Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Fins Malpica se levantó, abrió con llave uno de los archivos y puso encima de la mesa una carpeta. Contenía, protegidos con fundas de plástico transparente, muchos papeles manuscritos, algunos arrugados, rotos y reconstruidos.

– ¡La caligrafía del capo!

Malpica se mostraba radiante. La felicidad de un paleólogo ante una escritura arqueológica: «Él nunca llama. Nunca se deja ver en lugar impropio. Mide cada uno de sus pasos. Vive como un ermitaño. Pero aquí tenemos su mano dando órdenes. En estos garabatos está la mente retorcida del Viejo. Un tesoro para la grafología. ¡Por fin!».

Había venido para constatar una denuncia de corrupción en uno de los cuarteles de la Guardia Civil. El comandante Freiré estaba en lo cierto. Pero ahora, con las nuevas revelaciones, la expresión del teniente coronel Alisal era la de un hombre abrumado y desbordado.

– Pero ¿de qué cantidad de cocaína estamos hablando en realidad? Las estadísticas centrales dicen que los mantenemos a raya…

– Las estadísticas son la primera mentira. En este caso, el dicho acierta.

Malpica sentía que se acercaba más a la precisión cuando podía utilizar la ironía: «Tengo entendido que algunas de las estadísticas, por lo menos aquí, fueron corregidas a mano por el letrado predilecto de la organización. Por Óscar Mendoza».

Alisal lo escuchó apesadumbrado. Las miradas siguieron a Mará Doval cuando, después de abrir uno de los armarios metálicos, volvía con otro imprevisto en las manos. Era un tablero de ajedrez. Lo colocó encima de la mesa. Las piezas eran de tamaño desacostumbrado, por lo grandes, y de una cautivadora factura artística, en la que se imitaban figuras medievales. También eran singulares los colores. En rojo y blanco.

– ¡Vaya, qué maravilla! -exclamó Alisal-. Clavado al ajedrez de Lewis.

– Una magistral imitación -dijo la investigadora-. Para exquisitos. Claro que las figuras no son de colmillos de morsa. ¿Juega usted al ajedrez?

– Hay pocas cosas que me gusten más -dijo Alisal-. Incluso en solitario.

– Yo también. Sin piezas.

Mará Doval desenroscó un peón, con la forma de un obelisco.

– Aquí se piensa todavía que la cocaína es esto…

Vació el interior y sobre una de las cuadrículas cayeron unos gramos de polvo blanco. Hizo lo mismo con el alfil, la figura de un obispo, y el guerrero que hacía las veces de torre. Hasta llegar al rey y a la reina.

– Pero lo cierto es que es esto y esto y esto…

Levantó de repente el tablero y quedó al descubierto un doble fondo lleno de droga.

– ¡Y esto! Todo harina. ¡Harina!

– Estamos hablando de toneladas, señor -dijo Malpica-. De miles de kilos de cocaína en cada alijo. Y de miles de millones de beneficios. Perico, farlopa… Quieren hacer de esta costa la punta de desembarco para toda Europa. Tal vez ya lo es.

Y Mará Doval añadió:

– Comprarán las voluntades de la gente, el territorio… Comprarán todo. ¡Un auténtico capitalismo mágico!

Alisal, meditabundo, tenía la mirada fija en el ajedrez.

– Me preocupan mucho las instituciones. Una oruga es sólo una oruga. El problema es cuando el gusano pudre la manzana. Comisario, es hora de tener un informe contundente, definitivo. Ellos pueden hacerlo sin medias tintas. Y yo me comprometo a que se tome en serio donde debe tomarse.

– Ya hemos escrito alguna resma, señor -dijo Malpica.

– Esta vez no deje nada. Como si escribiese un ultimátum. Surtirá efecto. ¡Se lo juro!

Y el teniente coronel Alisal golpeó con el puño en la mesa: «Si es por mí, ¡temblará Babilonia!».

Capítulo XXXVI

En la zona próxima al faro de Cons, en una pequeña cala, entre las rocas, se encuentra tendido el cadáver de Guadalupe. Hay policías locales, guardias civiles y personal sanitario. Habían extraído un cuerpo del interior de un vehículo. Se había precipitado al mar como un plomo por aquel acantilado, de poca altura pero cortado a pico. Avisado, pronto llegó Mariscal. Dolorido. Un accidente. Un despiste. Una luz que la cegó. Llega el juez de guardia, que le da el pésame. Él tenía los ojos enrojecidos. Parecía más viejo que nunca. Le costaba hablar. A veces, murmullos de apariencia delirante. Las llaves de la vida. El buzón carmín, nao vou, nao vou, etcétera, etcétera.

