Los bóers eran en su mayoría protestantes pero, en aquellas circunstancias particulares, me parecieron más bien simpáticos. Es en los períodos de conflicto cuando se comprende que las fantasías y las rigideces de la religión son cuestiones superfluas. En la guerra, el hombre olvida la moral y reencuentra lo esencial; se abre de verdad al mundo y posibilita que viva lo mejor de sí mismo. Por muy encurtidos que estuvieran al principio en su credo, los puritanos no escapaban a la regla. Dos días después de mi llegada, me vi incorporado a una columna bajo el mando de un holandés apellidado Ghert. Había venido de Utrecht diez años atrás y se paseaba continuamente con una Biblia negra bajo el brazo. No dejaba el libro por nada del mundo, ni cuando tiraba con su carabina. Con trescientos tipos robustos, subimos hacia la meseta del Transvaal, con la misión de reforzar a uno de los cuerpos principales del ejército bóer. Cabalgando a la cabeza del destacamento, me alié con un alemán de Berlín que se hacía llamar Franck. Conocía bien la región y me llevaba a patrullar con él. Nuestros caracteres se avenían y pronto nos hicimos inseparables. Junto a él volví a encontrar algo de esa poesía natural que me gustaba de Nerval, de esa desenvoltura que tanto apreciaba en Dumas, de esa nobleza altiva que me impresionaba de Nuwas, y de ese candor del pequeño ebanista Jérôme Galland que me había emocionado. Pero Franck añadía a todas esas cualidades la mirada única que arrojaba sobre el mundo: era una suerte de panteísta, un enamorado ferviente de la Creación.
– Está bien matar a los hombres -afirmaba-, de todos modos hay demasiados. Pero hay que respetar a los animales y a los árboles. Son más bellos que nosotros y pertenecen de verdad a esta Tierra, a la que no necesitan saquear para sobrevivir. Ellos son las verdaderas criaturas de Dios.
Franck tenía el don de hacerse aceptar por los animales. Junto a él, apartados del tumulto de la caravana, pasaba entre las manadas de elefantes y búfalos que recorrían tranquilamente la sabana, sin molestarlos. Me hizo observar el juego de los leones y los guepardos, la caza de los cocodrilos que atrapaban los ñus cuando éstos se acercaban a beber al río, y el paso majestuoso del pájaro secretario entre las hierbas altas.
Mientras estábamos ocultos entre el ramaje en lo alto de un árbol, percibimos un retumbar de cascos que iba en aumento y que se dirigía hacia nuestra posición. Por la mira de mi Scofield vi un caballo negro ensillado a la inglesa que avanzaba en línea recta. Los estribos vacíos le batían los flancos y tenía el pecho cubierto de espuma. Saltamos a tierra y remontamos con prudencia la pista del caballo enloquecido hasta la orilla de una charca donde un civil se agitaba junto al cuerpo tendido de un soldado británico. Rodeamos la charca para asegurarnos de que los dos hombres estaban solos antes de acercarnos apuntándoles con nuestros fusiles. En cuanto nos vio, el tipo sacó un revólver de su guerrera, pero yo fui más rápido; mi bala golpeó el tambor de su arma y la hizo saltar de su mano. Franck golpeó con la culata de su arma la nuca del tipo, con ganas de pelea, y lo dejó inconsciente. Mientras yo pasaba una cuerda por las muñecas del inglés, Franck examinó rápidamente a su camarada tendido.
– Le ha mordido una serpiente. Va a morir. No hay nada que hacer.
Si se hubiera tratado de uno de los nuestros habría comprendido mi reacción, pero ¿por qué acudí a inclinarme sobre el inglés? Incluso hoy lo ignoro. Como su compañero, se trataba de un tipo joven, de veinte o veinticinco años. Poseído de una piedad inexplicable, quise salvarlo. Fuera cual fuese el veneno que fluía por sus venas, yo tenía el poder de curarlo, Nuwas me había enseñado cómo hacerlo. Saqué de un bolsillo un guijarro blanco similar al que mi maestro había deslizado en otra ocasión en la boca del pequeño nómada sofocado por la fiebre, y practiqué sobre el nombre unas operaciones de magia elementales. El resultado fue inmediato. El hombre, reanimado, abrió los ojos y escupió enseguida la piedra, ahora ennegrecida.
