Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Por consejo de unos franceses instalados en las Indias occidentales desde finales del reinado de Luis XV, adquirí una plantación de algodón en los límites entre Georgia y Florida. Permanecí allí durante tres años viviendo como un gran terrateniente; compré ochocientos esclavos a los negreros traficantes de «madera de ébano» para hacerles desecar las marismas y extender mis dominios cultivables. En los manglares cercanos habitaban tribus seminolas con las que pronto entré en conflicto. Aquellos mestizos de negros e indios, hijos de esclavos huidos, lanzaron numerosos ataques para quemar mi residencia y liberar a mis negros. Los combatía al lado de mis vecinos franceses, quienes también sufrían sus asaltos. Protegido por los diversos genios familiares que había fabricado, partí yo solo en exploración por las vías de agua infestadas de caimanes y serpientes. Ningún blanco se atrevía a aventurarse en la zona, e incluso los guías indígenas se negaron a acompañarme. No obstante, a pesar de los peligros de la naturaleza y de las emboscadas tendidas por los seminolas, me convertí en un experto aventurero del bosque, que sabía salir indemne de situaciones imposibles y sobrevivir como de milagro a situaciones que a otros les hubieran costado la vida.

En poco tiempo adquirí una reputación de brujo y hasta de diablo que hubiera hecho estremecerse de envidia a Nodier y su corte de satanistas parisinos. En la noche cerrada, sin linterna ni planos, conduje columnas de mercenarios a través de los impenetrables cañaverales que crecían en aquellas aguas cálidas. Procurando no asustar a los pelícanos y flamencos que reposaban entre las hierbas, llevaba a mis asesinos a sueldo hasta diversos campamentos de salvajes localizados en el curso de mis expediciones en solitario. Los masacrábamos sin piedad, mujeres, niños y ancianos incluidos. Para aterrorizar a estas tribus, me aplicaba a despedazar los cadáveres del modo más horrible, metía sus cuerpos en sacos de cuero que cubría de símbolos fantasiosos trazados con letras de sangre y colgaba las bolsas de las altas plantas leñosas que crecían formando densas empalizadas. Morbosas y teatrales, esas puestas en escena asustaban hasta a mis compañeros más curtidos. Pero gracias a ellas reprimimos a nuestros adversarios en unas semanas y no tuvimos que volver a lamentar sus rapiñas.

Este éxito me valió una renovada notoriedad en la región. Querían casarme con hijas de buenas familias e incluso me presentaron a algunas bastante apetecibles. Mi elección recayó en Blanche de Sauves, la hija mayor de un plantador de tabaco de Pensacola. Alta, fresca y sana, Blanche era una de las mujeres más hermosas que se pueda imaginar. Sus ojos eran de un pasmoso verde pálido, y su piel, siempre protegida por una sombrilla, tenía una transparencia admirable. Creo que estuve enamorado durante algunos días. Le enseñé los juegos de la carne y la hice amar el placer. Su conversación me era indiferente, pero su cuerpo era soberbio y contemplarlo y gozar de él me procuraba una enorme satisfacción. Tenía una hermana, Constance, dos años más joven y casi tan seductora como ella. La benjamina era tan ingenua como la mayor, y me costó poco convencerla de que se me entregara. Blanche sorprendió nuestros retozos pero, en lugar de deshacerse en lágrimas o estallar en cólera, se dejó convencer y toleró esta relación. Durante algunos meses mantuvimos un ménage à trois en el mayor de los secretos. Dormía cada noche entre las dos, y empezaba con una lo que terminaba con la otra, sin que ninguna tuviera queja. Después ocurrió lo que yo había intentado evitar: Blanche se quedó encinta. Esto le produjo arrebatos de alegría y no quiso escucharme cuando le sugería que pusiéramos fin enseguida al enojoso incidente. Yo no quería un hijo. Eso me recordaba demasiado mi siniestra aventura con Sandrine.

