Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– Decididamente estás bien dotado, Dalibor -me felicitó Nuwas-. Pero si no hubieras matado a esas mujeres y niños hace un momento, esta operación te habría exigido días, quizá semanas, de esfuerzos. Y habrías sufrido al sentir el veneno impregnar tu cuerpo. El vigor robado a los muertos te ha ahorrado todo eso.

– Entonces, ¿será preciso que mate siempre antes de actuar?

– No es una necesidad. Pero la muerte es una de las dos fuentes de energía más importantes para los actos de magia. Los que quieren evitaría pierden mucho.

– ¿Cuál es la otra fuente?

– El deseo carnal. Su exacerbación o, por el contrario, su anulación absoluta. El libertino y el asceta son iguales en este terreno.

– ¿Cuál es tu preferencia, Nuwas?

– En este campo he elegido la sobriedad, Dalibor. Hace siglos que no toco a una mujer. Y no es una hipérbole.

– ¿Es el camino que yo debo seguir?

Nuwas se echó a reír.

– Sólo tú podrás contestar a esta pregunta, Dalibor, yo no puedo aconsejarte. Depende de tu inclinación personal. Yo opté por la castidad en reacción al comportamiento de Ta'qkyrin. La naturaleza de las frawartis es lujuriosa, amigo mío. Son seres de sombra que necesitan de los juegos de la carne para hacer más densa su encarnación. Ellas, que no han surgido de un acoplamiento, están fascinadas por la unión carnal. Por eso abusan de ella y la repiten a menudo, incluso con seres groseros. Ta'qkyrin no me ahorró nada de lo que tu Laüme te hizo sufrir a ti. Se entregaba a otros con frecuencia. En castigo, decidí privarla para siempre de todo lo que le daba placer. Le prohíbo el acceso a mi lecho igual que me prohíbo a mí mismo todo contacto carnal. Esta intransigencia me proporciona la fuerza necesaria para dominarla.

– No sé si mi voluntad será tan poderosa -dije yo.

– Entonces puedes probar la otra vía, la que te conducirá a vencer a tu frawarti en su propio terreno.

– No te entiendo.

– Domina las artes eróticas. Consume sin freno a todas las mujeres que se crucen en tu camino. Aprende los secretos del cuerpo. Familiarízate con el éxtasis y colma de placer a tu Laüme como ningún hombre podría hacerlo. Eso la volverá fiel y dócil.

– ¿Y dónde aprenderé esas maravillas?

– Francamente, no lo sé. Quizás en la India, o en Cipango. Tendrás que dar cien veces la vuelta al mundo para encontrar a un sabio en ese arte. Pero el tiempo carece de importancia, ¿verdad?

Nuwas me hizo permanecer todavía en el desierto veinte largos días. Me inició en otros secretos, me enseñó el dogma del dios Paon y me habló de la lucha infinita que los hijos de Taus libraban con los hijos del Dios único.

– Los que se llaman hoy en día yazidis son los descendientes de los fieles de Zoroastro y de Mitra. Todas las religiones antiguas se aglomeraron para resistir mejor la ola infecta de los adoradores de Jehová. Desde hace siglos nos oponemos a los valores de ese falso dios, pero nuestro crepúsculo toca a su fin, lo presiento. Un día cercano, bajo la presión de una terrible amenaza, los hombres rechazarán las tinieblas de la piedad universal y el yugo de la fealdad. Entonces sabremos que nuestra espera no ha sido en vano, y nuestros corazones se llenarán de una alegría inaudita. Ya lo veras, Dalibor. Te prometo que viviremos juntos ese instante.

De regreso al valle de Lalish nos encontramos con un peregrino a quien Nuwas conocía. Era un sacerdote yazidi flaco y sucio que volvía del este, adonde había ido a meditar en una de las torres del dios Paon.

– ¿Este hombre también posee una frawarti ?-le pregunté a Nuwas cuando nos separamos del viajero.

– No, desde luego que no -respondió mi maestro con un punto de desprecio en la voz-. Ése no es más que un pequeño hierofante sin importancia, como la mayor parte de los que se aíslan en las torres. Son meditativos, contemplativos. Su fe es justa y sincera, pero no pueden compararse con hombres como nosotros, y no poseen ni la centésima parte de nuestros poderes.

Una vez en el pueblo de Nuwas, me quedé varias semanas en su compañía. Cada día que pasaba nos hacíamos más íntimos, y cada noche él entraba en mis sueños para iniciarme mientras dormía. Concebí la idea de no marcharme nunca del valle de Lalish, donde me sentía seguro y en compañía del único ser que me había comprendido.