– ¿Cómo lo has hecho? -me preguntó Franck, asombrado-. ¡Nunca había visto a nadie sobrevivir a una mordedura como ésa!
Eludí la pregunta con un gesto de la mano y acerqué mi cantimplora a los labios del inglés.
– ¿Cómo te llamas, muchacho?
– Bentham, señor. Y ese de ahí es el señor Churchill. Winston Churchill.
Tres horas antes de nuestro encuentro, el teniente Bentham y el corresponsal de guerra del Daily Telegraph Churchill subían juntos a un tren blindado del ejército británico. El convoy, atacado por los nuestros con dinamita, descarriló parcialmente y los bóers se lanzaron al asalto. A pesar de su resistencia, los ingleses estaban a punto de ser desbordados cuando, en el último momento, Bentham y Churchill lograron saltar los dos sobre el mismo caballo y salieron indemnes del escenario del combate. Tras galopar al azar por la sabana, los fugitivos hicieron alto en la primera zona con agua que encontraron y donde, para su desgracia, una serpiente surgió bruscamente de entre las hierbas y mordió al oficial.
Antiguo alumno de Sandhurst, Bentham no era del todo antipático. Cortés, sobrio y sincero, me agradeció que le hubiera salvado la vida de un modo que revelaba el temperamento de un auténtico gentleman. Churchill, por el contrario, no era más que un pequeño bruto saturado de desprecio y henchido de orgullo. Su cabeza de perro y sus labios húmedos me desagradaron profundamente. Cuando le interrogué, me escupió en la cara una saliva con restos de tabaco malo, intentó morderme y, como último recurso, me sacó la lengua mientras soltaba juramentos abominables. Estuve a punto de meterle una bala en el cráneo sin miramientos, pero Franck se interpuso.
– Uno es teniente y el otro periodista -me recordó-. Seguramente tienen información relevante sobre la estrategia de Kitchener. Debemos trasladarlos a un lugar seguro para someterlos a interrogatorio. Y también pueden servir de moneda de cambio. Sobre todo, no hay que matarlos.
En aquellos momentos, ésa era sin duda la voz de la razón. Pero ¿qué hubiera dicho el berlinés Franck si hubiera sabido que cuarenta años más tarde aquel mocoso de Churchill iba a impedir casi sin ayuda que la gran Alemania conquistara Europa?
Así pues, y como habíamos decidido, entregamos a los prisioneros a un oficial del alto mando, que nos felicitó por nuestra captura. Al pasar a manos de sus nuevos guardianes, Bentham se volvió hacia mí y, muy digno en su uniforme escarlata, me dedicó un misterioso «hasta la vista». Tres días más tarde, supimos que los dos tunantes habían puesto pies en polvorosa sobornando al carcelero. La anécdota nos hizo reír mucho tiempo a Franck y a mí, y solíamos contarla a nuestros compañeros por las noches.
La metralla inglesa acabó por costarle la vida a mi amigo. Por mi parte salí indemne, como siempre, y asistí impotente a la victoria de los británicos sobre los rebeldes. Dejé África poco antes de que se rubricara el tratado de paz. ¡Triste día! Yo había perdido muchos nuevos camaradas en esa guerra, y me preguntaba si algún día elegiría el bando vencedor en vez del vencido. En los tres conflictos en los que había participado, mi ejército siempre había saboreado la derrota.
Volví a Europa por Aden y el mar Rojo, una ruta peligrosa, porque las tribus guerreaban entre sí y a ninguna les gustaban los extranjeros. Por Suez, pasé al Mediterráneo y me reuní con Laüme poco más de dos años después de haberla dejado. Le regalé un enorme diamante que mi fetiche buscador de tesoros me había permitido encontrar en las montañas del Transvaal. Por su parte, ella también había viajado, había ido a conocer América. Estuvo en Nueva Orleans, que yo tanto le había elogiado, pero no se demoró allí y prefirió pasar un tiempo en Nueva York, que la había fascinado.
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