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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Los dedos del Cristo tenían matas de pelo, las uñas como lapas, y aun con las sandalias, se doblaban para sujetarse al suelo, como cuando se ceñían a la costra aristada de las peñas. Antes de la procesión, lo llamó aparte. «Vas al Ultramar y le dices a Rumbo que te dé una botella de agua bendita.» Y él sabía de sobra que no era agua de la pila santa. No, no iba a decirle nada a la madre. Ni falta que hacía que se enterase. Ya había hecho otras veces el trabajo de Cana. Así que salió pitando para ir y volver en un santiamén. Y por el camino decidió darle un tiento. Sólo un chupito. Sólo un chisguete. Si a todos les sentaba bien, algo tendría. A él también le venía de perlas ese día levantar la paletilla. Sintió que le ardían las entrañas, pero también el reverso de los ojos. Respiró a fondo. Cuando el aire fresco fue apagando aquel incendio de las entrañas, tapó y envolvió bien la botella en el papel de estraza y apeló a los pies para llegar antes de que el padre cargase con el Palo de la Santa Cruz.

En la procesión gritó todo contento:

– ¡Padre, padre!

Y la madre murmuró ahora: «Tampoco le llames padre cuando va con la cruz».

Qué bien lo hacía, qué voluntad ponía en aquella aflicción.

– ¡Qué Cristo, qué verosímil! -se oyó que decía el Desterrado al doctor Fonseca. En Brétema todo el mundo tenía un segundo nombre. Algo más que un apodo. Era como llevar dos rostros, dos identidades. O tres. Porque el Desterrado era también, a veces, el Cojo. Y ambos eran el maestro, Basilio Barbeito.

Lo hacía bien, Lucho Malpica. El rostro dolorido, pero digno, con la «distancia histórica», dijo el Desterrado, la mirada de quien sabe que los que ayer adulaban mañana serán quienes más nieguen. Incluso se tambaleaba al andar.

Llevaba un peso que pesaba. Alguno de los latigazos, por el entusiasmo teatral de los verdugos, acababa doliendo de verdad. Y luego, a trechos, aquel cántico de las mujeres: «¡Perdona a tu pueblo, Señor! ¡Perdona a tu pueblo, perdónalo, Señor! ¡No estés eternamente enojado!». El Desterrado hizo notar que la escenografía celeste ayudaba. Siempre había para esa estrofa un nubarrón a mano para eclipsar el sol.

– ¡Verosímil! Sólo falta que lo maten.

– ¡Y qué cántico más espantoso! -dijo el doctor Fonseca-. Un pueblo acoquinado, doliente de culpa, rogando una sonrisa a Dios. Una migaja de alegría.

– Sí. Pero no se fíe. Estas cosas del pueblo llevan siempre algo de retranca -dijo el Desterrado-. Fíjese que sólo cantan las mujeres.

El Ecce Homo miró de soslayo al hijo y guiñó el ojo izquierdo. Esa imagen le quedó al niño para siempre en la cabeza. Pero también aquella expresión admirativa del maestro. Qué verosímil. Intuía lo que significaba, aunque no del todo. Tenía que ver con la verdad, pero pensó que era algo superior a la verdad. Un punto por encima de lo verdadero. Se quedó con aquella palabra para definir aquello que más lo sorprendía, que lo maravillaba, que deseaba. Cuando por fin abrazó a Leda, cuando fue capaz de dar aquel paso y salir de las islas, y avanzar hacia ella, el cuerpo aquel que venía del Mar Tenebroso, lo que pensó fue que no podía ser verdad. Tan bárbara, tan libre, tan verosímil.

Capítulo III

En el balanceo del ataúd, el espacio cerrado y oscuro, Fins sintió su propia respiración jadeante.

El espacio era un verdadero féretro flotando en el mar, muy cerca de la orilla donde rompen y espumean las olas. A modo de una gamela, estaba atado por un cabo sostenido por Brinco. Tiraba de él, atrayéndolo, y volvía a dejarlo ir aprovechando el reflujo de las aguas. A su lado, sobre la arena, había algunos ataúdes enteros y otros rotos, extraños botes moribundos, los forros rojos a la vista, restos perplejos de un naufragio del Más Allá.

El juego empezaba a angustiarlo. Para tranquilizarse, como hacía con otros ahogos, Fins trató de acompasar su respiración agitada al son y al ritmo del repique de las olas.

