Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¡Nuwas! ¡Detente! ¡Ha sido culpa mía! -exclamé, para poner fin a la venganza de mi maestro.

– ¡Vete, Dalibor! -me ordenó-. ¡Vete ahora mismo! ¡Coge tus cosas y márchate!

Aún quise interponerme, intenté arrancarle su arma. Fue en vano: el yazidi me rechazó y me echó de su casa. Volví a la carga y golpeé con el puño la puerta cerrada, pero el ruido de nuestro altercado ya había atraído a los vecinos. Me insultaron, me arrojaron piedras, me tiraron al suelo y me arrastraron lejos de la aldea. Medio muerto, con la boca llena de sangre y los párpados tumefactos por los golpes, no tuve otra elección que abandonar el valle de Lalish como había llegado. Con el espíritu turbado, los músculos rígidos, me orienté como pude y acabé por encontrar una senda hacia el sur que seguí en solitario durante varios días hasta llegar a las orillas del Tigris. Cubierto de polvo y ebrio de fatiga, llegué un mediodía cerca de una hoguera donde dos o tres pescadores asaban sus capturas de la mañana. Les pedí un poco de comida, pero me la negaron y me echaron a bastonazos. Esto me enfureció, y vacié en aquellos pobres diablos toda la cólera que había acumulado durante mi triste viaje. Su asesinato me calmó y me dio energía suficiente para continuar con serenidad mi periplo hasta Bagdad. En la antigua capital de los Abasidas, reencontré a mi amigo Attar, que abrió desmesuradamente los ojos cuando me presenté ante él.

– ¡Imposible! ¿Has vuelto con vida del valle de Lalish? Dalibor debes de ser el primer rumí que ha realizado esta hazaña desde hace siglos. ¡Cuéntame! ¿Has encontrado allá abajo todo lo que buscabas?

– Y más todavía. He encontrado el camino a mi otro yo.

– ¿Tu otro yo ? -repitió el bagdadí alisando la punta de su barba con aire pensativo-. ¿Qué quieres decir con esas palabras?

– Si todavía me autorizas a penetrar en el paraíso de tus mujeres, te lo mostraré.

Aquello duró el tiempo necesario para hacer mía a cada una de las esclavas de Attar. Porque yo quería conocerlas a todas, y varias veces a cada una. Guardo un recuerdo radiante de los días pasados en el harén del mercader. Estoy viendo, como si la hubiera acariciado ayer, a una alta oriental, mestiza de blanca y asiática, de piernas largas y pecho menudo, de manos finas con uñas lacadas, cortadas en punta. Con ella aprendí diversas maneras de hacer surgir la humedad entre los muslos de una muchacha. Una circasiana de ojos azules me dio buenas lecciones con su boca, y dos jóvenes hermanas de origen egipcio me convirtieron en dulce y sabio sujeto pasivo de la sodomía… La naturaleza me ha dotado de un miembro generoso y de una emisión abundante, pero ningún hombre común habría podido colmar a todas las jóvenes del harén como yo lo hice en aquella ocasión. La muerte de los pescadores producida algunos días antes me había galvanizado.

«En la muerte de los otros residen los secretos de nuestra longevidad y nuestra vitalidad», me había revelado Nuwas. En el harén de Attar, en Bagdad, comprobé por primera vez toda la fuerza de esta máxima. Apenas había gozado y ya quería volver a empezar. Apenas había hecho gozar a una muchacha y ya me acercaba a otra. Boquiabierto, admirado, mi anfitrión no daba crédito a lo que veía.

– ¿Tu miembro no se encoge nunca, muchacho? Si es que un diablo del valle de Lalish te ha echado un conjuro, dime enseguida cómo embrujarme yo también, te lo suplico.

Por supuesto, no le revelé a Attar nada de mis auténticas aventuras. Inventé para él una fábula que se creyó sin dificultad.

– Los viajes me han espabilado -le expliqué-. Me he encontrado en el camino con algunas bellas gacelas que me han quitado todas las tonterías que llevaba en la cabeza. Además, tus sabias palabras ya me habían predispuesto a revocar la determinación de fidelidad que había tomado. La combinación de ambas cosas ha producido el resultado que ves…

Mi buen humor y mis aptitudes para el libertinaje llenaron de alegría a Attar. Reiteró la proposición que me había hecho tiempo atrás.

