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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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El marinero se sentó a la mesa, al lado del hijo. Pensativo.

– Una vez naufragó un barco ruso. Los marineros vestían chaquetones de cuero. Cuero negro. Buenos chaquetones…

– No, padre. No hablo de hombres. Fíjese lo que dice aquí: «Estos cefalópodos son unos animales muy feos. Si se mira dentro de los ojos del argonauta, se ve que los tienen vacíos».

Fins levantó la cabeza del libro y miró a su padre. La expresión de Malpica era la de una gran extrañeza. Estaba repasando todos los seres conocidos de su mar. Pensaba en la doncella, que unos años era macho y otros hembra. Pensaba… Pero no, nunca había mirado dentro de los ojos vacíos del argonauta.

– Este libro vino de la Escuela de los Indianos -dijo Malpica.

Se había servido un vaso de clarete. Lo bebió de un trago.

– ¿Por qué la llamaban así? ¿Escuela de los Indianos?

La mueca de Lucho. La sonrisa. Siempre aprovechó esa oportunidad. Fins sabía lo que iba a decir, la broma acostumbrada, porque íbamos a hacer el indio, éramos como apaches, etcétera. Pero esta vez, en el molde de la sonrisa, le sale un rictus dolorido. Una de esas derivas que la memoria introduce en la tracción muscular.

– Muchos de aquí, muchísimos, se fueron a América. La mayor parte canteros, carpinteros, albañiles, jornaleros… Y marineros, claro. Cuando ganaron algo de plata, lo primero que hicieron fue comprar un traje para ir al baile. Y lo segundo, juntarse para hacer una escuela. Y la hicieron. Lo mismo en muchos lugares de Galicia. Para ellos era la Escuela Moderna. Pero después de la guerra, cuando se abandonó, fue quedando ese otro nombre. El de la Escuela de los Indianos.

Miró a Amparo, que estaba clavando despacio los alfileres en el cartón.

– Y no era una escuela cualquiera. ¡La mejor escuela! Lo que ellos querían. Racionalista, decían. Enviaron máquinas de escribir, de coser, globos terráqueos, microscopios, barómetros… Incluso mandaron un esqueleto para que supiésemos el nombre de los huesos. Se hicieron muchas, pero en ésta había algo especial. Esa idea extraordinaria de que el suelo fuese el mundo. Y lo hicieron con madera noble. Armaron ese suelo los mejores carpinteros y tallistas. Cada cierto tiempo, te sentabas en un país diferente.

Se calló un momento. Hacía el inventario. En esa composición, la del pensador, apoyaba con tanta presión y tan en horizontal la cabeza que parecía estar tapando una fuga en la sien.

– Eso fue lo que quedó, más o menos. El suelo y el esqueleto.

Se levantó y con el dedo índice de la mano derecha fue señalando en la mano izquierda: «Trapecio, trapezoide, grande, ganchudo…». Una palabra brincaba hacia otra. Lucho Malpica parecía ahora contento. Notaba en los labios el gozo del recuerdo por ser capaz de recordar. Ese sabor salado.

– ¿Sabes cuál es el hueso más importante de todos? No, no lo sabes.

Dio una palmada al hijo en la nuca.

– ¡El esfenoides!

Malpica formó luego un cuenco con las manos cicatrizadas y declamó como si sostuviese un cráneo humano: «Lo estoy oyendo, al maestro. ¡He ahí la clave, el esfenoides! El hueso con cadera en forma de cama turca y alas de murciélago que se abrió en silencio a lo largo de la historia para hacerle sitio a la enigmática organización del alma…».

Se miró las manos con extrañeza, el cuenco de elocuencia que hicieron. Luego exclamó, asombrado de sí mismo: «¡Hostias benditas!».

También los otros dos, madre e hijo, lo miraron con asombro. Era un hombre muy silencioso. Demasiado callado. En casa, había una conexión entre su rumiar y el batir de los palillos de boj. Para Fins, cuando tenía conciencia de él, era un sonido hiriente. Un castañeteo de dientes de la casa. Pero había estos momentos, cada vez más escasos, en que se transfiguraba. Y brotaban los pensamientos. Una sonrisa. Un pensamiento. Una mueca.

