Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– ¿Anotó eso? Lo del crimen y el Estado…

– Sí, claro. Es una buena tesis.

– Pues ahora quiero que anote lo más importante.

En Mariscal se había producido una mutación. Por entero. En la expresión. En la voz. Y él reafirmó esa muda orgánica, total, poniéndose en pie.

– Claro que si la primera afirmación no es cierta, el resto tampoco. Modus tollendo tollens, que decían los antiguos. Negando niego. Y yo siempre bebo en los antiguos. Ahí no hay fallo. En Brétema no hay mafias, señorita. Ésa es una leyenda. Puede haber algo de matute. Como siempre. Como en todas partes. Más, nada.

Lo dijo en voz alta para que Brinco oyese bien. Que viese cómo controlaba la situación. Cómo llevaba las bridas de la conversación.

Punto final.

Certaminis finis.

«Es la primera entrevista que concedo», dijo después Mariscal. Se veía satisfecho con la experiencia. Trataba de tú a la periodista: «Y confío en que no será la última… Pon alguna crítica, ¡eh! La mejor forma de hundirlo a uno en la miseria es elevarlo a las alturas».

Se volvió hacia la puerta abatible. Allí estaba, oblicua, la mirada vigilante de Brinco.

– ¡Pasa, hijo!

Víctor Rumbo entró a la manera de quien va abriendo camino a una corriente de aire.

– Tu eres… ¿No eres tú?

– Yo soy Nadie -la interrumpió Brinco.

Lucía percibió la violencia contenida de aquella voz. Trató de resguardarse en la presencia de Mariscal.

– ¿Me permitiría una foto, señor? No sé qué le habrá pasado al fotógrafo. No apareció.

El Viejo miró de reojo a su joven capitán. Lo conocía bien. Notó marejada en la respiración, la estela de un encontronazo.

– Había un hombre ahí fuera -dijo Brinco, de repente-. Estaba fotografiando los coches. Y a mí no me gusta la gente que se dedica a fotografiar los coches de los demás.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Mariscal, incómodo con la situación-. ¿Lo mandaste al hospital por fotografiar los cacharros?

– No. Tendrá que comprar otra cámara. Eso es todo.

Mariscal miró a Lucía e hizo con los brazos un gesto de paciencia y disculpa. Accedió a fotografiarse. Una forma de reparar daños.

– ¡Adelante con esa foto! De un viejo galán se aprovecha todo.

El gerifalte colocó el sombrero, ajustó el ala y luego cruzó los brazos con estudio, dejando sobresalir como mascota, al lado del pañuelo de seda del bolsillo, la empuñadura metálica del bastón. Plata labrada con la cabeza de un faisán.

– Ese bastón es una joya, señor Mariscal.

– La plata es plata y la madera es de itín, nena. Cada vez más dura.

También su rostro se fue tallando, endureciendo, como quien presenta por instinto una resistencia a la sucesión de flashes.

– ¿Has terminado? Si sale bien, se agotará la tirada. Será un gran día para la Gazeta.

– ¿Y si sale mal? -preguntó Víctor Rumbo. Esta vez no sólo la miró a la cara. Lucía Santiso se sintió explorada por la mirada punzante de aquel a quien en confianza, lo sabía, llamaban Brinco y que ahora se dirigía a ella con descaro: «Si me esperas fuera un momento, te contaré quién es Nadie».

Ella dudó. Dijo: «Tengo mucho trabajo». E inmediatamente: «De acuerdo, esperaré».

Carburo baja de una furgoneta y se acerca a la vendedora de periódicos, en el quiosco de la plaza del Camelio Branco, en Brétema.

– La Gazeta -gruñe.

Es su forma de pedir. La vendedora está acostumbrada. Ella también fuerza el gesto a propósito. Pliega el ejemplar y se lo entrega con el ademán de quien vende algo a la persona inadecuada.

– No, no. ¡Me los llevo todos!

Ahora sí que lo mira con asombro. Pero también ella está acostumbrada a no preguntar, tratándose de asuntos del Ultramar. Le da todos los ejemplares. Al fin, se atreve:

– ¿Qué publican? ¿Tu esquela?

Carburo señala la portada, donde se ve la foto de Mariscal.

– Sale el Patrón.

