Un grito desgarró mis pulmones, una última llamada, a la que respondió otro grito, después otro y un tercero aún. Por todas partes a mi alrededor se elevaban voces. Estridentes, agrias, discordantes y abominables. Me perforaban como agujas, me cortaban como navajas de afeitar… voces de niños, las voces de todos los niños que yo había entregado a la ogresa Laüme en el quai d'Orléans.
Entonces los vi avanzar hacia mí: se arrastraban como larvas pálidas, salían de los muros para cubrirme con sus cuerpos helados y murmurar sus lamentos en mis oídos. Su peso enorme se abatió sobre mí y me envolvió como un sudario. Sus rostros se habían paralizado en el instante en que la vida los había abandonado, sus bocas babeaban sangre y sus ojos me lanzaban miradas de odio, a mí, el cómplice de su asesina. Cerré los párpados pero eso no bastó, su imagen se infiltraba en mi espíritu como una serpiente, como una miríada de escorpiones que había acudido a despedazar mi alma con la misma ferocidad que yo había puesto en despedazar y torturar su carne… Supe que nada podía hacer contra aquella banda demoníaca. Mi espíritu protector no era lo bastante poderoso para repeler el asalto de aquellos espectros. Ni siquiera el hada Laüme hubiera podido vencer a aquellos fantasmas salidos del limbo para buscar venganza. Sin embargo, cuando ya creía desfallecer, una forma brillante apartó a las apariciones y les hizo soltar su presa. Apareció un rostro: era el de Lorette, la muchacha de Charenton a quien había querido ofrecer en lugar de Sandrine.
– Dalibor Galjero -dijo con una voz tierna-, vengo a escuchar su arrepentimiento y a perdonarle. ¿Quiere contarme sus remordimientos? ¿Quiere confesar su pena por habernos sacrificado a mí y a mi hijo? Llore sinceramente nuestras muertes y nuestros sufrimientos, Dalibor Galjero. Llore por los inocentes enviados a la muerte para saldar su deuda con Laüme. Confórtenos con su amor y nosotros lo acogeremos como a un padre y un protector. Hágase humilde, reniegue para siempre del demonio Laüme, abjure de su fe en ella, y nosotros borraremos su sufrimiento para alimentarle con la leche de nuestra infinita mansedumbre…
Una vergüenza abominable surgió de lo más hondo de mi ser. Mi alma cedió a los remordimientos. Me deshice en lágrimas y uní mis manos para implorar a Lorette que me perdonara por mis crímenes pero, en el mismo instante en que iba a expresar mi contrición, mi corazón se cerró de golpe. Un vigor surgido de algún centro de orgullo me galvanizó de pronto y me hizo estallar de rabia. Escupí al rostro del espectro en vez de humillarme ante él, y rechacé la penitencia que me exigía. Fue como si una bola de gas ardiente incendiara mis venas y mis nervios. Lorette se irguió ante mí, terrible y vengadora:
– Esa Laüme ha hecho de ti el monstruo en el que te has convertido, Dalibor Galjero. El dolor y la muerte van a purificarte de la podredumbre con la que ella ha cubierto tu alma.
El segundo asalto de los niños sacrificados surgió de la oscuridad. Se aglutinaron sobre mí como las ratas que yo había lanzado en otro tiempo sobre mi padre y mis hermanas incestuosas. Mi piel se desgarró bajo sus colmillos de humo, mis huesos se rompieron entre sus mandíbulas, mis músculos fueron roídos por el filo de sus dientes acerados. Enloquecido de dolor, llamaba a la muerte con todas mis fuerzas, pero el orgullo de no haber cedido al arrepentimiento me daba fuerzas para afrontar aquel tránsito sin desfallecer. Y entonces, cuando ya tocaba el firmamento de las tinieblas, surgió un ave de fuego, un pavo real gigantesco del color del sol, que me atrapó con sus garras y me arrebató a los vengadores con un gran grito majestuoso.
Nada volvió a ser como antes. Todo en mí había cambiado. Llevado por Taus, el rey pájaro, había franqueado océanos de fuego y me había hundido en el corazón de inmensas extensiones de basalto y de ébano, en territorios sin luz ni oxígeno donde nada carnal podía existir. Mi alma fue calcinada, destruida, recreada, reducida otra vez a la nada para ser de nuevo recompuesta y batida como una hoja de acero en el yunque. Recuerdo que gritaba de dolor, pero nadie acudía a mi llamada. También estaba el miedo. Y después, nada más que un silencio perfecto en el seno de una perfecta oscuridad. Una calma absoluta, la calma de la renovación y la metamorfosis.