Desde el momento en que supo que iba a ser madre, Blanche se negó a dejarse tocar y no toleró más mi comercio con su hermana. Su carácter se agrió, y yo ya no encontraba ninguna satisfacción en su compañía. Los propios paisajes de Florida me sumieron en un estado de melancolía y me desinteresé de los trabajos de la plantación. Sentía deseos de nuevos horizontes, de otras caras y otras aventuras… Hubiera podido marcharme, desaparecer para no volver jamás, pero no podía hacerlo sin antes borrar para siempre los rastros de mis amores con Blanche. Germinó en mi interior una idea de destrucción y de desgracia que no intentaba sofocar, porque encontraba en ella un turbio placer. De nuevo me interné a solas en el corazón de las marismas y acudí a pactar en secreto con mis antiguos enemigos seminolas. Me acerqué a ellos sin temor, pues me tenían por el demonio, y no se atrevieron a intentar nada contra mí cuando penetré en su territorio. Le anuncié al jefe de un clan mi partida la siguiente luna llena y le entregué las llaves de las celdas donde mis negros eran encerrados al término de sus jornadas de trabajo.

– Libéralos -le dije-. Destruye la plantación si quieres, mata a los capataces y a todos los que allí viven. ¡Véngate! Yo no estaré aquí para oponerme al saqueo.

Este viraje, incomprensible a sus ojos, me confirió ante los salvajes un prestigio sin igual. Obedeciendo mis deseos como si fueran órdenes, quemaron mi propiedad la misma noche de mi huida. Me enteré de la noticia en un vapor que descendía por el Mississippi: la información ocupaba la primera página de los diarios. Aunque no se había podido encontrar mi cadáver, largos artículos lamentaban mi muerte y relataban con horror la de Blanche. Ningún europeo había sobrevivido a la furia destructora de los negros y los indios. Habían encontrado el cuerpo de mi mujer clavado en un tronco de árbol en el linde del manglar, con las piernas y el busto roídos por los buitres. El fruto de su vientre había sido devorado por las bestias. Imaginé con deleite su fin y el martirio que sin duda habría sufrido antes de morir. El asesinato de Blanche me exaltó como lo había hecho la masacre de las muchachas de mi harén de Estambul.

Quise conocer otros instantes que pudieran destilar ese sabor único, incomparable, que sólo se degusta después de cometer las fechorías más abyectas. Me busqué un nuevo nombre y me instalé en Nueva Orleans, donde pronto prosperé como negrero. El oficio me gustaba y me desenvolvía bastante bien. Gracias al saber adquirido junto a Nuwas, en la biblioteca del Arsenal y en las de Venecia, fabriqué fetiches para proteger mi capital frente a las enfermedades y las epidemias. Fleté varias goletas para comerciar con África y las Antillas, y mis barcos fueron pronto conocidos por ser los más seguros y los más afortunados de todos los Estados del Sur. Jamás un negro se moría de fiebre o de disentería en mis bodegas, y mis negras daban a luz más a menudo de lo normal, de modo que a la llegada la mercancía era siempre más numerosa que a la partida.

El azar quiso que un día un miembro de la familia de Sauves se cruzara conmigo en el Vieux Carré. Incrédulo al principio, el fulano gritó que me conocía, y que se lo llevara el diablo si yo era un fantasma. Sólo un navajazo en la garganta consiguió calmarlo. Por fortuna, tuve tiempo de poner a aquel exaltado fuera del alcance y nadie me vio ajustarle las cuentas. Arrastré el cadáver hasta un pontón cercano y lo arrojé al cieno del Mississippi, donde debió de descomponerse en apenas unos días. Durante todos los años que permanecí en Nueva Orleans, jamás volví a cometer el error de comprometerme oficialmente con una mujer. No obstante, tuve numerosas amantes, que me concedían sus favores de forma graciosa o tarifada; pero no me até a ninguna, aunque algunas sintieron por mí una pasión violenta. Hay que decir que los años me habían convertido en un maestro en el arte de amar, y hasta el propio Ovidio habría podido recibir mis lecciones. Durante mucho tiempo guardé conmigo un fetiche encargado de asegurarme una victoria fácil con no importaba qué mujer, y a él le debía conquistas dignas de Casanova o de uno de los marquesitos inventados por Lacios. La experiencia así adquirida pronto generó nuevos éxitos, pues es bien cierto que las mujeres son animales de olfato infalible para descubrir al gallo capaz de darles más placer. Mi constitución de semental, mis saberes poco comunes, mi propensión natural a la voluptuosidad, hicieron que las madres me trajeran a sus hijas para que las desflorase, que las devotas rompieran su voto de abstinencia por mí, y que una sociedad de libertinas se crease en torno a mi persona. Las señoritas afiliadas, en número de quince o veinte, tenían acceso por turno a mi lecho; la única tasa de peaje era traerme a otras doncellas. Una vez al mes, las reunía para divertirlas a todas juntas, y jamás dejaba de complacer a ninguna.

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