– Cuando estuve allí no vi más que barracas de tablas y pequeñas granjas -comenté, asombrado-. ¿Tanto ha cambiado la ciudad?
– Sin duda. Nueva York es ahora la ciudad más moderna del mundo. He comprado un terreno allí. Pienso hacerme construir una casa nueva sin falta. Ya conozco demasiado París…
Insistió para que la acompañara en un nuevo viaje transatlántico. A pesar de mi escaso entusiasmo por aquel destino, nos instalamos por algún tiempo en Nueva York. Aunque Laüme se divertía en compañía de sus norteamericanos, para mí aquellas gentes de la costa Este no dejaban de ser los yanquis a los que había combatido con ardor en las filas de los Confederados. Mi odio hacia ellos seguía intacto. Así que me dirigí yo solo hacia el Sur. Hojeando un anuario encontré el rastro de la familia de Absalon Cassard, el antiguo gobernador del Ku Klux Klan. Mi amigo había muerto, desde luego, pero tenía un hijo, Nerón, y hasta un nieto, Ephraim, que tenía ya diez años. Me di a conocer a ellos fingiendo ser hijo de un antiguo camarada de su antepasado. Cuando me recibieron pude constatar que su odio por la gente del Norte y su desprecio hacia los negros permanecían intactos.
– El Klan todavía está vivo -me dijo Nerón-. Es el guardián de nuestros valores más sagrados. Un día, gracias a él, derrocaremos a la Unión y el Sur recuperará su grandeza.
– Así lo espero -dije con melancolía-, de todo corazón.
Seguí mi viaje y atravesé el continente en los lujosos vagones de la Pacific Railroad, mientras que Laüme permanecía en la vasta mansión que se había hecho construir en Central Park.
En California no se hablaba de otra cosa que de la guerra civil que desgarraba a la cercana México. El general Huerta combatía a las tropas revolucionarias de Pancho Villa, un salvaje de discurso confuso pero que se había hecho muy popular entre los peones [5] colgando a algunos gobernadores de provincia. Compré un caballo y crucé el río Grande con un guía al que contraté, un navajo un poco brujo [6] que intentó impresionarme mostrándome algunos trucos con los que pretendía ganar prestigio ante mis ojos. Pero cuando hice surgir de pronto una niebla a nuestro alrededor, o brotar un chorrito de agua entre dos rocas del desierto, me mostró un respeto teñido de temor y de envidia. Con él llegamos a Tijuana sin contratiempos y proseguimos hasta Chihuahua antes de decidir por quién tomaría partido. El país estaba sumido en la anarquía, pero la atmósfera que reinaba era muy distinta de otras que había conocido en circunstancias similares. Allí, el Estado parecía haber abdicado de toda obligación sobre la población. Ninguna norma prevalecía sobre la fuerza bruta. Ya llevaran uniforme sus soldados o fueran vestidos de harapos, los ejércitos no eran sino bandas que luchaban sin orden ni concierto. Los mexicanos no tenían estrategia ni táctica, sólo una guerra a base de oportunidades, de azares, de golpes de mano y de raids de una audacia insensata.
Aburrido de mi indecisión, mi guía navajo terminó por dejarme en Chihuahua. Había intentado sonsacarme alguno de mis secretos, pero en vano. La mañana de su partida, tiré al aire una moneda de un dólar. La suerte decidió: Villa. Durante algunos meses, seguí a las bandas de aquel saqueador profesional, un hombrecillo rechoncho con manos enormes de palafrenero. Atacamos guarniciones aisladas, subimos en una ocasión al norte para atracar un banco de una ciudad fronteriza, hicimos volar trenes… Pero esa agitación no me divertía demasiado. A Villa le faltaba profundidad, perspectiva a largo plazo, suficiente para que pronto se agotara en mí el escaso interés que tenía por el país. Además, las mexicanas no me gustaban. No me agradaban ni la forma en que dejaban que sus piernas morenas se cubrieran de vello ni la manera tosca que tenían de entregarse. Otros horizontes me reclamaban, y dejé sin pena aquel país para dirigirme a San Francisco y a sus prostitutas perfumadas. Un barco de lujo me llevó después a China, y otro a Shanghai y a la India.
