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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Levantó la mirada y se fijó en Leda.

– ¿Y esta chavea de dónde salió?

– De la madre que me parió -soltó Leda, sin poder reprimirse. Estaba furiosa con la pérdida del alijo.

Kyrie, eleison -dijo al fin Mariscal, asombrado por el descaro de la joven-. ¿Y quién es esa santa, si puede saberse?

– No es -respondió Leda-. Murió cuando yo nací.

Mariscal chascó la lengua y se ladeó un poco en el asiento. Ahora parecía inspeccionar la trama de luminarias en el techo. Le sonaba la historia. Mucho. La historia vuelve, pensó, y conviene apartarse para que pase de largo. Recordó a Adela, una de las empleadas de la conservera. Aquella conservera donde trabajaba Guadalupe. Él no paró hasta comprarla. Odiaba al dueño, al capataz, aquellos tacaños, explotadores, asquerosos, sobones. Que fueran a magrear a su puta madre. No quería vender, pero no le quedó más cojones. Y cuando la conservera fue suya, le dijo a Guadalupe: «Ahora van a comer y cantar lo que quieran». Pero eso fue una temporada. Acabó contratando al mismo capataz. ¿Adela? Le sonaba Adela, su belleza, su timidez, su resistencia, su súbita entrega, su inmensa tristeza en el altillo de la nave, después de que pasó lo que pasó. Se encerró en su casa. Nunca volvió al trabajo. Alguien convenció a Antonio Hortas, un marinero solitario y pobre, para que se casase con ella y le diera el apellido a la criatura. Y no hizo falta mucha insistencia para convencer a Antonio. Ni pagarle un duro. Porque Antonio Hortas quería a aquella mujer. Y si el asunto iba de cuernos, le daba igual, él tenía una buena lista de la cofradía de San Cornelio.

Dios cuida del Demonio, que es un pobre diablo. Dios nos dio mucho, pero todavía tiene más para dar.

– Mutatis mutandis -murmuró Mariscal evitando la mirada de la muchacha. Y luego fue recuperando el tono de voz-. Bien, tropa… Aquí no pasó nada. No habéis oído nada. No habéis visto nada. Os habent, et non loquentur. Tienen boca y no hablan. Si aprendéis esto, tenéis más de media vida ganada. Y el resto también es sencillo. Oculos habent, et non videbunt. Tienen ojos y no ven. Aures habent, et non audient. Tienen oídos y no oyen.

En la ruinosa Escuela de los Indianos, su voz resonaba fascinante, ronca y aterciopelada a la vez. Eran todo oídos y todo ojos.

Quedó callado. Medía el peso del hechizo. Luego añadió: «Manus habent, et non palpabunt. Tienen manos y no palpan. De esto no hagáis mucho caso. Las manos son para palpar y los pies para andar. Pero viene a cuento, cuando las cosas tienen dueño, como es el caso».

Escuchaban como escolares sorprendidos por una inesperada lección magistral. Allí tenían a un hombre que hacía la mejor representación posible de sí mismo y que, además, gozaba con ese papel. Mariscal carraspeó para afinar y se tocó los labios.

– En resumen, es fundamental saber para qué sirven los sentidos. ¿Para qué sirven los ojos? Para no ver. Está lo que no se puede ver, lo que no se puede oír, lo que no se puede decir. ¿Para qué es la boca? La boca es para callar. Eso es lo que tiene el latín. Que una cosa lleva a la otra.

Brinco había entendido muy bien lo que quería decir Mariscal. Pero sobre todo le gustaba la forma en la Que lo decía. Aquella seguridad invulnerable. Aquella forma de ejercer el mando de modo burlón, que te cautivaba quisieras o no. Una oscura simpatía. Sintió que le unía a él una inteligencia secreta. Una fuerza más poderosa que la de la rebeldía, pero que no conseguía someterla del todo. Mierda. Las tripas. Es lo que tiene el ruido de las tripas. Qué te parece que todos los demás lo oyen. Las tripas no se entendían con la cabeza. El muy cabrón, cómo le gusta hablar. Cómo le gusta oírse. La boca es para callarse.

Víctor Rumbo hace el gesto de irse. Se va.