– No debes encerrarte aquí, Dalibor -me aconsejó sin embargo Nuwas-. Cometerías un error. En todo caso, no antes de haber dominado a tu Laüme… Tienes que prometerme que no volverás antes de haberle puesto el collar a tu diablesa.

Se lo prometí, qué duda cabe, y decidí prepararme para mi viaje de regreso a Europa.

– ¿Qué camino vas a tomar? -me preguntó Nuwas-. ¿Por el oeste y por la Puerta, o por el sur y las ciénagas entre los dos ríos?

– Bajaré por el Tigris -declaré-. He reflexionado mucho sobre el modo de tratar los desafueros de Laüme y quiero atraparla en su propia trampa. Hay en Bagdad un hombre experto en los juegos del amor -dije pensando en Attar-. Iré a pedirle consejo.

La víspera de mi partida, tomé con Nuwas una cena frugal compuesta de queso, dátiles y miel. Después, con el corazón triste, regresé a mi habitación, una pieza vacía sin otro lujo que unos tapices amontonados que me servían de lecho. Dormía profundamente cuando, en mitad de la noche, percibí un susurro en mi oído. No era una voz de hombre ni de mujer. Era la voz del dios Paon.

– Levántate, hijo mío. He abierto para ti la prisión de Ta'qkyrin. Los glifos secretos han sido borrados y una gran felicidad te espera en sus brazos.

¿Era en verdad Taus el que me hablaba, o mi deseo, que empleaba una máscara para hacer que lo obedeciera? Lo ignoraba. Sin embargo, como si un hilo tirara de mí hasta el lugar prohibido, encontré el candado abierto y la puerta de plomo entreabierta. En el silencio de la noche, me deslicé en el calabozo que albergaba al hada desde hacía siglos. Sabía que estaba a punto de traicionar a Nuwas de la forma más ignominiosa, pero ¿no era la traición una enseñanza de nuestro dios? ¿No preconizaba Malek Taus el rechazo de toda moral? Al burlar la confianza de Nuwas, no dejaría de complacer al dios Paon…

Por un minúsculo tragaluz en la pared se filtraba un rayo de luna. En ese charco de plata permanecía Ta'qkyrin, que me esperaba. Antes de que la tocara, dejó caer el hábito a sus pies. Su sensualidad inflamó mis sentidos al instante. La visión de sus hombros redondeados, de sus senos voluptuosos, de su vientre duro, tan liso como el de Laüme, hizo que mi sexo se tensara. Su rostro se pegó al mío y su boca tocó mi boca; nuestras lenguas se mezclaron, nuestros dedos se enlazaron. Con ardor, con avidez, besé a Ta'qkyrin y acaricié sus curvas. Rodamos por el suelo. A horcajadas sobre mí, tomó mi verga enhiesta y la hundió en su interior. Durante largo rato permanecimos unidos, alternando lentitud y rapidez mientras nuestra felicidad iba en aumento. Ta'qkyrin gemía al igual que yo, que estaba sintiendo por primera vez el éxtasis de una cópula verdadera, lánguida, sensual y dulce. Experimenté un goce inmenso que pronto culminó en un espasmo devastador que sacudió mis músculos, comprimió mi corazón y hendió mi espíritu como un sablazo. Ta'qkyrin gozó conmigo y clavó sus dientes en mi piel para no gritar.

Lo repetimos y lo volvimos a repetir. Nuestro apetito de placer era inextinguible, nuestros cuerpos, infatigables. Ella y yo habíamos pasado demasiado tiempo privados del éxtasis y no podíamos detener nuestras caricias. Tiernas al principio, se hicieron cada vez más salvajes. Por fin, tomé a Ta'qkyrin como había visto a Fabres-Dumaucourt hacerlo con Laüme. El dominio que le impuse de este modo decuplicó mi vértigo. Me estaba colmando de sus besos dóciles cuando Nuwas irrumpió de pronto en la celda, la mirada fulminante, una espuma destilada por la rabia en las comisuras de los labios. Con un gesto violento, arrancó a su compañera de mis brazos y la arrastró por los cabellos hasta un rincón de la pieza, donde la golpeó con puños y botas mientras gritaba en una lengua desconocida para mí. Antes de que yo interviniera, sacó un látigo de su cintura e hizo llover terribles golpes sobre ella. Encogida, protegiéndose el rostro con los brazos cruzados, Ta'qkyrin recibió la paliza llorando.

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