Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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Todo se aprovecha. Había sido una buena escuela. Por vez primera, con claridad, sintió en las yemas de los dedos la sensación de ser capaz de mover hilos decisivos.

– Es hora de que el rey suba a la colina y mueva las piezas sin exponerse a la batalla. Sí, es el momento -dijo el abogado, preparando con la dinamo de las manos un cierre que redondease el conciliábulo y que lo aupase en los hombros de Mariscal-. Como decían los antiguos, ¡Hic Rhodus, hic salta! Sí, señores. ¡Aquí está Rodas, y aquí es donde hay que saltar!

Mariscal se sintió homenajeado y asintió meditativo. La cabeza tenía que aguantar el peso de la corona. Y se ayudaba apoyándose en la sien.

– Aquí hay un nivel -dijo al fin-. ¡Así da gusto trabajar con la gente!

Macro Gamboa había permanecido en silencio. Con las manos en la entrepierna. Había trabajado durante mucho tiempo como «transportista», por mar y por tierra, y había pasado por méritos propios a la condición de «empresario». Ni una sola vez había mirado el paisaje. Parecía interesado en los zapatos del resto. En los movimientos oscilantes.

Su voz ronca tardó algo en salir de la boca inhóspita:

– ¿De qué cono estamos hablando?

Capítulo XXXI

Óscar Mendoza tenía en la mesa de su escritorio, a su derecha, una gran esfera terrestre. El abogado está de pie, observándola y haciéndola girar. Tiene, sentado enfrente, a Víctor Rumbo.

– Te has quedado mudo. ¿Qué piensas?

– Tengo una opinión, pero aún no me ha llegado a la cabeza.

El abogado sonríe. Reconoce el chiste. Es uno de sus habituales, referidos a los gallegos. Mendoza cree que va a tener que modular esa costumbre. La de contar chistes de gallegos. Los gallegos le ríen los chistes, sí. Pero rumian las palabras en un rincón, como hacen las vacas con la hierba. No, eso no va a decirlo en voz alta. Este Víctor, además, tiene su genio. El alias de Brinco le va bien. Es un arrebatado, embiste. Si le cortasen los brazos, remaría con los dientes. Mejor así. Sin curvas, sin indirectas, sin vueltas. Aborrecía ese eterno baile de contrapié. Un tipo decidido. Su ambición es franca. En definitiva, mucho más lobo que zorro. Se entienden bien. Y se entenderán mejor en el futuro.

– Ese Brinco está loco -le dijo un día a Mariscal por Víctor Rumbo. Y era cierto que había cometido una locura, una temeridad con un desembarco en pleno día. Pero lo que el abogado quería era saber lo que de verdad pensaba el Viejo. Así le decían y a él no le disgustaba. De modo que, ante el silencio de Mariscal, repitió la pregunta de otra forma: «Para hacer lo que hizo él hay que estar muy loco. A este paso no me será fácil defenderlo».

– ¿Quemó el dinero? -preguntó de pronto Mariscal.

– ¿Cómo iba a quemar el dinero? -respondió Mendoza desconcertado.

– Pues si no quema el dinero, no está loco.

Y ahí dio por finalizada la inspección mental de Brinco. Ese que ahora tiene delante Mendoza. Ese loco que no quema el dinero y que va a ser su verdadero satélite. Su brazo.

– Eso sí. Se acabó la leyenda del piloto más rápido del Atlántico. Ahora eres un patrón. Tendrás que cuidar mucho el espinazo.

El abogado empuja con el índice la esfera y la hace girar, esta vez con más lentitud.

– ¡Nos espera un largo viaje! Pero antes deberías ir a ver al Viejo, Víctor.

– ¡Lo veo todos los días! -respondió sombrío-. Es mi fantasma preferido.

– Para él eres como un hijo…

Ahora es Brinco quien se acerca a la esfera y la empuja con fuerza.

– ¿Cómo que un hijo? Si voy a ser tu jefe, no me hables como un lameculos de las telenovelas.

– Si al cliente no le gusta el discurso, hay que ofrecerle otro.

Mendoza empuja la esfera en sentido contrario y parece que desliza la voz sobre ella.

