Nuwas, por su parte, me dirigió una mirada interrogante. Con un movimiento de cabeza le confirmé que aprobaba las palabras pronunciadas por Bentham.
– Puesto que al parecer podremos trabajar juntos -continuó el príncipe Yusúpov dirigiéndose directamente a mí-, expondré el asunto en pocas palabras: hace algún tiempo, un aventurero se abrió camino hasta la corte. Era un starets , un místico errante llamado Rasputín, un tosco mujik que apenas sabía leer y escribir. Sin embargo, poseía un don de curación milagrosa y consiguió aliviar con sus conjuros al hijo de nuestro zar de las crisis de hemofilia que padecía. Desde aquel día, su influencia en la familia imperial no ha dejado de aumentar. Interviene en cuestiones políticas, y la zarina no escucha a nadie más que a él. Dice tener visiones y predice una revolución en Rusia si no ponemos fin de inmediato a nuestra intervención en la guerra y a nuestras alianzas militares con franceses e ingleses. Nuestro bien amado zar se muestra también cada vez más sensible al encanto de esa víbora maligna. Por el bien de Rusia, por los fines de nuestra diplomacia y por la victoria final frente a Alemania, debemos deshacernos de ese Rasputín cuanto antes.
– ¿Por qué no dispararle un balazo en la cabeza? -pregunté.
– Ya lo hemos intentado -respondió Yusúpov-. Hemos intentado varias veces envenenarlo o apuñalarlo. Pero todas las tentativas han fracasado. Empiezo a pensar que ese hombre es el diablo en persona. Esa no es exactamente la opinión de su amigo Nuwas, el único que ha logrado herirlo, pero él afirma necesitar de su ayuda para terminar el trabajo. Señor, si nos ayuda a matar a ese demonio, puede estar seguro de que le haremos rico.
– Mis cofres están bastante llenos, príncipe -repliqué-. No necesito dinero. Sin embargo, accedo a prestarles mi ayuda porque aquí estoy rodeado de amigos.
– Como ya debes imaginar, Dalibor, el príncipe Yusúpov no conoce toda la historia de ese campesino salido de la taiga que se ha convertido en el hombre más poderoso de Rusia…
Estábamos de nuevo a solas y Nuwas decidió por fin revelarme las piezas que faltaban en el enigma de Rasputín.
– Tardé mucho en hacer que Ta'qkyrin me obedeciera después de tu marcha -prosiguió-. Tuve que usar bastante el látigo, porque esa perra había recobrado la afición al placer en tus brazos, y vi que su lubricidad no se apagaba. Al fin, al cabo de un año durante el cual tuve que dedicar casi todo mi tiempo a domarla, pensé que se había aplacado. La vida retomó su curso normal. Una noche, el dios Taus me envió la visión de un hombre en un paisaje de nieve, una imagen que no me abandonaba. Decidí salir en su busca pero no lo encontré ni en Mesopotamia ni en Siria ni en Fenicia. Ninguna de las torres de nuestro dios había sido visitada por él. Sin embargo, los sueños se multiplicaban, cada vez más insistentes, más poderosos. Por mucho que se repetían cada noche, yo no alcanzaba a comprenderlos. Cuando regresé al valle de Lalish, descubrí con horror que Ta'qkyrin se había escapado. Sin detenerme a investigar cómo había logrado romper las barreras mágicas levantadas a su alrededor me lancé sin demora en su persecución. De eso hace ya cinco años… Su pista conducía hacia el norte, más allá de la cordillera de Elburz. Atravesé las montañas y llegué a Rusia al comienzo del invierno. Las estepas eran infinitas y, cada noche, soñaba con el hombre misterioso mientras empezaban a caer las primeras nieves. En las proximidades de Moscú, los sueños cesaron de repente y las visiones que me permitían seguir la pista de Ta'qkyrin también se interrumpieron. Ya desesperaba de volver a ver a mi frawarti cuando vi, colgada en las tablas de un quiosco de prensa, la primera página de una revista ilustrada popular. Un grabado representaba al hombre misterioso a la cabecera de un hermoso niño, con esta leyenda: «Rasputín cura al príncipe heredero». ¡Rasputín! Ése era pues el nombre del rostro que me acosaba desde hacía meses. Me dirigí a San Petersburgo sin saber lo que me deparaba allí. La atmósfera era febril, los anarquistas hacían explotar bombas al paso de la carroza imperial y los comunistas llamaban a la revuelta. La policía política estaba por todas partes. Necesité armarme de paciencia para ver al fin al tal Rasputín, en una explanada a la salida de una misa en la que había acompañado a la zarina. Me situé en primera fila de la multitud, buscando algún medio de atraer la atención del mujik.
»¡Taus! -grité, esperando que el nombre de mi dios actuara como un sésamo-. ¡Taus me conduce a ti!
