Sin embargo, esta vida dulce y divertida tuvo que terminar un día, pues los espíritus sombríos de Washington juzgaron inconvenientes las costumbres de los colonos del Sur. Acabo de expresar con ligereza, lo admito, una verdad muy seria y muy triste. En realidad, la guerra que enfrentaba a los trece estados del Sur contra los del Norte era un verdadero choque de civilizaciones. Dos visiones del mundo irreconciliables se oponían. De un lado, y bajo la cobertura de los buenos sentimientos, una modernidad industrial dominada por el dinero ansiaba apoderarse de nuevos mercados. Del otro, una sociedad aristocrática agrícola y esclavista intentaba oponer resistencia. Por primera vez me veía arrojado al corazón de un conflicto de gran magnitud. Con el deseo de tomar parte activa en él, y gracias a mis relaciones y a mi dinero, me aseguré un puesto relevante en el ejército Confederado. Costeé con mis propios fondos la leva de una tropa de voluntarios compuesta por cien jinetes a los que equipé de pies a cabeza. El episodio me hizo recordar a Galjero, que armó a sus condotieros para el conde Lorenzo de Médicis, y a Dragoncino, convertido en capitán de guerra bajo el estandarte de la casa Borgia.
Los primeros meses de la guerra nos fueron altamente favorables. Al margen de nuestras tropas regulares, dirigidas con brío por generales competentes y honestos, yo realizaba acciones de guerrilla sobre los flancos del enemigo para hostigarlo y exasperar su paciencia. Mi banda no era la única en practicar esta forma de combate. Otros capitanes habían elegido esa manera de luchar contra el invasor, y las batallas regulares combinadas con los efectos de nuestros golpes de mano producían resultados devastadores entre los nordistas. Este proceder duró algún tiempo y estuvo cerca de procurarnos la victoria, hasta que la fortuna decidió de repente cambiar de bando. Al principio sufrimos algunas escaramuzas sin importancia; después, la batalla de Saratoga marcó el principio de nuestro descenso a los infiernos. Mejor organizados que hasta entonces, mejor dirigidos y, sobre todo, más numerosos y ya mejor armados, los hombres de la Unión nos empujaron y hundieron nuestras líneas en varios puntos. Sus ejércitos irrumpieron en nuestras ciudades y las saquearon. Cuando liberaban a los negros, los enrolaban enseguida a la fuerza en su horda y los enviaban a que los mataran en primera línea. Para sus mejores hombres, protegidos por aquella cortina de carne de cañón, era un juego llegar frescos y dispuestos a masacrarnos, mientras que nosotros agotábamos todas nuestras municiones en diezmar a los negros. Fuimos a batirnos en Carolina y en Georgia, donde mi banda sufrió severas pérdidas. Después de años de guerra, la línea del frente se había diluido a lo largo de cientos de kilómetros y a menudo era imposible saber si cabalgábamos en territorio amigo o enemigo. Una población podía ser nuestra por la mañana, mostrar la bandera estrellada sobre sus tejados a mediodía y regresar a nuestro poder antes de la noche. El enemigo practicaba la táctica de la tierra quemada. Asolaba nuestros campos e incendiaba nuestros bosques. El hambre se instaló y arrojó a los caminos hordas de civiles convertidos en bestias más peligrosas que fieras acosadas. De los niños a los ancianos, todo el mundo iba armado, y las riñas estallaban bajo el menor pretexto. Para sobrevivir, había que desconfiar de todo y de todos.
Una tarde muy fría, mientras estábamos acampados en un bosque, un oficial de alto rango me mandó llamar. Me condujeron, en compañía de una pequeña tropa, hasta una granja aislada en la que se había reunido todo un estado mayor. Me presentaron a un civil vestido con un buen abrigo. Era un emisario secreto enviado por Francia para juzgar nuestra situación y considerar la oportunidad de acudir en nuestra ayuda. Sabiendo que yo hablaba bien su lengua, me confiaron la delicada misión de convencerle de que su país debía entrar en guerra en nuestro bando. El hombre no era desagradable, no carecía de cultura ni de buen juicio. Comprendió enseguida las ventajas que tenía ayudar a los estados del Sur en la lucha con el Norte.
