– Los caballos han sentido el olor de dromedarios que se acercan -me dijo Nuwas sin parecer inquietarse.
Agucé el oído y percibí el ruido de un pequeño grupo. Pronto vimos llegar a una quincena de nómadas que venían a buscar refugio en el oasis hasta el día siguiente. Nuwas se levantó para conversar un momento con el patriarca del grupo.
– No hay nada que temer de esta gente -me explicó-. Es una familia de mercaderes que hace un breve alto aquí. Dejémosles descansar.
La tribu se instaló a una distancia respetuosa de nuestra posición. Las mujeres cocieron tortas en las piedras de su hoguera y un hombre nos ofreció compartir su festín. Aceptamos con gratitud y Nuwas preguntó si uno de los viajeros o algún animal del convoy necesitaba cuidados, ya que él era curandero.
– Un niño tiene fiebre desde hace tres días -respondió el comerciante-. Es el segundo hijo de mi hermano. Si quieres verlo, te llevaré junto a él.
Nuwas tomó un saco de cuero de sus alforjas y me hizo señal de que le acompañase junto al enfermo. El niño debía de tener siete u ocho años. Temblaba a pesar del calor y su madre lo había envuelto en dos mantas, tal era su tiritera. Su piel estaba descolorida de un modo desagradable y todas las venas de sus ojos habían reventado. Nuwas extrajo de su saco una piedra blanca y la colocó debajo de la lengua del niño; después, con un trozo de carbón tomado de la hoguera, trazó unos signos misteriosos en las mejillas y la frente del chiquillo. En unos minutos, el niño dejó de agitarse. Sus ojos recobraron el brillo y su piel recobró un aspecto más lozano. Cuando la fiebre remitió, el muchacho escupió la piedra con una mueca de disgusto: el guijarro se había puesto tan negro como la pluma de un cuervo. Nuwas lo empujó al fuego con la punta de su bota y le preguntó al pequeño cómo se llamaba.
– Me llamo Zharan -respondió éste con voz clara.
Toda la familia de mercaderes festejó a Nuwas por aquella curación asombrosa. Le ofrecieron un lienzo de seda y un paquete de sal, hojas de tabaco y una piel de cabra recién curtida. A mí, que no tenía mérito alguno en el asunto, me regalaron un bonito cuchillo damasquinado y una lasca de cuerno para afilarlo.
– Esos viajeros son generosos -le dije a Nuwas cuando volvimos junto a nuestros caballos.
– Así es. Son gente de bien.
Dormí profundamente hasta que mi maestro me sacudió, poco antes del alba.
– Sobre todo, no hagas ruido y sígueme en silencio -susurró.
Nos acercamos al estanque y nos sentamos en una piedra plana de la orilla. Nuwas hundió los dedos en la tierra húmeda, trazó unos signos con el fango en sus palmas y durante un buen rato estuvo observando con intensidad los dibujos antes de hundir las manos en el agua. Bajo la luz en aumento, pude ver con claridad una nube de tinta que se difundía en el agua del estanque enturbiando y ensuciando su pureza. Esto duró un instante; pronto la mancha se diluyó y desapareció por completo, mientras que las aves zancudas que chapoteaban en la orilla echaban a volar entre gritos asustados. Los glifos habían desaparecido de las palmas de Nuwas.
– Volvamos a nuestro sitio -murmuró mi maestro- y esperemos.
No necesité mucho tiempo para comprender lo que acababa de hacer. Al despertar, los caravaneros fueron uno tras otro a beber a la charca. Feliz de verse libre de las fiebres, el pequeño Zharan saltó al agua con los pies juntos, perseguido por dos o tres chiquillos de su edad que jugaron un buen rato a salpicarse. Pero poco después, todos los que habían bebido o se habían mojado en el lago sintieron dolores, que fueron en aumento minuto a minuto, y sus gritos y lamentos resonaron por todo el oasis. Nuwas miraba, impávido, con una ligera sonrisa en los ojos.