– Ayúdame en mis negocios, Dalibor. Los franceses acaban de apoderarse del país en torno a Argel. Esto nos coloca en mejor posición para comerciar con la Puerta. Me gustaría enviarte allí como emisario. ¿Qué dices?

Con el tiempo, yo sabía que volvería a Francia para imponerme a Laüme, pero la perspectiva que me proponía Attar me sedujo.

– ¿Esa gente aceptará a un rumí?

– Se adaptarán -replicó el mercader con un encogimiento de hombros-. Pero todo iría mejor si te hicieras musulmán, tu alma se añadiría a la Luz verdadera y nuestros negocios serían más fructíferos.

Mi rechazo a la conversión no desanimó a Attar.

– ¡No importa! -dijo-. Ve a Estambul y abre un bonito despacho para nosotros. Si posees el sentido de los negocios que presumo, prosperaremos mucho, y pronto trataremos hasta con Londres y París.

Las locas esperanzas de Attar no se concretaron exactamente como había pensado. Instalado en Constantinopla durante dos años enteros, realicé transacciones excelentes y me hice aceptar por los turcos.

En las orillas del Bósforo, adquirí un pequeño palacio deteriorado que hice restaurar por una cuadrilla de obreros a los que pagaba mal y a los que tiranizaba a placer. Reuní una colección de volúmenes de magia árabe y otros tratados raros, a veces adquiridos a precio de oro en los anticuarios del Cuerno de Oro. Pues yo ya era una especie de mago: necesitaba aumentar mi saber so pena de conocer un rápido declive y no poder mantener la juventud que había arrancado a los espectros de la torre de Paon. «Los poderes de la brujería son como un fuego que reclama siempre más combustible para seguir brillando», me había advertido Nuwas. Necesitaba siempre más esfuerzos, más excesos, más locura, para hacer brillar la llama que el dios Taus había encendido en mí.

Cuando mi mansión estuvo acondicionada a mi gusto, compré una decena de muchachas a las que convertí en mis concubinas y con las que proseguí las enseñanzas iniciadas en casa de Attar. Para mi desgracia, desde que las tropas francesas habían tomado la ciudadela de los piratas de Argel y los rebeldes de Grecia habían conquistado su independencia -en una palabra, con el fin de los berberiscos y de las colonias del Peloponeso-, los mercados de esclavos de Oriente sufrían una grave penuria de mujeres blancas. Los productos de Tripolitana, de Judea o de Capadocia que me procuraba no me daban satisfacción sino a medias.

Fue durante este período cuando un correo me informó de la muerte de Attar. Mi amigo me legó todos sus bienes, y por un tiempo consideré seriamente instalarme en Bagdad. Sin embargo, una noche, después de una última orgía, preferí degollar a mis esclavas, sepultar los cadáveres en mis bodegas y partir para un nuevo viaje.

Hibris

De Estambul pasé a Italia. Desde hacía mucho tiempo sentía curiosidad por el país en el que había vivido Laüme junto a Galjero y a Dragoncino. Recorrí toda la península durante meses, de Milán a Nápoles. Residí largo tiempo en Florencia, y encontré uno a uno los lugares donde se había detenido el hada. Visité Corsignano, en el corazón de la Toscana, y vi con mis propios ojos los vestigios de la villa Áurea comprada al legado Nicola da Modrussa. Descendí después a Roma, donde pisé las ruinas del palacio que ella recibió de César Borgia en recompensa por sus talentos de envenenadora, y donde había estado a punto de morir envenenada por el maestro Tzadek y por Yohav, el enano con apariencia de niño. Más tarde subí a Venecia por el puro placer de descubrir la ciudad, compré una bonita mansión cerca de la Salute y viví allí muy castamente. Mis jornadas comenzaban tomando café en Florian o en Quadri. Después iba a trabajar a las diversas bibliotecas públicas con la esperanza de descubrir manuscritos interesantes. Nodier solía alabarme el carácter excepcional de las colecciones venecianas, y pronto pude constatar que sus palabras eran ciertas. Sobre antiguas estanterías descubrí tesoros revestidos de polvo, manuscritos tan preciosos como los conservados por Laüme en el quai d'Orléans. Galvanizado por mis lecturas, reemprendí con interés renovado el estudio de las ciencias ocultas: completé mis conocimientos de astrología y palingenesia, y me inicié en la alquimia y en la magia ceremonial.

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