Estuvo a punto de echarse a llorar.
– He visto al monstruo que plantaste en mi vientre -masculló-. Me ha hablado. Me ha advertido de que tu semen no es bueno para las hembras humanas y que todos los hijos que pudieras darme serían gnomos. Me ha dicho que otro me fecundará y que mi hijo será más bello y más fuerte de lo que yo pueda soñar.
Esas palabras fueron como una flecha clavada en mi corazón. Tomé al hada por los hombros y la apreté hasta hacerle daño.
– ¡Eso lo has soñado! -grité-. ¡Es una pesadilla que has confundido con la realidad!
Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, sabía que Laüme no mentía. Ella poseía un poder de nigromante del que yo carecía. Quizás había invocado de verdad a la cosa infecta salida de entre sus muslos.
– Entonces, ¿se acabó? ¿Ya no queda esperanza para nosotros?
– Ninguna -sentenció Laüme-. Los Galjero jamás serán emperadores de una nueva Roma. Sólo tú tienes la culpa. No deberías haberte alejado de mí, Dalibor, ni darle tu fe a otro dios, ni seguir una vía por la que nadie podía guiarte. Esta inconsecuencia te ha costado tu descendencia.
– Y tú, ¿qué vas a hacer? ¿Regresarás al lugar de donde saliste? ¿Desaparecerás de esta tierra?
Laüme se irguió y me miró con aire desafiante.
– ¡Voy a vivir, Dalibor! Mi vientre no es un cementerio. Encontraré otro padre para mi hijo. En diez, en cien años, eso no importa.
– ¡No lo harás! ¡Lo mataré!
Pero Laüme se limitó a reírse de mis amenazas. Yo no tenía ningún poder sobre ella, y ella lo sabía.
De nuevo, decidí partir.
– ¿Adonde vas? -dijo el hada, inquieta, cuando me vio hacer las maletas-. ¿Vas a alistarte en las tropas de Francia?
– No. Esta vez me mantendré al margen. Además, París combate por una mala causa, Inglaterra es su aliada. Si tuviera que elegir un bando, sería el alemán, pero no tengo ganas. Esta guerra lanza a la plebe contra la plebe. No tengo nada que ver con ella…
Partí hacia Constantinopla, donde me instalé en el palacio construido en la época de Attar el bagdadí. Viví allí mezclando crímenes, orgías y estudio, porque sentía que me veía inmerso en una guerra contra el tiempo. Mi cuerpo declinaba cuando me alejaba de la vía negra que un día había cometido la locura de elegir para mí mismo. La ascesis del crimen no admitía respiro, era el precio a pagar por mantener la juventud. Pero el coste de esos excesos aumentaba con el tiempo, y comprendí la necesidad indefectible de encontrar un remedio a aquella pendiente diabólica. Busqué con frenesí una pista en los libros, un camino para conquistar la inmortalidad… Y después, una tarde de 1916, un hombre forzó la barrera de mis dominios domésticos. En la penumbra, no reconocí al momento su figura. Pero no había olvidado el timbre y la calidez de su voz.
– Te necesito, Dalibor -murmuró Nuwas.
Era un mundo desconocido, un planeta todavía no hollado. Yo no conocía nada de Rusia. Era el lugar más fascinante que se pueda concebir. Una vez franqueadas sus fronteras, se sentía su abrazo como si un cuerpo inmenso se abatiera sobre uno para encerrarlo y guardarlo para siempre. Pero ¿lo hacía para protegerte o para ahogarte? Imposible decidirlo…
Los rusos de Nicolás II, aliados de los franceses y de los británicos, se batían desde hacía dos años contra Alemania, Austria-Hungría y el Imperio otomano. Su ejército obtenía escasas victorias irrelevantes porque el material escaseaba hasta el punto de que los regimientos a menudo salían al asalto con fusiles sin cartuchos, y los cañones lanzaban obuses de madera. Las pérdidas eran ingentes, pero las reservas humanas parecían inagotables: de Siberia llegaban sin cesar nuevos trenes cargados de mujiks.
