– Mire, Lucía… ¿Puedo llamarla así? Sí, claro. Yo ya soy un higo paso, no soy un peligro para las mujeres -y al decir esto, guiñó un ojo a la periodista-. Aunque si algo me reanima, son las mujeres peligrosas. ¿Cómo se dice? El que tuvo retuvo. Eso no lo ponga, ¿eh?
Lucía levantó el bolígrafo del papel. Comenzaba a divertirse, y a citar más tranquila, dejándose llevar por la batuta del capo.
– Mire, Lucía, no voy a andar con rodeos. Los políticos son unos comemierdas, unos carroñeros. ¿Escribió eso? Pues no lo escriba. Esto sí: yo soy apolítico. Absolutamente apolítico. ¡Ab-so-lu-ta-men-te! Pero anote también esto: yo, Mariscal, estoy dispuesto a sacrificarme por Brétema.
Esperó a ver el efecto de sus palabras, pero la periodista tenía la mirada baja, la atención concentrada en su propia escritura.
– A sacrificarme, sí, y a luchar por la libertad.
Mariscal acompañó la contundente frase con una palmada en la mesa. Lucía Santiso, ahora sí, levantó la mirada, impulsada por la retórica del golpe. Se encontró con un Mariscal transfigurado. Muy serio, con los ojos destellantes.
– ¡Libertad! Tal vez usted piense que esa palabra no me gusta.
– ¿Por qué voy a pensarlo?
– Pues sí que me gusta. ¡Amo la libertad! Mucho más que esas sanguijuelas que chupan a su cuenta. Libertad, sí, para crear riqueza. Libertad para que nos dejen ganar la vida con nuestras propias manos. Como siempre hemos hecho.
El cigarro formaba ahora nubes bajas y por vez primera la periodista, decidida a vencer un tabú óptico, detuvo su mirada en las manos enguantadas de Mariscal.
Él fue consciente. Jamás decía nada sobre ese particular, pero decidió hacer una excepción con aquella joven que escuchaba y escribía con inteligente mansedumbre.
– ¿No me va a preguntar el porqué?
– ¿El porqué de qué?
– Por qué siempre llevo guantes.
£1 redactor jefe le había dado algunas informaciones e indicaciones sobre el personaje, pero hubo algo, una rareza, en la que hizo especial hincapié: «Va siempre con guantes blancos. De algodón. No se te ocurra preguntarle sobre los dichosos guantes. Hay mil versiones. Parece que se quemó las manos intentando rescatar el dinero que llevaba oculto en el motor de un camión. El cacharro se incendió. Llevaba emigrantes a Francia, escondidos en una cisterna. En 1959, más o menos. Se salvaron de milagro».
Lucía levantó el bolígrafo, en un gesto que quería transmitir confianza. Dijo:
– Hay un periodista en la Gazeta que es alérgico a tocar los pomos de las puertas, los auriculares de los teléfonos… Y las teclas de las máquinas de escribir.
– ¡Ése será el que mande! -dijo Mariscal, arrancando por fin una carcajada a la entrevistadora.
– No se preocupe. No hablaré de la vestimenta. Será suficiente con decir que viste como un gentleman.
– ¡Y dirá usted la verdad! Pero quiero que me pregunte usted por los dichosos guantes. Sé que hay rumores, disparates, burradas.
– ¿Por qué los lleva?
– Se lo voy a decir. La primera vez que lo cuento. Porque le juré a mi madre en su lecho de muerte que nunca más tocaría con la mano un vaso de alcohol. Y lo he cumplido. ¿Qué le parece? Una buena exclusiva, ¿eh?
Ella lo miró con asombro, aplicando el principio de suspensión de la incredulidad. Pensó que era el momento indicado para preguntar algo por lo que tenía interés no sólo profesional sino también personal.
– ¿Cómo empezó a levantar su fortuna, señor Mariscal?
– Básicamente, con la cultura.
– ¿Con la cultura?
