Philippe Djian - Los incidentes

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Tenemos a un cincuentón que imparte cursos de escritura creativa, mientras él mismo es incapaz de triunfar como escritor, por mucho que domine los «trucos del oficio». Atractivo y desenvuelto, Marc es un dechado de amabilidad, aunque también arrastra alguna que otra mala costumbre: fuma sin parar, seduce a algunas de sus jóvenes estudiantes y, de vez en cuando, se encuentra con el cadáver de una entre las manos, lo que tampoco puede considerarse un drama. Así es como Marc se relaciona con sus semejantes, ya sean sus compañeros de trabajo o su hermana (con quien mantiene una relación que podríamos calificar de «problemática»): con desapego, ironía y falsa llaneza. Philippe Djian tiene la extraña virtud de atrapar al lector incomodándolo y la más extraña aún de hablarle en un tono tan familiar como perturbador. En
Los incidentes, lo banal y lo aún más banal deben darse la mano para hilvanar una historia blanca como el rencor, negra como la nieve. La correspondiente adaptación fílmica del libro, a cargo de los hermanos Larrieu, llevó por título
El amor es un crimen perfecto. Por su parte, el gancho promocional utilizado en la edición francesa original de la novela la describe como un «thriller existencialista». Y, en efecto, hay amor —indefenso, agonizante— en el libro, y la existencia precede a la esencia en la vida de su protagonista. Solo cabe preguntarse si se trata de una existencia perdida, de una existencia idiota, y si el amor es un crimen tan perfecto como dicen.

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Las cunetas, blancas. El sotobosque, negro tinta. Circulaba por el centro de la calzada, apretando la mandíbula, a caballo sobre la línea blanca que se deformaba ante sus ojos igual que una serpiente hambrienta bajo la luna roja.

Ella tenía veintitrés años. Al alba, notó que estaba fría, sin vida.

Tras un primer instante de estupor, apartó bruscamente las sábanas. Saltó de la cama y fue a pegar la oreja a la puerta. La casa estaba en silencio. Aguzó el oído. Luego, se volvió de nuevo hacia la cama y observó el cuerpo de la chica. Al menos no había sangre. Era algo. Bajo la luz intensa que entraba en la habitación parecía intacta, sedosa y láctea.

Se vistió sin perder un segundo. Recordaba que prácticamente había tenido que llevarla en brazos desde el coche hasta la cama—igual que un saco de patatas, amenazando con vomitar allí mismo de un momento a otro. Nada más llegar al dormitorio, se había ­despertado. Contenta de estar allí, en casa de él—por fin en su casa. Se había arrancado la ropa, había lanzado las bragas a la otra punta de la habitación. Ni idea de lo que había ocurrido después. Solo una cosa estaba clara, lo habían hecho, de eso no había ninguna duda.

Cada joven era más extraordinaria que la anterior—esta, una belleza aunque un poco paticorta, no era la excepción. Incluso en esas condiciones, terriblemente muerta, cada vez más fría, conservaba todo su atractivo. Agachó la cabeza.

Los problemas se perfilaban nítidamente en el horizonte. Grandes problemas. Nada resucitaría a esa pobre muchacha, de todos modos. Ya no se podía hacer nada por ella.

Despuntaba el sol. Centelleaban las copas de los árboles. El suelo se veía recubierto de un espeso manto de nieve. Deshacerse del cadáver parecía lo más sensato a corto plazo. ¿Quién quiere vérselas con la policía en este país? ¿Todavía hay quien piense que basta con ser ­inocente para que lo dejen a uno en paz? Abrió la ventana.

Los bosques adyacentes estaban mudos y tranquilos. Unas cornejas daban vueltas en el cielo. Los busardos volaban a cámara lenta, estaban cazando. Más abajo, el lago salía de las sombras y se transformaba en espejo por el que se deslizaban ya los primeros barquitos de vapor—emplumados como flechas. Su hermana ­apareció en el jardín, en bata, con el primer cigarrillo del día entre los dedos. Levantó la cabeza hacia él.

—Hola, Marianne.—Saludó agitando la mano—. Bonito día, ¿no?

—Marc. Por el amor de Dios. Vaya escandalera montaste anoche.

—¿Escandalera? ¿Lo dices por el silenciador del tubo de escape?

—Había alguien contigo, Marc.

—¿Alguien? ¿Conmigo? No, lo has debido de soñar. Sería la tele.

Una placa de nieve resbaló por el tejado y fue a aterrizar con el ruido afelpado de un denso merengue. Se encogió de hombros y se apartó de la ventana. Durante un segundo, y aunque faltaran aún dos semanas para la primavera, le había parecido distinguir un leve perfume en el aire—como si las primeras flores se hubieran abierto durante la noche. Pero ahora ya no olía nada. El hielo y la nieve se habían cerrado sobre ellos.

La chica estaba más fría que un jamón, ya casi gris. Tomó una bocanada de aire y se puso a recoger las cosas de la pobre infeliz.