El retrato ocupa un lugar central en la primera página. El sombrero y la vestimenta blanca le dan un aspecto de dandi, que se refuerza por el modo en que muestra el bastón, con la empuñadura de mascota.

– Ya lo había visto, hombre. ¡Bien plantado! -dice la mujer del quiosco, con suave ironía-. Bien se ve que es el que tiene la vara… ¿Por qué no llevas unas flores, Carburo? Sólo me quedan éstas por vender.

El gigante mira con desdén hacia las rosas. -No. ¡No tengo hambre!

Tiene su gracia, pensó la quiosquera. Sólo cuando se imita a sí mismo.

Capítulo XXXIV

– El Viejo está arrepentido.

Víctor Rumbo se levantó del peñasco en el que estaban sentados, al pie del faro de Cons, cerca de las cruces de los marineros muertos, y tiró un guijarro plano al agua. Se volvió y miró de frente a Fins:

– Arrepentido de ser bueno contigo.

– ¿Qué pensaba? ¿Que iba a comprarle dinamita?

– ¿Ves como eres un fanático? Tiene razón el Viejo. ¿Qué trabajo te cuesta ser más amable? Más… honesto.

– ¿Honesto? ¿De qué hablas?

– Sí. Poner un precio. Eso es lo honesto.

– ¿Y tu precio? Ayúdame. Sal de la telaraña cuanto antes. Esto no va a durar siempre, Brinco. Esto va a estallar.

– Tú eres tonto. No me devuelvas la oferta. Yo no voy a ser un chivato. Un delator. ¿Sabes por qué? Por una simple razón. Porque hay más pasta de este lado. El Viejo dijo: Ve y habla con él, todavía no estoy seguro de si es tonto del todo o no. Y yo le pregunté: ¿Cómo puedo saberlo, Mariscal? Y él dijo: Si quema el dinero, es que es tonto. ¿Qué dan por un poli muerto, Fins? Tal vez una medalla. Y unas líneas de pésame en el periódico.

– A veces, ni eso.

– ¿Quieres medallas? Te compramos medallas. ¿Quieres prensa? Mejor salir de vivo que de muerto.

– Sí, siempre estás un poco más animado.

Rieron juntos por vez primera, después de tanto tiempo.

– Y podrías dedicarte a la fotografía artística.

Mientras hacía su proposición, Víctor Rumbo sacaba unas fotos del bolsillo interior de la cazadora. Le alargó una a Malpica.

– Verás que tenemos gente de confianza en todas partes. Esta me la hiciste en el campo de aviación de Porto, con Mendoza. Fue un viaje interesante, como sabrás.

– Sí, algo sé -dijo Fins, sobreponiéndose al impacto. Sin más ceremonial, extendió la mano para que Víctor le pasase otra imagen. El otro jugó con la segunda foto. Dibujó con ella en el aire el movimiento en arco de una aeronave.

– Esta no la hiciste tú.

Malpica escudriña en todos los rincones del papel fotográfico. Trata de descubrir si es un montaje. Está asombrado. Y asustado. Se ve a Brinco con el capo colombiano Pablo Escobar. Muy risueños.

– Sí, sí… ¡Mírala bien! No, no estás alucinando, Malpica. Con Pablo Escobar, en la hacienda Nápoles, entre Medellín y Bogotá. Tenías que ver el zoo. Elefantes, hipopótamos, jirafas, lagunas con cisnes de cuello negro… Pero a él lo que más le gustan son los coches. Ese día estaba como loco. Le habían traído uno de los coches que conducía James Bond, el agente 007, en el cine. Un regalo de su mujer. También me enseñó el coche que había pertenecido a Bonnie and Clyde… No, no le busques el truco. Auténtica. Foto histórica, ¿eh?

Alarga la mano y Malpica se la devuelve en silencio.

– ¿Cuánto piensas que vale?… ¿O cuánto valía?

Brinco sacó un mechero y prendió fuego a la foto. La dejó arder hasta que la última llama se apagó en la pinza de sus dedos. Después, pasó una tercera y última fotografía a Fins.

– ¡Esta sí que es lo máximo! Mi preferida. Una obra de arte.

Una de las fotografías tomadas por Fins desde la dársena. En ella se ve a Leda en la ventana de espía, con expresión de goce, los ojos cerrados, la boca entreabierta, y a Víctor abrazándola por detrás.

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