– Como sabe todo el mundo -le dijo al juez-, llevábamos un tiempo separados. No fue por mi voluntad. Yo bien que lo sentí. Ella andaba con eso de la depresión…

Dejó la confidencia cuando se acercó el doctor de la Cruz Roja para dar una primera impresión al juez.

– Debió de ser muy temprano. A primera hora de la mañana. Calculamos que lleva unas seis horas muerta.

– ¿En qué condiciones está el cuerpo?

– No hay nada extraño, señor. Ni un rasguño. Todo indica que se trata de una muerte por sumersión.

Mariscal hablaba para sí y para todos.

– Le gustaba mucho caminar descalza por la orilla, sintiendo el cosquilleo del agua en los pies. No podía vivir sin ver un día el mar. Lo llevaba en las venas. Desde niña, ¿saben?, ¿a que no lo sabían?, trabajó ahí, en el arenal, mariscando, con el mar por la cintura. ¡Y ahora el mar la agarró!

– Lo siento, señor Brancana. Dadas las circunstancias, deberá hacerse una autopsia. Una autopsia forense.

Respiró por las ventanas de la nariz. Una enérgica y sonora toma de aire que le agitó toda la cara. Una autopsia forense. Vio de refilón a aquella tipa, la colega de Malpica, venga a fotografiar el cadáver como una posesa.

– ¡Por supuesto, señor juez! Aquí todo el mundo a cumplir con su deber.

Mónica, la empleada del salón Belissima, llega puntual a la hora de apertura. Es Guadalupe, la dueña, la que acostumbra abrir por la mañana el establecimiento. Y lo hace una hora antes. No suele haber clientes tan temprano, pero ella aprovecha para las «llamadas». Hace pedidos. Esas cosas.

Mónica vuelve a hacer sonar el timbre. Está extrañada. Consulta el reloj de pulsera. Intenta ver algo en el interior.

Nunca pasó esto. Si tiene algún problema, manda algún aviso.

Hoy, nada.

Se dispone a esperar. Media hora, por lo menos. A Guadalupe no le gusta que la llamen a casa. Pero si no llega, llamará. Saca del bolso de mano un paquete de tabaco rubio. Enciende un cigarrillo.

Conoce al hombre que cruza la calle. Un tipo muy robusto. Un gigante. Es Carburo. Gruñe un hola. Hola, nena. Hola.

– ¿Sabes una cosa? Guadalupe no va a venir.

– ¿No va a venir? ¿Hasta cuándo no va a venir?

– Hasta… No sé. No va a venir.

– No lo entiendo.

– Tú no tienes que entender nada. No está aquí. Se marchó. No volverá. Cerró la belleza esta. ¿Lo entiendes ahora?

Mónica consigue desenclavar una bocanada de aquel maldito humo.

Ve cómo Carburo saca un sobre del bolsillo de la cazadora, lo sacude en la palma de la mano, un gesto tan significativo como redundante, lo que se hace con un fajo de billetes.

– Toma. Es un mensaje para ti. Un mensaje muy valioso. Diez mil pavos… Oye, Mónica.

La moza mete como una autómata el sobre en el bolso. Está asustada.

– Mientras trabajaste aquí, tú no has visto nada, no has oído nada. No recuerdas nada. ¿A qué no?

No es capaz de hablar. Ni un monosílabo. Mueve la cabeza con pánico. No, no, no.

– Bien, pues ahora lo mejor es que tú también te vayas. Por ahí fuera, ¿entiendes?

– ¿Fuera? ¿Adónde?

– Fuera de aquí. Cuanto más lejos mejor. Y no esperes a mañana, ¿de acuerdo? Mañana es tarde.

Y al decirlo, la mirada de Carburo abarcó para ella el espacio todo, incluso el interior de la gente que pasaba por allí.

No, no lo podía creer. Que fuese ella la cantora, la entregadora. Tuvo que esperar veinticinco años como una gata muerta.

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