Contó diez inspiraciones. Empezó a gritar.

– ¡Brinco! ¡Brinco! ¡Sácame de aquí, cabrón!

Esperó. No sintió ninguna voz ni notó ningún movimiento especial que indicase que la llamada iba a ser atendida. A veces, se sorprendía hablando a solas. Pensó que era otra rareza suya, una derivación más del pequeño mal. Pero cuando uno encuentra una avería, procura inspeccionar hasta qué punto es común. Y había llegado a la conclusión de que todo el mundo hablaba solo. La madre. El padre. Las mariscadoras. Las pescaderas. Las recogedoras de algas. Las lavanderas. La lechera. El peón caminero. El ciego Birimbau. El cura. El Desterrado. El médico Fonseca, en sus paseos solitarios. El encargado del Ultramar, el padre de Brinco, cuando sacaba brillo a las copas. Mariscal, después de chocar el badajo de hielo en su vaso de güisqui. Leda, con los pies descalzos en el ribete de las olas. Sí, todo el mundo hablaba solo.

– Qué cabrón. Te voy a arrancar el alma del cuerpo. Los gusanos de la cabeza uno por uno.

Batió adrede con la frente en la tapa del ataúd. Volvió a gritar, esta vez al límite de sus fuerzas. Un socorro internacional.

– ¡Víctor, hijo de puta!

Se lo pensó mejor. Aún había otra posibilidad. Lo que más lo enfurecía.

– ¡Me cago en tu padre, Brinco!

Bueno. Si eso no surtía efecto de inmediato, habría que resignarse. Respiró profundamente. Soñó que venía Nove Lúas a echarle una mano. Y por la orilla, descalza, jugando a equilibrista con las chinelas en la mano, se acercó Leda. Llevaba en la cabeza, sobre un rebujo de trapos, una canasta de pesca, hecha de mimbre, llena de erizos de mar.

Al ver a la chica, Brinco tiró con fuerza del ataúd hacia la orilla.

– ¿Qué haces? Eso trae mala suerte.

Brinco se llevó el dedo índice a la boca para que callase. Leda dejó la cesta posada en la arena y se acercó intrigada al ver aquellos restos de muerte futurista arrojados a la playa.

– ¡Déjate de tonterías y ayúdame! -ordenó el muchacho.

Leda le hizo caso y también tiró de la cuerda hasta que el ataúd flotante quedó varado en la arena.

– Dentro hay un bicho asqueroso -aseguró Brinco burlón-. ¡Ven a ver!

Leda se acercó con curiosidad, pero también con desconfianza.

Brinco levantó la tapa del féretro. Fins permaneció inmóvil, la cara pálida, conteniendo el aire, amarrados los brazos al cuerpo por un cinturón muy apretado, con los ojos cerrados y la postura de un cuerpo difunto.

Leda lo miró con asombro, incapaz de hablar.

– ¿Resucitas o no, calamidad? -preguntó Brinco con sorna-. ¡Llegó la Virgen del Mar!

Fins abrió los ojos. Y se encontró con el rostro asombrado de Leda. Ella se puso de rodillas y lo miró con los ojos muy abiertos, con una humedad brillante, pero de pronto alegres. Lo que dijo fue una protesta:

– ¡Sois idiotas! ¡No se juega con la muerte!

Leda tocó con las yemas de los dedos los párpados de Fins.

– Jugar? Estaba muerto -dijo Brinco-. Tenías que haberlo visto. Se quedó pálido, tieso… ¡Joder, Fins! ¡Parecías un cadáver!

Leda exploraba a Fins, auscultándolo con la mirada, como si compartiese con ese cuerpo un secreto.

– No tiene nada. Sólo son… ausencias.

– ¿Ausencias?

– Sí, ausencias, ¡se llaman así! Ausencias. No es nada. Y no vayas largándolo por ahí…

La joven mira alrededor y enseguida cambia de tono: «¿Y esos ataúdes?».

– Ya tienen dueño.

– ¿No será tu padre?

– ¿Qué pasa? Fue el primero que los vio después del naufragio.

– ¡Qué casualidad! -exclamó Leda con ironía-. Siempre es el primero.

La expresión de Brinco se volvió dura: «Hay que estar despierto cuando los demás duermen».

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