– El rey Luis XV actuó equivocadamente al no tomarse en serio nuestras colonias de Canadá y las Indias. Los ingleses nos las han arrebatado a pesar de la bravura de nuestra gente. Napoleón también cometió el error de vender Luisiana. Luis Felipe, en fin, ha decidido echarle el ojo a la Berbería. Es un dislate monstruoso: nada fructífero nos espera allá abajo, lo presiento, todo lo contrario. Francia haría mejor en sostener sus esfuerzos de secesión. Eso nos permitiría poner en jaque a esos ingleses que nos incordian desde hace tanto tiempo. Haré todo lo posible por destacar sus méritos ante el emperador. Su interés por este continente es vivo y su política en México menos estúpida de lo que parece. Tienen derecho a esperar algo más que nuestra simpatía, señor.
Con el corazón animado por estas buenas palabras, me arriesgué a expresar una pregunta personal.
– Conocí en París, hace mucho tiempo, a una mujer llamada Laüme. Poseía un palacete en el quai d'Orléans. Tal vez usted la conozca.
El diplomático me miró con sorpresa, pero no pudo decirme nada de Laüme, porque nunca había oído pronunciar su nombre.
– Estoy bien introducido en la corte, señor -respondió-. La emperatriz Eugenia me concede el honor de su amistad. Puede estar seguro de que si la persona que usted menciona fuese una figura de relieve, yo no dejaría de estar informado.
La respuesta me dejó un sabor extraño. No sabía si debía felicitarme o inquietarme. Durante todos aquellos años pasados lejos de ella, Laüme no se había apartado de mi mente. Ella era la justificación íntima hasta del menor de mis actos, del pensamiento más nimio. Mi objetivo seguía siendo dominarla, y sabía que algún día sería capaz de ello. Sin embargo, aún necesitaba acumular experiencias para no arriesgarme a un nuevo fracaso si me enfrentaba a ella de forma prematura.
Cuando sonó la hora de la derrota sudista, me negué a abandonar las armas, con el deseo de aguerrirme en el combate. Nuestro general en jefe, Lee, fue obligado a firmar la rendición por Grant, el jefe de los nordistas. Nuestro ejército regular fue disuelto y nuestros Estados, otrora libres, quedaron bajo la tutela de los negociantes del Norte. A pesar de su interés, los franceses no habían acudido a luchar a nuestro lado. Eso habría cambiado el curso de la historia y las cartas se habrían repartido de otro modo, pero ya no importa. Los juegos de la alta política quedaban por entonces fuera de mi alcance y del de la veintena de supervivientes de mi escuadrón.
Cuando se firmó el tratado de paz entre confederados y unionistas, reuní a mi gente en consejo. Sólo un puñado de ellos decidió aventurarse hacia el oeste y rehacer su vida en los territorios vírgenes. Los otros prefirieron quedarse conmigo para seguir luchando contra los azules. Durante muchos meses, tendimos emboscadas en los alrededores de Richmond y de Atlanta; pero sólo se trataba de arañazos insignificantes para el gran cuerpo del ejército enemigo. Por cada soldado muerto, los nordistas enviaban cinco en su lugar. El combate, absurdo, sin fin, estaba perdido de antemano. Hartos de aquella existencia, varios hombres nos dejaron. Reducida a diez, y después a cinco, nuestra tropa nada podía hacer contra la soldadesca de Washington. Muertos de hambre, flacos como lobos y acosados por todas partes, nos abatimos sobre presas fáciles, granjeros y plantadores que se habían sometido sin demasiado rechazo a la nueva autoridad. No pasó mucho tiempo antes de que abandonáramos toda excusa patriótica y nos dedicáramos a destrozar y matar a quienes se ponían a nuestro alcance. Ya no éramos soldados, ni mercenarios, sino vulgares salteadores de caminos que se aprovechaban de la confusión general para satisfacer sus deseos por medio de la violencia. Desde la época en que el señor Hubert me había enseñado el manejo de las armas de fuego, los progresos técnicos habían mejorado considerablemente estos ingenios. Yo llevaba al cinto dos revólveres Remington de seis tiros cada uno, y en mis alforjas dormía una carabina Scofield que abatía a un hombre a mil quinientos metros. Esos instrumentos habían matado a más civiles inocentes al cabo de unos meses que a nordistas en todos los años de la guerra. Una noche en la que merodeábamos en busca de nuevas rapiñas, vimos unos fuegos que se movían con rapidez en la oscuridad. Avanzamos en silencio hasta la encrucijada de dos grandes pistas. Allí se reunían unos jinetes vestidos con largas togas blancas y con los rostros cubiertos por altas capuchas puntiagudas. Sostenían antorchas y formaban un círculo alrededor de cinco o seis negros que temblaban de miedo y con los cuales jugaron al tiro al blanco después de haberlos maltratado.
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