un desvío, en cuesta, que lleva a un altozano donde se levanta el Ultramar, posada, bar, tienda y bodega, con su anexo de salón de baile y cinema París-Brétema.

El extremo norte, con la linde natural del río Mor y su juncal, permanecía aún virgen. Era una zona de dunas, las más antiguas con abundante vegetación a sotavento, donde predominaba la paciencia verde azulada del cardo marino. La primera línea de médanos rompía en escarpa, allí donde batía la vanguardia de la tempestad. En la cumbre de estas dunas, ceñidos con la cabellera de las gramas, se alzaban en cresta, a contraviento, los tallos punzantes del barrón. Más al norte, protegida por una coraza natural de rocas, había otra playa de apariencia más secreta. Pero quien siguiese la pista, después de un pinar en la retaguardia de dunas grises y muertas, se hallaría con el portón blasonado y con los muros del pazo de Romance.

Así que lo que hacían los de las furgonetas era quedarse antes, en el extremo de la media luna, donde ni siquiera en verano, a excepción de los festivos, había muchos bañistas. La mayoría de los veraneantes no pasaban del juncal. Pero éstos, los de las furgonetas, no eran veraneantes. Eran otra cosa. Había algunos que llegaban en otra época del año. Como estos dos, esta pareja. Dejaron la furgoneta en un rincón al final de la pista que sirve de aparcamiento, allí donde comienzan las dunas. Es una Volkswagen, acondicionada como caravana. El vehículo tiene pintados los colores del arco iris y lleva cortinas en las ventanillas.

Leda no dijo nada. Ella solía hacer las cosas así, por libre y a la chita callando. Fins y Brinco lo que hicieron fue ir detrás. Treparon por la pendiente interior de una duna hasta que asomaron al escenario del mar. Podían ver sin ser vistos, ocultos por la melena de las gramíneas. Allí está, la pareja. Más que nadar, juegan con los cuerpos, a alejarse y a reencontrarse. Entre olas, en remolinos espumosos, procurando no perder pie. Por fin, el hombre y la mujer salen del mar. Van de la mano y corren riéndose por la arena en dirección a las dunas. Los dos son altos y esbeltos. Ella tiene una larga cabellera rubia. Es un día luminoso, con una luz nueva, de primavera, que centellea en el mar. A los espías, lo que ven les parece un hipnótico espejismo.

– ¡Son hippies! -dijo Brinco con cierto desprecio-. Lo oí en el Ultramar.

Y Leda susurró: «Pues a mí me parecen holandeses o así».

– ¡Sssssh!

Entre risas, Fins los mandó callar. La pareja, al buscar lo recóndito, se acercó más a los mirones. Los amantes se acariciaban con los cuerpos, pero también con el flujo y reflujo de alientos y palabras.

Ohouijet'aimejet'aimeaussibeaucouptuestplusbellequelesoleil tu m 'embrases

Ohouioucefeudetapeautuvienstuvienstumetues tu me fais du bien

El acelerado placer de los cuerpos en la arena, aquella violencia gozosa, el retumbe del susurrar, puso nerviosos a los vigías. Fins se agachó y se recostó en la trasduna y los otros dos lo imitaron.

– Es francés -aseguró Fins, colorado, en voz muy baja.

– ¡Qué más da! -dijo Brinco-. Se entiende todo.

Fue Leda quien se decidió a mirar por última vez. Y lo que vio fue el torso de la mujer, que estaba encima del hombre, a horcajadas, en cópula, y que levantaba la cabeza hacia el cielo y paraba todo el viento, y tensaba el cuerpo, y ocupaba el horizonte, todo lo que la mirada centinela podía abarcar. En lo más alto, la mujer cerró los ojos y ella también.

Y luego Leda se dejó caer rodando adrede. Y Fins y Brinco no tuvieron más remedio que seguirla.

– Si fuesen hippies, hablarían en hippy -dijo Leda.

Ya habían pasado el puente de la Xunqueira, pero todavía estaban inquietos. Aún no habían posado los cuerpos en los cuerpos. De vez en cuando, las bocas soltaban un soplido. No hablaban de lo que habían visto, sino de lo que habían oído sin entender.

Los otros dos se echaron a reír. Y a ella le pareció mal.

– ¡Era en broma!

– No, lo has dicho en serio -dijo Brinco para hacerla rabiar. Y volvió con el chiste-. ¡Los hippies hablan hippy!

– ¡Sois idiotas! Os falta un hervor. -No te enfades -dijo Fins-. No pasa nada. -¡Y tú vete a la mierda, a escribir en el agua! -le gritó Leda-. Eres como él.

Capítulo V

Caminaron cabizbajos por la orilla de la carretera de la costa. Los dos chicos llevaban las manos en los bolsillos y miraban el pisar descalzo de Leda sobre la grava. Ella iba jugando con las chinelas, haciéndolas girar con las manos como dos grandes libélulas.

A la altura del crucero del Chafariz, y al otro lado de la cuesta que lleva al Ultramar, subido a una roca, vieron a otro muchacho. Algo más joven. Los llamaba a gritos y movía y agitaba el brazo a la manera del banderín que reclama una urgencia.

– ¡Es Chelín! -dijo Leda-. Seguro que encontró algo.

Brinco no puede evitar la sorna cada vez que ve a Chelín: «Algo encontraría. Anda todo el puto día con el chirimbolo ese».

– A veces funciona, ¿verdad, Leda? -dijo Fins, conciliador.

– A éste, sí. ¡Pero por pelma! -protestó Brinco.

Leda los miró a los dos como quien reprocha una gran ignorancia: «Su padre ya descubría manantiales. Era vidente. Un zahorí. Todos los pozos de por aquí los señaló él, con las varas o con el péndulo. Hay gente así, que ve en lo oculto. Con poderes magnéticos». Aprendía en el río y el mar, lavando la ropa y mariscando. Su hablar tenía un burbujeo que la hacía visible. Una sobrecarga que la defendía. Y Leda todavía murmuró con lo que le quedaba de arranque: «Y hay gente que es todo humo. Que ni mata ni espanta. Que no ata ni desata. Y que anda por el agua sin verla».

– Amén -soltó Brinco.

– Será por eso que es un buen portero al fútbol -cortó Fins-. El poder oculto.

– ¡Será! Pero ¿adónde coño nos lleva? -gritó Brinco para que el guía oyese.

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