Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Mientras conjuraba de tal modo algunos de mis peores recuerdos, en Francia la República se mantenía, contra todo pronóstico. Apoyado en algunos prohombres, el régimen garantizó a todo el país unos años de tranquilidad. Laüme y yo pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo el amor y divirtiéndonos. Vivíamos a lo grande y frecuentábamos cada noche el teatro o la nueva ópera Gamier donde se representaban las glorias del arte lírico. Laüme era la más bella de las mujeres y yo sentía que su amor era sincero. Después de todos aquellos años terribles, me parecía disfrutar al fin del paraíso…

– ¿Quieres que tengamos un hijo? -me dijo un día.

– ¿Un hijo? ¿De verdad puedes ser madre, Laüme?

– Dejé de trabajar en ello -respondió, mientras su respiración se aceleraba de repente-. Ahora que has vuelto a mí tan distinto, tan fuerte, estoy dispuesta a arriesgarme a la prueba.

– ¿Arriesgarte? ¿Es peligroso?

– Toda metamorfosis conlleva un riesgo. Mi cuerpo no está hecho para prohijar, eso será imponerle una traición. Pero ya he aplazado demasiado el momento.

Laüme me miró a los ojos y tomó mi mano.

– ¿Estás dispuesto a seguirme por este camino, Dalibor? Quizá nos espere la muerte a ambos; pero si triunfamos, nuestras posibilidades serán ilimitadas.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Primero necesitaremos sangre -murmuró Laüme-. Muchísima sangre…

Su tono era casi de aflicción. Por primera vez, sentí que el miedo anidaba en su interior. La estreché en mis brazos y la abracé para confortarla.

– No temas. Pase lo que pase a lo largo del camino, yo estaré siempre a tu lado.

Elegimos Londres, porque precisábamos de un lugar donde vivir sin testigos. Nos afincamos en Argyle Street, justo detrás de Regent Square. Era un voluminoso edificio sin encanto, pero vasto y retirado al fondo de un gran parque que nos ocultaba de las calles circundantes. No contratamos ningún criado ni doncella para Laüme, ni ayuda de cámara para mí. Necesitábamos estar solos. El único contacto que tuve, por una serie de casualidades, fue un francés llamado Barbillon. Era el único que conocía mi nombre y sabía dónde vivía.

Era un hombre abotargado, de cabello largo y grasiento. Agente de la Sureté bajo el Segundo Imperio, había llegado a dirigir una red de espías devotos del régimen y particularmente eficaces. La proclamación de la República había estado a punto de resultarle fatal. Perseguido por los que había acosado con tanto celo, salvo la vida gracias a su exilio al otro lado del canal de la Mancha. Una vez en la capital británica, a salvo de sus enemigos, se había convertido en proxeneta, propietario de varios prostíbulos. A cambio de una generosa retribución, había aceptado cederme los frutos indeseados del comercio de las muchachas. Lo que me suministraba constituía la materia prima necesaria para la fecundación del hada. Desde luego, aquélla sólo era la base sobre la que se componían los rituales más horribles y extraños. Los crímenes que había cometido Laüme ante mis ojos sobre los cuerpos de Lorette y de su bebé no eran nada en comparación con lo que hizo con los recién nacidos adquiridos a Barbillon. Durante mucho tiempo se preparó sin que yo pudiera ayudarla. Yo depositaba a las criaturas por la noche ante su puerta y, por la mañana, no encontraba sino los huesos arrojados al pasillo. La sangre virgen era para ella un cordial mediante el que esperaba diluir las escorias que Yohav había incrustado en lo más profundo de su ser. Estos prolegómenos eran de largo alcance y exigían un cuantioso aporte de materia prima. Como Barbillon no alcanzaba a proveernos del todo, yo me dedicaba a rondar a veces por Aldgate y Stepney, barrios fangosos del este de Londres, en busca de los complementos necesarios. Allí encontraba productos de buena calidad, aunque siempre de más edad que los hijos de las prostitutas. Laüme vivía en reclusión, casi siempre desnuda como un animal, saturada de sangre, extática en una embriaguez impía que la había proyectado lejos del territorio de los hombres. Esa crisis duró meses. Cada pieza de nuestra residencia era una tumba que contenía los cuerpos de los niños sacrificados. Procedentes del subsuelo, las ratas roían los cadáveres y nubes de moscas verdes zumbaban por los pasillos. La sangre es un agua oscura, un espejo sombrío donde dormitan los sortilegios más ambiguos. Laüme se servía de ella como de un éter para desarrollar su conciencia y dominar las menores evoluciones de su carne. Yo no era más que un Caronte, un pasador, el único lazo que la unía aún al mundo de los vivos. Semejante a un sacerdote de la antigua Cartago al servicio del dios Moloc, le tendía niños que ella despedazaba con la ferocidad de una hiena. Yo la miraba a veces, pero no participaba en ninguna de estas matanzas; no porque yo sintiera ningún desagrado, sino porque el ritual lo prohibía aún.