Desde Estambul, Nuwas nos hizo cruzar el Cáucaso y después atravesamos los desiertos uzbecos hasta llegar a Moscú por el sur. Nuestro itinerario no se detuvo allí, ya que nuestro destino era San Petersburgo, donde los Romanov tenían su corte. No viajamos como clandestinos ni como espías. Nuwas presentaba papeles oficiales cuando le preguntaban su identidad, certificados con el sello de la Ojrana, la policía secreta imperial. Él se responsabilizaba por mí, y allá donde hiciéramos alto nos beneficiábamos de todas las facilidades para obtener albergue y comida.
Revestido de un largo abrigo de piel encima de un traje occidental, mi compañero no se parecía en nada al brujo de las montanas que yo había conocido. Aunque su piel seguía igual de oscura, su barba cuidadosamente peinada y sus largos cabellos aplastados con brillantina no atraían las miradas. Una sola palabra bastó para que yo partiera junto a él al instante, sin preguntarle cómo me había encontrado, sin inquirir sobre la ayuda que esperaba de mí. A lo largo de nuestro viaje, sólo intercambiamos algunas frases relativas a asuntos cotidianos. Yo conservaba en la memoria las circunstancias de nuestra ruptura y ardía en deseos de saber si aún me guardaba rencor por haber cedido a las insinuaciones de Ta'qkyrin. Sin embargo, me abstuve de expresar mis pensamientos porque sabía que, tarde o temprano, recibiría respuestas a mis preguntas. Creo que hice bien en no presionar a mi antiguo maestro: su expresión se endurecía a medida que avanzábamos hacia el norte. Cuando llegamos a San Petersburgo, me condujo a un vasto apartamento sobre el río Neva, que ocupaba él solo. Los techos eran altos, y los parqués brillaban bajo el lustre del cristal.
– Ponte cómodo -me dijo el yazidi-. Aquí es donde vas a vivir durante el tiempo que tardemos en llevar a buen fin nuestra tarea.
– ¿Qué quieres que haga? -pregunté por fin abiertamente.
– Se trata de matar a un hombre -respondió sobriamente Nuwas al tiempo que tomaba asiento frente a mí.
– ¿Sólo eso? ¿No puedes hacerlo tú solo?
– ¡Oh, no, amigo mío! Ya lo he intentado y he fracasado, como otros antes que yo. Nadie lo ha conseguido. Sólo nosotros dos lo lograremos. A pesar de lo que pasó, tengo confianza en ti, Dalibor. Eres uno de mis mejores alumnos. Estás dotado. Nuestra víctima será impotente frente a tus dones combinados con los míos.
– ¿Quién es ese hombre extraordinario que se te resiste?
– Ése es un secreto que te será revelado esta misma noche por un príncipe de este Imperio. Él te hablará y tú le escucharás sin hacer preguntas. Después yo te contaré en privado todo lo que él ignora; entonces comprenderás por qué me he tragado el orgullo para solicitar tu ayuda.
Para saber más, tuve que aguardar hasta bien avanzada la noche. Después de una cena en solitario y una larga espera en el salón de fumar, percibí movimientos en el piso. Nuwas apareció seguido de tres desconocidos con aires de conspiradores, conducidos por un cuarto granuja en uniforme de gala de oficial con andares de bravucón.
– Príncipe Yusúpov, le presento a Dalibor Galjero -dijo Nuwas señalándome.
Me puse de pie de un brinco y respondí con un leve movimiento de cabeza al amago de saludo con el que me obsequió el príncipe, mientras que, al fondo de la pieza, uno de sus acompañantes hizo una mueca de sorpresa al ver mi rostro.
– ¡Usted! -no pudo contenerse de exclamar.
Al fijarme a mi vez en el hombre que acababa de interpelarme, el estupor se apoderó de mí. Me había topado con aquel individuo unos quince años atrás en la sabana africana: entonces yacía al borde de una marisma y el veneno de una serpiente fluía por sus venas. Ligeramente hinchado, con el cabello más escaso, era el inglés Bentham.
– ¿Se conocen? -preguntó enseguida el príncipe Yusúpov en un tono desconfiado.
– Sí -respondió el otro-. Nos conocimos hace mucho tiempo. Fue en otro continente, durante otra vida… Ya le contaré la historia, es divertida. Pero no es más que una anécdota, y no tiene nada que ver con lo que nos ha traído aquí.
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