Viví algún tiempo solo en Calcuta, en una hermosa villa situada en Shapur Street, a cuyo propietario, un idiota que se negó a vendérmela, asesiné, y me entretenía viendo jugar a los monos en los árboles y a los elefantes que barritaban a la orilla del río.
Una noche, unas sombras se colaron en mis sueños. Eran espectros clamando justicia: el fantasma de la muchacha quemada en el oasis, el del niño degollado en París, los de los que había entregado a Laüme en Argyle Street… Me desperté sobresaltado, bañado en sudor, y no pude volver a conciliar el sueño. La noche siguiente, el sueño se repitió, igual de intenso, igual de amenazador. Y después una tercera vez aún. Ya no me atrevía a dormir. Temía la llegada de la noche. Después, aquellas imágenes venían a acosarme incluso en pleno día, y creí enloquecer. Surgían ante mis ojos abiertos, como espejismos en el desierto. Al observar mi reflejo en un espejo, veía que mi rostro estaba pálido y demacrado. Escrutando con más detalle, advertí un hilo blanco entre mis cabellos. Desnudo ante un espejo de cuerpo entero, examiné mi cuerpo durante horas con la más extrema atención. Mi figura se había alterado de forma sutil: habían aparecido redondeces en mi vientre; la hinchazón afeaba mi cuello; en el dorso de mis manos habían aparecido unas manchas. Me poseyó una inquietud devoradora, más viva que la causada por la ronda de espectros que me envolvía. Éstos reían sin freno, se burlaban de mí, y me prometían que pronto me uniría a ellos en su gélida residencia. Tuve que rendirme a la evidencia: la longevidad arrancada con ardua lucha en la torre del dios Paon comenzaba a alterarse… Quizás había descuidado la advertencia de Nuwas: «Los poderes de la brujería son como un fuego que reclama siempre más combustible para seguir brillando». Olvidar esa verdad había sido un error imperdonable. Había desperdiciado años viviendo aventuras ordinarias, sin conceder importancia a los misterios más insondables. Yo, que había elegido la vía de la licencia y el crimen para honrar al dios Taus, me había convertido en un despreciable mercenario, un bandido mediocre. Con los años, me había vuelto un asceta y no había tocado el cuerpo de una mujer. ¿Cómo se operaría el envejecimiento? ¿Sería posible conjurarlo? Necesitaba saber.
En el jardín de mi nueva residencia, hice construir una stupa en medio del estanque ornamental. Yo mismo diseñé los planos para que se pareciera a las torres yazidis. Pasé allí días en meditación, rogando que el dios Paon me mostrara la vía a seguir, pero Malek Taus jamás me habló. Corroído por la inquietud, empecé a realizar sacrificios. Remontaba por las noches el curso del Ganges para robar niños de las castas inferiores e inmolarlos por el fuego. Esos holocaustos ahuyentaron a los espectros y mis noches volvieron a ser tranquilas. Muchachas sin número pasaron después por mis brazos. Aquellos esfuerzos parecieron al fin contrarrestar los estragos del tiempo. Lentamente, vi que mi figura se afinaba y mis cabellos se oscurecían. El final de aquella terrible crisis fue como un renacimiento. Entonces sentí deseos de volver a Laüme. La encontré en París, en el quai d'Orléans. Era en 1914, apenas unas semanas antes del comienzo de una nueva guerra en Europa. El hada parecía casi disgustada de verme. No declaró expresamente su frialdad, pero su actitud era distante, y rechazó mis caricias cuando intenté volver a su lecho. Mis recientes excesos habían redoblado mi pasión por la carne y quise violarla, pero su fuerza era mayor que la mía y no pude obligarla.
– ¿Sigues queriendo que intentemos traer un hijo al mundo? -inquirí para engatusarla.
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