– ¿En qué partes del mundo se sentó usted, padre? -preguntó Fins con entusiasmo contagiado.

Lucho Malpica cambia de pronto de tono: «Mejor no andéis por allí».

– ¡Cualquier día se os cae el cielo encima! -insistió Amparo.

Malpica se acercó otra vez a la ventana a echar una ojeada al mar. Desde allí, el hombre que ya era otro habló al hijo con tono imperativo:

– ¡Oye, Fins! Tendrás que ir otra vez a limpiar las cubas.

– Ya es demasiado mayor para meterse en las cubas -dijo la madre, enojada-. Además… se marea.

– Más se marea en el mar -murmuró Lucho.

El padre se puso de rodillas, al lado del hogar, para avivar mejor el fuego. Detrás de él, el humo imitaba el paisaje de la ventana. También adoptaba la forma de nieblas y nubarrones.

– ¿Qué quieres, mujer? Me lo ha vuelto a pedir Rumbo. No puedo decirle que no.

– ¡Pues ya va siendo hora de que aprendas a decir que no!

Lucho ignoró a Amparo. Si ella supiese las veces que él dijo que no. Decidió hablarle al hijo y lo hizo con vehemencia: «¡Escucha, Fins! No le cuentes a nadie eso de las ausencias. Si cuentas eso, jamás tendrás un trabajo. ¿Entiendes? No lo cuentes nunca. ¡Nunca! ¡Ni a las paredes!».

Amparo retomó la labor y los palillos de boj resonaron de nuevo como la música interior y angustiada de la casa. Había ahora un hilo entre la mente de la encajera y el modo del repique. Y en la mente de Amparo, viendo lo que había visto, no había nuevos y viejos tiempos. Incluso a veces los nuevos tiempos parían los viejos. Por eso ella prefirió no dejar que el recuerdo brotase. Bastante hablaban ya las bocas de la sombra. Cuando ella era niña, quienes tenían temblores epilépticos, o prolongadas ausencias, acababan con fama de locos. Y un simple apodo podía llevar al manicomio.

Una tía abuela murió allí. En la época en que cada internado estaba marcado con un número tatuado en la piel. Hubo un tiempo en que había cazadores profesionales de locos. Iban por las aldeas remotas y los barrios pobres, en carromatos cerrados como jaulas, en busca de candidatos. La Iglesia había creado el hospital junto con las familias pudientes. Y la administración cobraba de las diputaciones por número de internos. Cuantos más locos, mejor.

Sí. Ella sabía de lo que hablaba. Por eso callaba. Y los dedos corrían cada vez más lejos.

Capítulo VII

Fins oyó la aldaba y supo quién llamaba. Fueron tres toques seguidos y uno más. La aldaba era una mano de metal. Una mano que encontró Malpica en la ría de Corcubión. Él decía que era del Liverpool, que naufragó en 1846. La limpió de herrumbre y la fue puliendo con mucho cuidado, «como una mano verdadera», dijo, hasta devolverle el brillo al metal. Según Malpica, la mano de la aldaba era el objeto más valioso de la casa. Y cuando volvía borracho de alguno de sus naufragios personales, acariciaba la mano, evitando golpearla.

Llamaron de nuevo. Tres toques y uno más. También la madre sabe de quién es ese morse. Amparo dejó de tejer y miró con desconfianza hacia la puerta.

Y él corrió a abrir. Era ella. Leda Hortas.

No le dio tiempo a hacer preguntas. Tiró de él con excitación. Primero, con los ojos. Luego tiró del brazo. Ni siquiera ella era consciente de la fuerza que podía llegar a tener.

– ¡Venga! ¡Corre!

Lo soltó y echó a correr descalza hacia la playa. Fins no tuvo tiempo de cerrar la puerta. Cuando oyó la voz de la madre, ya no quiso oírla. Sabía que se sentaría otra vez murmurando: «¡Nove Lúas!».

– ¿Adónde vamos, Leda? ¿Qué pasa?

Ella no se detiene. Las piernas, los pies morenos, el talón blanquecino, crecen con la carrera. Suben jadeantes la ladera de la mayor duna primaria, entre corredores de tormenta hasta llegar a la cima.

Ella está pletórica, los ojos muy abiertos: «¡Mira,

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