Entonces, el dios Paon volvió a planear por encima de mí y su canto se mezcló con mi risa para entretejer una melodía rápida y alegre. Una corriente de energía formidable me reanimó y lanzó mi cuerpo de vuelta a la orilla del mundo de los vivos. Mis párpados se abrieron y mis dedos se hundieron en la arena. Dejé colarse uno a uno los granos de arena que tenía en las manos y observé el espectáculo, fascinado. Un hombre corriente habría visto en él el símbolo de la consunción del tiempo, que nos precipita inexorablemente hacia la nada. Para mí, en cambio, ya no significaba nada en absoluto, porque, como Nuwas, me había sustraído para siempre a la fuga del tiempo por mi sola voluntad… ¡Sí! Lo sabía en lo más íntimo de mi conciencia, mi viaje a las tinieblas había forjado en torno a mí una armadura perfecta sobre la que los años podrían deslizarse sin dejar huella. ¡A condición de seguir la vía de mi dios, yo me había convertido en inmortal!
– Tu cuerpo no sufrirá ningún cambio más, Dalibor -me explicó Nuwas cuando me reuní con él al pie de la montaña-. Taus te ha concedido este privilegio para recompensar tu orgullo, que ni el miedo ni la compasión han podido doblegar. Tu rostro permanecerá tal como está ahora, lo mismo que tu fuerza y tu belleza. Jamás conocerás el horror de la senilidad. Pero hay que respetar unas reglas.
– ¿Qué reglas? -pregunté.
– Hermano, ahora debes vivir en lo que los antiguos griegos llamaban hibris , es decir, la desmesura. Deberás crear tus propias reglas, porque el Bien y el Mal ordinarios ya no tienen sentido para ti. Ya no necesitas esa referencia. Olvídala para siempre, o la locura se apoderará de ti.
– ¿Y qué debo hacer?
– Yo te ayudaré. Es una tarea que debes cumplir con el fin de domar a tu frawarti , esa Laüme a la que deberás imponerte para ganar definitivamente tu libertad. Pero todavía no es el momento propicio. Has sobrevivido a las pruebas de la torre del dios Paon. ¡Regocíjate! Ven, vamos a celebrar el acontecimiento.
Nuwas saltó a su silla y se lanzó al galope gritando como un salvaje ebrio de libertad. Su ejemplo encendió el fuego en mis venas. Tomé la brida de mi caballo y partí en pos de él. Mi montura era un caballo árabe vivaz y siempre presto a la carrera. Feliz por mi brusca demanda, se entregó a fondo para alcanzar a Nuwas. Galopamos así más de una legua hasta perder el aliento, gritando como críos, jugando a adelantarnos y a cortarnos el paso, pasando por debajo de las ramas bajas tumbados en el cuello de nuestras bestias, saltando por encima de troncos caídos y rocas salientes… Detuvimos la cabalgada al borde del desierto. Mi corazón latía a punto de estallar y mi espíritu flotaba en una exaltación sin limites. Después de los años tristes de mi infancia, y de mi adolescencia acabada en el horror de la miseria, la humillación y el crimen, tenía un sentimiento de liberación, de realización. Sentía, en fin, que mi cuerpo y mi alma vibraban a un ritmo que era sólo mío. Y este renacimiento se lo debía a Nuwas.
Cabalgamos juntos el resto del día; él, feliz y orgulloso de su papel de iniciador, yo, exultante de descubrirme de repente enamorado de la vida y lleno de nuevos deseos. La tristeza y la incertidumbre me habían abandonado. El velo oscuro que desde siempre me había servido de horizonte, acababa de rasgarse por fin. Por la noche llegamos a un oasis encajonado entre las arenas. Un profundo estanque de agua clara ocupaba el centro y reflejaba la suave luz del sol poniente. Aquel refugio secreto albergaba una colonia de pájaros y de ibis, familias de zorros plateados y de ardillas de las dunas, manadas de antílopes y de gacelas. Entramos en el agua fresca al galope tendido y nos desvestimos para nadar en el estanque hasta que la luna y las estrellas se elevaron sobre nuestras cabezas. Estábamos a punto de dormirnos junto a la hoguera cuando nuestros animales tiraron de pronto de sus riendas y se estremecieron.
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