– Pues sí. ¡Con la cultura! El cine, el salón de baile… Yo traje aquí a los grandes. A Juanito Valderrama, por ejemplo. ¡Cómo cantaba El emigrante! Todo el mundo llorando. Ahí es donde se demuestra lo que es un clásico. Ahora, de eso no se acuerda nadie, claro. Mi lema siempre fue el mismo que el de la Metro Goldwyn Mayer: Ars Gratia Artis. Hasta fuimos pioneros con las hamburguesas, mucho antes del McDonald's. Y eran mejores, claro. Nadie me regaló nada, señorita. Pero voy a contarle un secreto. Siempre, ¡siempre!, he creído en Brétema. Brétema es una obra interminable, en progreso. Ahora está de moda conservar el paisaje. Bien, bien. Pero ¿y qué comemos? ¿El paisaje?… ¿Anotó esto, lo de comer el paisaje?
– Es una buena metáfora.
– ¡De metáfora, nada! -exclamó Mariscal, que todavía no había salido de la congestión del enojo-. Ya le he dicho que soy apolítico. Hay dos clases de políticos. Los que andan mal de la azotea. Y los que andan por el agua preguntando dónde está el agua. ¡Yo no vengo a cantar villancicos!
La entrevistadora decidió introducir una cuestión complicada con el tono más suave posible.
– ¿Por qué candidatura se va a presentar, señor Mariscal?
– Se lo voy a decir. ¡Por la que gane!
Sí, entendía las ironías. Mariscal acompañó la sonrisa de la periodista con una placentera bocanada de humo del cigarro. También él estaba risueño: «Mire, mi único partido es Brétema. Me gusta nuestra forma de vida. La religión, la familia, la fiesta… Y si a alguien le molesta todo esto, pues que se joda».
– Pero en Brétema están ocurriendo cosas… extrañas. ¿Qué piensa del contrabando, señor Mariscal? Se dice que el narcotráfico está extendiendo aquí sus redes…
Mariscal se toma su tiempo, sin desamarrar la mirada de la joven. Era una hora silenciosa en el Ultramar, un silencio sólo interrumpido por el sonido pasajero de los proveedores. La furgoneta de la panadera. El camión de la cerveza. Y así. Pero ahora, en el Departamento Mental de Zumbidos Molestos, llegaba la voz de aquel periodista radiofónico que denunciaba el poder creciente de los narcos en Brétema. Otro Alí. Con alas de mariposa y picadura de abeja. ¡Plaf!
– ¿Redes? ¿Sabe que se pesca mucho más si llevas a una mujer jorobada al barco y orina en las redes? Sí, sí. Eso es realidad y lo otro, leyendas. Escríbalo, escríbalo. Eso es información. Mire, señorita. Yo no ando por ahí lamentándome: «Pero ¿qué pueblo de mierda es éste?». Que si somos el culo del mundo… Pues no. Velis nolis. A mí me gusta este lugar como es. Hasta las moscas me gustan. Fíjese si prosperamos que incluso tenemos una magnífica comisaría de policía. Y en el supuesto, ¡en la hipótesis!, de que hubiese contrabandistas, los contrabandistas serían gente honrada. Por lo menos los de Brétema. ¿A quién perjudican? ¿A Hacienda? Mire, señorita, si no hubiese paraguas, no habría bancos.
– No entiendo muy bien la analogía, señor Mariscal.
– Los bancos prestan los paraguas en el verano, como todo el mundo sabe, salvo los inocentes. Y cuando comienza a llover, los reclaman. Resulta que hay gente que hace unos paraguas macanudos por su cuenta. Y los bancos se interesan. Y Hacienda se interesa. A su manera, todo el mundo se interesa. ¿Entiende ahora?
– No me ha dicho nada del narcotráfico.
– ¿Anotó lo de los paraguas? Bien. Mire usted, si yo llego a alcalde, acabaré con las drogas. Y con los drogadictos. Quiero decir, pondré a los drogadictos a picar piedra. Se habla mucho del crimen organizado. Crimen organizado por aquí, crimen organizado por allá. También en su periódico se habla en los últimos tiempos de la presencia del «crimen organizado» en Brétema. Yo lo que digo es que en todas partes hay perros descalzos. Si el crimen está organizado, ¿por qué el Estado no se organiza mejor? A eso debemos contribuir todos. Ipso facto.
Por la puerta abatible del reservado del Ultramar asomó Víctor Rumbo. Mariscal miró de refilón y le hizo un gesto para que esperase. Luego se volvió para escudriñar el reptar caligráfico de la mano de la periodista. Iba a hacer un comentario sobre los dedos y la laca de uñas de Lucía Santiso, algo relacionado con los crustáceos, pero la lengua se detuvo en la única falta que tenía en la dentadura. Consultó el reloj.
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