Al fin llegó el momento en que el hada me hizo entrar en escena. Fue mi turno de convertirme en una bestia. Cuando rompí todo lazo con la humanidad, nos acoplamos de manera repugnante. Al derramar en Laüme un semen que había tenido que conservar celosamente durante meses, sentí un dolor inmenso, intolerable, que me arrojó de su lado al instante y me hizo retorcerme en el suelo. Durante algunos días, creímos que mi licor se había perdido y no la había fecundado, pero después Laüme, radiante, me dijo que sentía la vida germinar en su interior. De inmediato, provocamos un incendio y dejamos Argyle Street mientras la mansión ardía como una antorcha. Regresamos al continente, porque Laüme quería traer al mundo a su hijo en Italia.

– Tengo una casa en Venecia -le dije-. Allí estarás bien…

Ella sonrió y dejó que la instalara en mi casa. Pasaba sus días en soledad y no quería ver a nadie. Yo me lo tomaba con paciencia y pasaba las horas fumando en el Quadri o en el Florian, o vagando durante horas por las calles desiertas. Al caer la noche, Laüme se reunía conmigo y nos estrechábamos el uno contra el otro antes de que ella desapareciera, al alba, para recluirse en su habitación durante el resto del día sin autorizarme a que la visitara. Hizo falta que transcurriera algún tiempo en este régimen para que yo reparase en sus rasgos cada vez más cansados, pálidos, las pupilas brillantes como bajo los efectos de la fiebre. Cada día se parecía más a una enferma y, a pesar de sus negativas, eso me inquietaba. Mis preguntas sobre su estado quedaban sin respuesta o, peor aún, desataban su cólera hasta el punto de que ya no me atrevía a mencionar su estado en su presencia. No obstante, su respiración se tornó ronca, su piel se volvió rugosa, y sus cabellos caían en largas mechas quebradizas. Un mediodía, la escuché gritar en su habitación. Las pesadas cortinas corridas le daban a la pieza una atmósfera de panteón. En la cama, Laüme temblaba, con los ojos vueltos hacia arriba y espuma en la boca. Sus manos aferraban su vientre como si lo devoraran las llamas. Estaba perdiendo al niño entre dolores inmensos. Inconsciente, no llegó a ver la cosa que salió de sus entrañas, y fue mejor así. No habíamos concebido un ser humano sino un monstruo, el embrión de un gnomo infame, una aberración.

Envolví en una sábana a la espantosa criatura y fui a arrojarla por la noche al fondo de la laguna. Después del hijo de Sandrine, asesinado por Laüme, y el de Blanche de Sauves, muerto en su matriz por los seminolas, aquél era el tercer niño concebido por mí que desaparecía. Todos los esfuerzos que había hecho al lado de Laüme habían sido inútiles y desembocaron en un simulacro de vida. Me sentía triste por mí mismo, pero sobre todo por mi compañera. El hada dormía aún cuando volví a la habitación. Yo había calmado sus espasmos con opio y ella todavía descansaba, los miembros distendidos, la respiración regular. Sin embargo, sus labios estaban grises y su rostro demacrado.

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