Título original: Incidences
© 2010 Philippe Djian y Éditions Gallimard, París
All rights reserved
© 2021 Regina López Muñoz por la traducción original
© 2021 Rubén Lardín por el prólogo
© 2018 Aude Wiard por la ilustración de cubierta (@tropicaude)
© Éditions Gallimard por la foto de Francesca Mantovani
© 2021 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo
www.fulgenciopimentel.com
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos
Comunicación: Isabel Bellido
prensa@fulgenciopimentel.com
ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-27-1
ISBN digital: 978-84-17617-68-4
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas
de ayuda a la publicación del Institut français.
Contenido
Prólogo. La invención del amor
Los incidentes
Prólogo. La invención del amor
Hay una brecha, una falla, una herida. Entre Djian y el mundo se percibe una grieta que tal vez sea una metáfora. Pero esto es solo asunto suyo.
En las historias de Philippe Djian ocurre que una cosa lleva a la otra. Y no puede ser de otra manera. La célula es la frase. Una primera frase como una de tantas da lugar a un entorno y a una circunstancia. Se nos confía una ligera idea y en adelante la tarea del escritor va a ser encaminarnos, pilotar el deseo, de vez en cuando trazar una figura en el aire pero nunca pasarse con revoleras que pudieran hacernos perder estabilidad. Y entreverado en el macizo dramático, el escribir. La profesión que va por dentro.
Djian no escribe los libros que le gustaría escribir sino los que le gustaría leer, por eso aborda la confección como nosotros la lectura, sin itinerario. Pero en la escritura, como en la plaza, caben dos actitudes: ir al toro o esperar a que venga. Djian se arroja a la anécdota y la va soliviantando para que se crezca, y con intuición de ingeniero merodea el abismo, le guiña el ojo y olfatea verdades legítimas, y se aflige filosóficamente cuando en ocasiones parece que toca el cielo con las manos pero no, de ninguna manera, él también lo sabe. Y así, página a página va endemoniándose, dando la novela, vibrando el mundo.
Los incidentes no podría titularse con mayor propiedad. Su naturaleza consecutiva y un rumor de misterio desempeñándose fraguan un polar embrujado donde la pasión ya es el éxtasis. Y hay más en ella, subyace un pesar, un descontento precede al relato: el protagonista de esta novela es profesor de escritura creativa, que es lo contrario de ser escritor.
Es frecuente que en los protagonistas de Djian el destino haya sido constituido, que ya sean lo que son y no lo que querrían ser. Pero eso no será tanto una derrota como una liberación: han dejado de estar preparados para lo peor porque lo peor ya pasó, quedó atrás. Y como lo que no va en lágrimas va en suspiros, están muy dispuestos a lo que sea que esté por venir, a lo que tenga que ser, a salvar el invierno avizores de una última primavera.
Los incidentes va de un tío que tiene un agujero. Lo tiene desde niño y va arrojando allí el fardo de su desdicha. Es novela psicologista y es también negra en su familiaridad con lo amoral, en el despecho de sus mujeres rehusadas y en los anhelos que contiene, en lo que calla y en esa melancolía futura tan de su autor, cuyas preocupaciones son tan bobas como corresponde al oficio de la literatura: que solo en el alboroto intelectual, en la reordenación carnal y en el placer estético pueda hallarse algo de consuelo.
Philippe Djian, sentimental azorado pero sentimental decente (toda novela negra es sentimental, escamotear esa cualidad es uno de los distintivos del género), trata de acallar cualquier conocimiento sobre la suerte del amor procurando vivaces retratos de pareja y persiguiendo potenciales idílicos, nociones de santidad con las que contrarrestar toda esta miseria. Porque si bien intuye y teme ese día en que uno deja de vivir y pasa a existir sin más, también sabe que la literatura consiste en oponer una fuerza, y en esa tensión descubrir por qué a veces elegimos no luchar.
Queda abrirse en canal y atender qué se ofrece ahí dentro. Los problemas ya estaban de antes.
Rubén Lardín
Barcelona, octubre de 2020
Si había algo de lo que aún era capaz a sus cincuenta y tres años, en una noche de invierno que la luna blanqueaba y tras haberse bebido tres botellas de un vino chileno especialmente cabezón, era de circular por la carretera que bordea el barranco, pisando a fondo.
El motor del Fiat 500 sumaba ya unos cuantos años de castigo, pero aún habría tenido fuerza para arrojarlo a lo más hondo del valle, de no conducir él con mano firme—la vista puesta en la calzada.
El aire helado se colaba por la ventanilla abierta, los neumáticos maullaban metódicamente en las curvas cerradas. Muchos imbéciles se habrían matado en esa carretera, pero él seguía desafiándola.
Ni una vez se había decidido a pasar la noche en la ciudad, independientemente de lo que hubiera hecho o ingerido—nunca nadie había podido impedirle que cogiera su coche y volviera a casa. Ni siquiera la puta carretera.
Pero esta vez había una mujer. Una mujer joven sentada en el asiento del copiloto. Una mujer aparentemente ebria, ella también. Le lanzó una mirada y se maravilló una vez más de que un viejo profesor de chaqueta como él, el dueño de un coche tan insignificante, tuviese aún la suerte de poder seducir a una alumna, de llevársela a su guarida y de disfrutarla, al menos, hasta la madrugada.
Muchos años antes había entendido que era el momento de aprovechar ciertas ventajas inherentes a la profesión—a falta de obtener recompensas más altas que ya no cabía esperar. Un buen día había asistido a un extraño fenómeno. Una de sus alumnas había comenzado a brillar—ante sus propios ojos, desde dentro, como un farolillo, con un resplandor magnífico—una chica por lo demás absolutamente incapaz de hilar dos líneas con sentido, prácticamente carente de interés, de ordinario bastante sosa. Y de pronto él se había sentido cegado y azotado por un viento ardiente, mientras ridiculizaba con visible ferocidad, delante de toda la clase, el trabajo que ella le había entregado. A la postre, aquella chica había resultado ser la primera de una larga serie. Y una de las compañeras sexuales más gratificantes que había conocido a lo largo de su vida.
Ampliar el radio de sus relaciones con estudiantes jóvenes no tenía en el fondo nada de trámite, y menos aún de mísera consolación. Había tipos que se inmolaban en medio de una multitud por mucho menos que eso.
La que lo acompañaba esa noche, cuyo nombre no recordaba, acababa de matricularse en su taller de escritura. Ni por un segundo había tratado de luchar contra la atracción que aquella joven ejercía sobre él—que ejercía escandalosamente sobre él. ¿Para qué luchar? El fin de semana se anunciaba helado, propicio a la chimenea, a la indolencia. Labios mohínos. Caderas profundas. Solo había que rezar por que la chica estuviera en condiciones llegado el momento.
No parecía estar consciente. El cinturón impedía que se desplomara hacia un lado del asiento. Tendría que hacer café cargado nada más llegar.
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