– ¡Eh, tente ahí, Brinco! Todavía no he terminado.

Se subió a la tarima y se acercó a la antigua mesa del maestro. Tal vez por la posición, elevó un poco más el tono de voz: «Tenéis que diferenciar la realidad de los sueños. ¡Eso es lo más primero!». Rió el intencionado desliz: «Bueno, lo primero es siempre lo más primero». Luego recompuso el gesto, la seriedad: «El día en que confundes esto estás perdido. Y hay que andar con mucho tiento, chicos. En este mundo hay mala gente, gente que por un Johnnie, por una mierda de una botella de matute, sería capaz de colgaros de un gancho de carnicero».

Mariscal giró la mirada hacia la pared donde se encontraba, descolorido, el Árbol de la Historia.

– La historia comenzó con un crimen -dijo de repente-. ¿Todavía no os lo han explicado?

Suspendió el parlamento. Parecía estar midiendo ahora el peso de todo lo dicho. Miraba el mapa del suelo caviloso y murmuró algo con cansancio.

– ¡Ya es suficiente lección por hoy!

El resplandor de un relámpago iluminó el Océano en el suelo de la Escuela de los Indianos. Lo esperaron, pero el trueno se demoró en retumbar, como si hiciese acopio de fuerzas para penetrar entero por el cráter del tejado.

– ¡Todos a casa! -ordenó Mariscal-. ¡Van a caer las vigas del cielo!

Capítulo VI

Lucho Malpica está afeitándose delante de un pequeño espejo, quebrado en diagonal, que cuelga del lado de la ventana orientada al mar. Tiene media cara cubierta con la espuma de jabón que afeita con la navaja. La mitad de las barbas del Cristo. De vez en cuando hace un alto y mira con gesto grave por la ventana, en busca de los signos del mar y el cielo.

– Parece que al fin se calma el gran cabrón.

En una almohada de tejer encaje de bolillos, y sobre el patrón de cartón picado, unas manos de mujer, las de Amparo, colocan alfileres con cabezas de distintos colores, que parecen componer un mapa inventado. Las manos se detienen un momento. También ellas están al acecho de la voz amargada de Malpica.

– ¿Cuánto tiempo llevo sin poder ir a pescar, Amparo?

– Un tiempo.

– ¿Cuánto?

– Un mes y tres días.

– Cuatro. Un mes y cuatro días.

Luego hizo una precisión de la que se arrepintió. Pero ya estaba dicho: «¿Sabes dónde está bien marcado? En el Libro del Debe del Ultramar. Allí están las cuentas de los temporales. Hay marineros que no salen de allí».

– ¡Pues que no vayan! -exclamó Amparo, enojada-. Que ahoguen las penas en casa.

– Algo hay que hacer. ¡Ojalá estuviera en la cárcel!

Amparo levanta la mirada y responde también con sorna a su marido.

– ¡Vaya, hombre! ¡Y yo en el hospital!

Sentado a la mesa, a Fins le parece que aquellas dos palabras, cárcel y hospital, se cruzan en el mantel y urden un extraño lugar con la cuadrícula roja y blanca del hule. Un espacio que pasan a ocupar y donde se retuercen los seres de los que habla el libro que está leyendo y que hasta ahora le eran desconocidos.

Las manos de Amparo reiniciaron la labor. Ahora se movían con mucha rapidez. Al manejar los palillos de boj, el choque de la madera provocaba una percusión musical que parecía a un tiempo marcar y seguir el ritmo del andar inquieto del hombre, con la tempestad en la cabeza.

– Así que yo en la cárcel y tú en el hospital. Qué ilusiones. ¡Esta vida es como para prenderle fuego!

Las manos de la mujer volvieron a detenerse.

– Estás amargándote, Malpica, antes tenías más paciencia. Y más humor.

El marinero hizo el gesto de cremallera en la boca. Parecía culpable de la desazón. Dibujó una sonrisa: «Antes lloraba con un ojo y reía con el otro».

Fins llevaba tiempo con la mente y la mirada divididas entre la estampa de los padres y el grabado de un viejo libro. Aprovechó entonces la súbita calma del hombre: «Padre, ¿usted vio alguna vez un argonauta?».

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