Después, comenzó a vestirla, dudando un momento si quedarse con las bragas de algodón blanco, cuya base desprendía un leve aroma a orina. Recolocando el sujetador que no se había quitado. Poniéndole las ­medias. Revivía ahora algunas escenas de la fiesta en la que habían estado antes de poner rumbo al chalé, borrachos y derrotados los dos, ­semiinconscientes.

Ahora el sol empezaba a lamer la otra orilla. Los bosques salían de la oscuridad formando largos incendios. La alumna estaba completamente depilada. Qué triste verla así, rígida, inútil, arrojada para siempre al otro mundo. Con la sesión que le había ofrecido.

Un amago de erección recompensó sus trabajos. Pero tenía una agenda muy apretada. Cerró las piernas de la muchacha. Acababa de oír la cafetera abajo. Al cabo de diez minutos tendría vía libre. Aprovechó para engullir un puñado de aspirinas antes de que su cráneo amenazara con estallar.

Comprobó que no se olvidaba nada, las llaves, el teléfono, las tarjetas, el dinero, la cartera, el sombrero, las gafas progresivas, etcétera, y a continuación se la echó sobre un hombro y bajó de puntillas, cargando con el lúgubre fardo.

Una suerte que todavía estuviera relativamente en forma, a su edad, porque la chica debía de pesar sesenta kilos, cuando menos, y no ponía nada de su parte—sobre todo en las escaleras, donde no podía uno permitirse tropezar en ningún escalón.

De paso por la cocina, eligió una manzana a modo de desayuno. Afuera brillaba el sol. La nieve crujía y se pulverizaba como azúcar bajo sus pisadas. Hacía bueno y frío. Apoyó a la chica contra la portezuela del coche y se afanó en liberar el Fiat de su cáscara de hielo con ayuda de un raspador con mango, cortesía de Total. Intentó concentrarse en su clase, en el retrato de John Gardner que pensaba hacerles—aunque lo acusaran de traidor a la literatura francesa y de ­enajenado proamericano.

¿Quiénes eran los verdaderos traidores? ¿Quién ocultaba la verdad? El primer problema fue meter en el coche a la chica. Las piernas estorbaban, había muy poco sitio. Hubo que presionar. Doblar articulaciones. En ­cualquier momento podría aparecer Marianne. Le preguntaría qué andaba tramando. ¿Qué habría podido contestarle? En cualquier momento podía pasar algún vecino por la carretera, algún corredor podía parar e interpelarlo.

A fuerza de insistir, de redoblar esfuerzos y buscar apoyos, algo cedió—algo cuya naturaleza se negó a analizar—y consiguió que la estudiante entrase en el Fiat. Consultó el reloj y se dijo que no podía entretenerse más. Tocó la bocina dos veces antes de ponerse en marcha—una de tantas lamentables costumbres que Marianne y él habían adoptado con el tiempo, que les contrariaban a los dos y que sin embargo perduraban, aunque hacía siglos que su hermana ya no se asomaba a la ventana y que él no la buscaba en el retrovisor.

Llevaba días preguntándose si no habría perdido una parte del silenciador, o la pieza completa. Desde luego, el Fiat 500 nunca había demostrado ser ningún dechado de discreción—había renunciado a la idea de poder comprarse un Audi algún día, a poder ser el A8, contra viento y marea— pero ahora se diría que lo que conducía era un tractor, una moto a escape libre, un avión a reacción. Había que hacer algo. Había que poner remedio a aquello. En la ciudad, de un tiempo a esta parte, la gente levantaba la cabeza a su paso. No tardaría en llegar el día en que lo pararían y quizá le apuntarían con un arma, y lo esposarían, y lo llevarían a comisaría con la pistola en la sien—cuarenta y ocho horas antes, a un profesor del departamento de Inglés lo habían inmovilizado en el suelo y maltratado en plena calle por unos puntos que le faltaban en el carné. Hoy en día ya ni los de Human Rights Watch protestaban por tan poco, nadie prestaba atención a esas cosas. En cualquier caso, tarde o temprano, Marianne se encargaría de informarle de que estaba harta. Podía contar con ello. Su hermana no iba a tolerar mucho más tiempo sus correrías nocturnas—a menos que se hiciera con una bicicleta y le engrasara la cadena con regularidad.

A medio camino se detuvo. Aparcó en el arcén, detrás de un bosquecillo cubierto de nieve. El aire era intenso, cada exhalación producía un chorro de vapor blanco que formaba remolinos a la luz del sol. Tomó la precaución de remangarse los bajos del pantalón. Ya tenía las mejillas coloradas. No podía decirse lo mismo de las de su pasajera. Antes de encargarse de ella, consultó sus mensajes. Quiso comprobar que una parte del mundo no había sido arrasada ni infestada por un virus durante la noche, pero los periódicos no anunciaban nada de eso. En el menú, buen tiempo, frío y seco. El salvajismo habitual, aquí y allá.

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