El hecho de que Nuwas hubiera envenenado la charca gracias a sus glifos no me indignaba en absoluto. Me sentía tranquilo, indiferente. A unos metros de allí, aquella gente se retorcía de dolor y se vaciaba ante mis ojos sin suscitar en mí ningún sentimiento de compasión. Por el contrario, su muerte me divertía. Una risa maligna subió desde mi bajo vientre y sacudió todo mi cuerpo. Nuwas también reía a carcajadas. Para apreciar mejor el espectáculo, deambulamos entre los moribundos. Algunas víctimas agonizantes tenían aún fuerzas para mirarnos. Podíamos leer la incomprensión y el miedo en sus rostros. Nuwas sacó una cuchilla y se puso a degollar metódicamente a todos los miembros de la tribu, empezando por el patriarca.
– Te dejo a las mujeres y los niños, Dalibor -me dijo-. Es la mejor parte.
Con la misma navaja que los caravaneros me habían regalado unas horas antes, les rajé la garganta a las mujeres del grupo sin inmutarme. Fue cosa de unos instantes, porque el olor de la sangre me embriagaba como nunca y confería a mi brazo un vigor de poseso. Aquella furia criminal no se parecía a nada de lo que había experimentado hasta entonces. Los crímenes de Laüme de los que había sido testigo me habían repugnado; pero allí, en el desierto, en compañía de mi maestro, matar inocentes era un juego, la revelación de un placer insólito, el ejercicio de un poder nuevo y excitante. Este hechizo alcanzó su punto culminante cuando le corté la carótida al pequeño Zharan. Atrapé al chiquillo por los pies y lo alcé boca abajo para que se desangrara más deprisa. Su sangre se esparció por la arena en una mancha oscura a la que acudieron a libar grandes enjambres de moscas.
Estábamos ocupados en despojar a los cadáveres cuando descubrí a una superviviente, entre los fardos amontonados cerca de los dromedarios. Debía de tener unos quince años. A diferencia de los otros, no había sido contaminada por el agua envenenada, puesto que se debatió con fuerza cuando la agarré; me arañó y me escupió a la cara gritando como una estrige. En lugar de matarla de una puñalada en el corazón, la aturdí con una piedra y la inmovilicé en el suelo, atada de pies y manos.
– No la violes -me recomendó Nuwas-. Estos animales están llenos de parásitos.
– Sólo quiero averiguar si lo que pasó con el lagarto podría repetirse con un humano -contesté.
Busqué mi varita de ámbar entre mis cosas y me concentré en proyectar mi voluntad sobre la muchacha, como Nuwas me había enseñado. El resultado fue rápido y espectacular. El dolor que yo hacía nacer en sus entrañas pronto sacó de la inconsciencia a la muchacha. La incomprensión de la tortura a la que la sometía hizo que aumentara la intensidad de su terror. Se debatía como una demente e imploraba piedad en todas las lenguas que conocía, lo cual no alteró su destino. Muy pronto, su piel se ennegreció y se agrietó, su lengua se hinchó, y sus ojos crecieron en las órbitas hasta estallar. Sus cabellos ardieron como la paja y sus ropas se abrasaron de golpe, convirtiéndola en una antorcha. Pero la muchacha ya estaba muerta. Su cuerpo ardió mucho rato, crujiendo como un tronco colmado de resina. Observamos en silencio cómo se consumía hasta el final. Nuwas me tomó por el hombro y me llevó a la orilla del agua.
– Deshaz el sortilegio que he lanzado -me ordenó.
Necesité casi una hora para realizar sin errores la técnica que mi maestro me enseñó entonces. Se trataba, cómo siempre, de intensificar el deseo lo suficiente para hacerlo realidad, concentrándolo en una marca, en un dibujo, en un símbolo. Yo trazaba líneas fangosas en mis palmas y hundía los antebrazos en el agua. Tras dos ensayos infructuosos, unas volutas negras se formaron en torno a mis dedos y se enredaron en mis muñecas. La operación se prolongó durante uno o dos minutos y luego cesó de repente. Enseguida, una grulla vino a posarse en la orilla, y después otra. A continuación las zancudas vinieron también a posarse en el agua. Justo delante de nosotros, tres zorros dorados salieron de las hierbas para acudir a saciar su sed.
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