Creo que aquel día sus rasgos perdieron para siempre todo resto de infancia…
El estado de debilidad en el que se encontraba después de su parto fallido no le permitía a Laüme dejar Venecia para volver al quai d'Orléans como deseaba. Sin embargo, no se quejaba de esa permanencia obligada. Poco a poco, aceptó acompañarme al exterior. Apenas conocía Venecia, donde sólo había estado de paso con el caballero Galjero, cuando éste la había hecho atravesar el Adriático después de Ragusa. Yo le mostré todo lo que conocía de la ciudad, y ella pareció fascinada. Poco a poco, fue saliendo del mutismo en el que se había encerrado y cada día recuperaba un poco de su belleza y de su fuerza. En las calles del Dorsoduro nos encontramos un día con un caballero que me detuvo llamándome con afecto. Era Agabio Caetano, el aristócrata veneciano a quien había conocido años atrás. No le sorprendió mucho ver que yo no había cambiado, aunque él mismo ya era casi un anciano.
– Siempre supe que usted poseía una naturaleza diferente a la del común de los mortales, signore Galjero -dijo-. Quizá le sorprenda, pero no siento curiosidad por su secreto. Toda mi vida he busca? do transmutar el plomo en oro o encontrar el elixir de la eterna juventud. He fracasado. Sin embargo, eso no me frustra, porque ahora veo en usted la prueba de que esas maravillas no son quimeras. Eso me bastará para morir en paz. Sea feliz con esa joven esplendorosa que veo de su brazo, signore Galjero, y sepa que me ha hecho un gran honor al concederme su amistad. Si le es posible, vele por mi hijo. Él es tan apasionado como yo de los arcanos y los espíritus. Es un muchacho inteligente, pero no le revele nada de su misterio. Si es lo bastante sabio, descubrirá él solo lo que le está destinado.
Eran palabras dignas de un verdadero sabio, y prometí no dejar nunca de ir a saludar al conde Caetano en mis viajes futuros a Venecia, a fin de celebrar la memoria de su ancestro y de hacer unas ofrendas a sus manes.
– ¿Quién era ese viejo loco? -me preguntó el hada cuando nos quedamos a solas.
– Un hombre a quien debo algunas lecciones de política y mi rechazo de las doctrinas republicana y liberal.
– Te has vuelto muy sabio, Dalibor -dijo Laüme, divertida-. Me alegro de que te intereses también por esas cuestiones. Pero procura no preocuparte demasiado ante los cambios que se anuncian. Este mundo que te desagrada morirá delante de tus ojos, y surgirá otro que detestarás más aún. Todo el género humano debe atravesar una crisis, una larga catarsis que empieza ahora. Habrá sobresaltos, grandes crispaciones, guerras y catástrofes. Después sobrevendrá el caos general, y los supervivientes podrán empezar una vida más sana… Hasta la próxima vez.
¿De dónde sacaba Laüme sus profecías? ¿De su magia o de su sola intuición? Lo desconozco. Pero era cierto que se acercaba un nuevo siglo y el mundo se transformaba a gran velocidad ante nuestros ojos. Al fin, regresamos a París. En 1888 visitamos la Exposición Universal, que mostraba las proezas técnicas que prometían formar pronto parte de nuestra vida cotidiana. Probamos el teléfono del señor Edison, escuchamos el fonógrafo del señor Marconi, caminamos bajo guirnaldas de bombillas eléctricas… la ciencia parecía vivir una edad de oro y prometía un futuro en el que se harían realidad los sueños más locos. En un ascensor lleno de curiosos en éxtasis, subimos las plantas de la torre elevada por el señor Eiffel. El restaurante panorámico dominaba todo París. Reinaba un ambiente de júbilo colectivo. Olvidada su derrota ante Prusia, Francia se bañaba en champán y se atiborraba de exquisitos manjares. Laüme, sin embargo, permanecía insensible a aquella atmósfera festiva.