– Confucio fue de viaje y lo informaron: «En este reino impera la virtud: si el padre roba, el hijo lo denuncia; y si el hijo roba, lo denuncia el padre». Y Confucio respondió: «En mi reino también impera la virtud, pues el hijo encubre al padre y el padre encubre al hijo».

En este momento, a Mendoza le hubiera gustado que fuese Mariscal quien estuviese delante. Soltaría algún latinajo, agradecido por la elevación del lenguaje.

– Vale, Confucio -dijo Brinco, antes de cerrar la puerta con demasiada fuerza. Como hacía con las de los coches. Eso que a él lo ponía tan nervioso.

Capítulo XXXII

Fins Malpica conduce un vehículo sin identificación oficial por la carretera de la costa. Viaja acompañado por el teniente coronel Humberto Alisal, de la Guardia Civil, recién llegado de Madrid, que viste de paisano. Van en dirección al cuartel de Brétema. Se trata de una visita de inspección, sin previo aviso.

– ¿De dónde es usted, inspector?

– He nacido aquí, señor. Muy cerca. Una aldea de pescadores de Brétema. A de Meus.

– ¿Y sus padres viven aquí?

– Mi padre murió hace tiempo. En el mar…

– Lo siento.

– Le explotó un cartucho de dinamita en las manos.

Cuando daba este dato, y procuraba hacerlo cuanto antes, Fins sabía que se produciría un momento infinito, el que va entre el tic y el tac del reloj. El escape.

«¡Vaya!»

Caía un fino orvallo. Fins dejó que el limpiaparabrisas hiciese dos o tres paréntesis. Luego amplió la información: «Mi madre vive. Tiene problemas de memoria. Mejor dicho, de olvido».

«El Alzheimer es terrible -dijo el teniente coronel Alisal-. Mi madre también lo sufrió. ¡Me confundía con el hombre del tiempo! Lanzaba besos con la mano cuando salía el hombre del tiempo en la televisión…». Hizo el ademán contenido de quien lanza un beso desde la palma de la mano. «No sé de dónde le vendría la asociación.»

«Tal vez entre el puntero y la vara de mando», sugirió Fins.

Humberto Alisal se rió y negó: «No, a mí nunca me vio con vara de mando».

Malpica iba a comentar algo sobre el lenguaje corporal, pero ya se estaban acercando a su destino. Redujo la velocidad. El limpia resbalaba con pereza. Desde el aparcamiento donde se detuvieron, se podía oír el hoy manso balanceo del mar, cubierto por las ráfagas del agua vagabunda.

En el aparcamiento, situado frente al cuartel de la Guardia Civil, había una mayoría de vehículos nuevos de alta gama. Al ser una zona de aparcamiento restringido, hacía que destacase todavía más el agrupamiento de coches de lujo. Y el contraste entre el que acababa de aparcar, el Citroën Diane de Fins Malpica, y el resto de los coches era semejante al de una gamela en un pantalán de yates.

Una vez fuera del vehículo, seguido de Fins, el teniente coronel Humberto Alisal parecía pasar revista a las impresionantes berlinas. La suya era una inspección silenciosa que no disimulaba el malestar. El andar lento, el examen minucioso de los detalles en los bajos de los coches, empezando por el número de las matrículas, que indicaba el estreno reciente.

– ¡Esto es una vergüenza!

Malpica se había llevado una gran sorpresa cuando el comisario Carro lo llamó al despacho para informarlo de la visita de Alisal y de su interés en que lo acompañase. Desde que, investigando otro hilo, se encontró con las «truchas en la leche», él había estado en contacto con el comandante Freiré, de la Guardia Civil. Uno de esos tipos en los que confiar, con el que iría al corazón de la oscuridad. Freiré estuvo en el lugar, de incógnito. Y fue él quien transmitió la información a sus superiores.

– Me dolió mucho descubrir la verdad, señor. Al principio, intenté mirar para otro lado, pero no dejaban de aparecer truchas en la leche. Luego hablé con el comandante Freiré. Vino aquí de incógnito. Vio lo que había.

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