»Pero por respuesta sólo recibí una mirada desconcertada, que apartó enseguida. A mi lado, un hombre al que no había prestado atención sacó de un bolsillo un revólver y apuntó el cañón sobre el starets al grito de "¡Viva la revolución!". Justo antes de que su dedo apretara el gatillo, descargué el puño sobre su brazo y lo desarmé. La policía lo capturó y me presentó al mujik, que no había perdido detalle de la escena.
»-Me has gritado algo que no he entendido, y ahora me salvas la vida… ¿quién eres?
»-He dejado mi país para salir en tu búsqueda después de haberte visto en mis sueños -expliqué-. Pero no sé todavía quién de nosotros es el maestro y quién el alumno. Sea como sea, no dudo que el destino ha querido reunimos.
»Las circunstancias de nuestro encuentro intrigaron a Rasputín. Me hizo subir a su coche y me llevó con él al Tsarkoie Selo, el Palacio de Invierno, donde tenía sus apartamentos. Numerosos aprendices habían venido a mí en el valle de Lalish. Todos eran excepcionales y tú, Dalibor, lo eres más aún. Pero Rasputín os supera a todos en materia de poderes extraños. De su persona emana un brillo, un aura de una intensidad sin igual. Sin embargo, no sabía nada de Taus ni de los yazidis. Ignoraba todo lo que le nombraba. Después de conversar un rato con él comprendí que no era más que un campesino inculto y miserable, aunque bastante dotado para aprovecharse de un carisma extraordinario y de cierto don de magnetismo que le hacía pasar por un brujo o por un santo, según sus maneras provocaran rechazo o atracción. Porque era ante todo un seductor, un macho cabrío eternamente en celo que no podía vivir sin las mujeres. Conquistadas y trastornadas a la vez por su cuerpo, que no lavaba jamás, las delicadas condesas de la corte rusa se entregaban a él con voluptuosidad, y rumores persistentes daban a entender que la propia zarina gozaba de su miembro más a menudo que del de su esposo. Por su parte, él advirtió que yo no era un hombre corriente e intentaba averiguar mi identidad. Éramos como dos lobos que se olfatean sin saber qué les conviene más, si combatir o confraternizar. Indeciso todavía, Rasputín ordenó que me acompañaran a la salida prometiéndome una pronta nueva audiencia. Aquella misma noche, la Ojrana puso cerco a mi buhardilla y la asaltó. Tuve que huir por los tejados para escapar a la brigada movilizada. Sin duda juzgándome más peligroso que amigable, Rasputín había ordenado eliminarme.
»Dormí en cuadras o en sótanos, me escondí de las patrullas de policía que peinaban la ciudad y no hablé con nadie hasta que, con el empleo de algunas de las artes que te he enseñado, me introduje en el Palacio de Invierno. Rasputín ya era mi enemigo declarado, y quería matarlo. Sin embargo, cuando después de no pocos ardides llegué al fin cerca de las ventanas de sus apartamentos, vi al mujik en conversación con una esbelta criatura de cuerpo fino, envuelto en un vestido ajustado. Fue como si me arrancaran el corazón porque, ya lo has adivinado, ¡aquella muchacha era Ta'qkyrin! Mi brazo se debilitó y mi espíritu se tambaleó. Me batí en retirada sin intentar nada aquel día. Necesité tiempo para aceptar lo que había presenciado, pero por fin aquella escena daba cierto sentido a todas las aventuras por las que había atravesado desde la noche en que soñé por vez primera con aquel desconocido en la nieve. Seguramente Ta'qkyrin había sentido como yo la misteriosa llamada del mujik… Pero ella la había interpretado mejor y, no me atrevía a imaginar de qué modo, se había convertido en su musa y protectora. Los dones naturales del hombre unidos a los poderes fantásticos del hada convertían a Rasputín en un adversario formidable. Si quería que Ta'qkyrin volviera a mí, necesitaba encontrar aliados para abatir a aquel perro lúbrico. Hacía tiempo que había comprendido que el corazón de Rusia bullía de enemigos del starets. A pesar de la policía, que me seguía el rastro, no me fue difícil acercarme al más encarnizado de sus adversarios, Yusúpov. Por más que fuera un príncipe de sangre real, el gran duque estaba menos protegido que el mujik milagrero. Le demostré mi valía con algunos trucos fáciles que le impresionaron y le convencieron de que si había un hombre capaz de enfrentarse a Rasputín de igual a igual ése era yo. Me brindó su protección y juntos planeamos varios atentados contra nuestro objetivo. Todos fracasaron, y tuve que rendirme a la evidencia: protegido en la sombra por el hada Ta'qkyrin, Rasputín era invencible. Necesitaba un compañero tan versado en las artes mágicas como yo. ¡Necesitaba a Dalibor Galjero!
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