– Lo que veo confirma mis temores -me explicó-. La ciencia va a convertirse en una nueva religión y los sabios pronto serán más poderosos que los sacerdotes. El saber servirá para halagar los bajos instintos en lugar de exaltar la nobleza. Y el populacho se convertirá en el rey. El mundo será menos peligroso, pero también menos bello. Más fácil, pero infinitamente más vulgar. Sí, el futuro que presiento me llena de pena.
El hada estaba en lo cierto. El fin de aquel siglo XIX marcó el inicio del reinado de la plebe. Convertidos en negociantes, los políticos no pensaban más que en halagar a las masas, y las finanzas anónimas tenían más importancia que los intereses de la nación. La publicidad vino a desnaturalizar las paredes y la prensa los espíritus, por más que en las calles sólo se veía a ladrones enarbolando las certezas del boticario Homais [4]. Los románticos y los exaltados habían desaparecido, así como los poetas y los visionarios. Los maestros del arte literario eran unos menesterosos aquejados de pusilanimidad y, en las salas de exposiciones, la gente se extasiaba ante horrores de colores apagados, borrosos, que violaban frontalmente las normas del buen gusto.
Contaminado por la atmósfera de positivismo, empecé a ahogarme en Francia. Soñaba con los días pasados en los bosques de Georgia combatiendo a los unionistas, con las barricadas y con los ulanos.
Laüme, por su parte, parecía indiferente a todo. Incluso a la fiesta de los sentidos. No habíamos hecho el amor desde nuestra estancia en la casa de Argyle, y no era cuestión de intentar la experiencia de una nueva fecundación, ni tampoco de reemprender una existencia frívola. Nuestros días eran grises, y yo vagaba por los pasillos de nuestro palacete sin saber cómo emplear mi tiempo. Todos mis amigos habían muerto: Alexandre Dumas, el año mismo en que yo me había reunido con Laüme; dos años antes, Nerval se había colgado en la rue de la Vieille Lanterne, víctima de sus propias quimeras. Gautier y Delacroix ya no existían.
Las festividades del nuevo siglo me ofrecieron una breve distracción. El 31 de diciembre, Laüme y yo bebimos champán en Maxim's y después, por primera vez en tanto tiempo, nos abrazamos y estreché su cuerpo contra el mío. Pero nuestra unión estuvo desprovista de alegría y nos dejó aún con más amargura. Fueron los ingleses, y su entrada en conflicto con aquellos señores del Transvaal, los que me dieron por fin un pretexto para dejar París…
El primer mes del año 1900 Laüme me acompañó a Marsella, donde embarqué con destino a África. El hada no había intentado retenerme y nuestra despedida -un beso casi frío- no desbordó de emoción. De todos modos, no era una separación definitiva. Sabíamos que estábamos destinados a volver a vernos, pero también necesitábamos permanecer alejados algún tiempo para reavivar nuestro deseo y labrar nuevas esperanzas.
En África, a los británicos se les había metido en la cabeza la idea de apropiarse de las regiones ricas en minas de oro y diamantes de los bóers, esos holandeses, franceses y alemanes que se habían asociado en pequeñas Repúblicas de hombres libres. El reparto de fuerzas jugaba en contra de los colonos, pero los ingleses habían visto cómo les infligían algunos notables reveses que los obligaron a enviar refuerzos y a emplear grandes medios para reprimir a los rebeldes. Se habían producido masacres de civiles, y los ocupantes habían abierto sin tapujos campos de concentración donde dejaban morir de hambre a sabiendas a los ancianos, las mujeres y los niños de los partisanos. De Europa y de América acudían aventureros por cuenta propia, como yo, para prestar ayuda a los insurgentes. Algunos por ideal, muchos con la esperanza de reunir un poco de oro o de descubrir un filón de piedras preciosas. Por mi parte, yo debía ser el único que acudía solamente para divertirse. En El Cabo adquirí un arma alemana automática con cargadores de nueve balas para reemplazar mi vieja Remington de seis tiros. En cuanto a mi Scofield, aún era capaz de soportar la comparación con sus equivalentes contemporáneos. Lo mejoré con un visor de tiro con el que sin duda hubiera hecho maravillas durante el sitio de París.
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