– Ya, ¡basta! Se terminó.
Y cada cual partía o retomaba su quehacer, aligerada. (¡Que nos fuera más liviana la carga!)
Estoy muy sorprendida, y debo comentárselo a Josefa, de no haber necesitado un momento de queja aquí en Huatulco. Siempre he creído que la capacidad de revitalización de las mujeres es única. La regeneración de sus células es mejor, incluso, que la de las culebras y -por cierto- que la de los hombres.
Huatulco como medicina. Aquí no hay nada que temer, ni una lista en papel amarillo un domingo en la tarde, ni un vaso de gin que explote en maltrato, ni un cuerpo ambiguo -el mío- que rechace y acoja sin ton ni son.
Por ahora, y ojalá por siempre, sólo la Bahía Tangolunga, y el agua verde que es verde cuando uno la toca, pero azul cuando uno la mira. Sólo esos peces que formaron un gran triángulo en su cardumen, de todos los tamaños pero exactos en su diseño, negro y blanco en los puntos y las rayas del cuerpo, amarillo brillante en las colas: un moderno dibujo japonés estos peces milenarios, cuando se acercan al coral, todos al unísono, obedientes, armónicos. Si pudiese traducirlo a una expresión tangible, haría un tapiz. (Prometo algún día aprender ese arte.)
Mi cuerpo está recordando lo que mi mente ha olvidado estos últimos dos años.
*
Siempre en la Playa de la Aguja, hemos conversado hasta que se fue el sol. Le conté una historia.
Fue sobre aquella mujer abandonada en su adolescencia. Partí con cierta timidez y, a medida que avanzaba, las palabras llegaban solas, nadie las habría podido detener, detalles olvidados, distintos ribetes, todos rugiendo en mi cabeza. Agotada, cierro mi cuento: «Esta niña, hoy adulta, no es que añore a esas mujeres de su infancia. No, no es que las añore. Es que siempre juguetean en algún recodo de ella. El olvido sólo hace su deber, como un manto que abriga o una brisa que refresca. Y los recuerdos… éstos pueden colarse, como un haz de luz. Pero añejos de pasado o luz, siempre palpitan. Ella vive en el espíritu de sus antepasados, y ahí están siempre, sus murmullos.»
Termino de hablar. Bob pregunta:
– ¿Estuviste mucho tiempo con esta mujer, a su lado?
– Toda la vida -le respondí.
Después de un largo silencio, me mira.
– Haremos un pequeño viaje tú y yo. Un viaje necesario.
Y partimos.
– Recuperé a Beethoven en el duty free de Buenos Aires, las nueve sinfonías por veintiocho dólares – me dijo Violeta cuando fui a verla a la vuelta de su viaje.
Eduardo me abrió la puerta y me llevó al dormitorio: la Quinta Sinfonía a todo volumen, Violeta en trance, envuelta en una toalla, sentada con las piernas cruzadas en el suelo. Una mano sujetaba la toalla sobre el pecho, la otra seguía la música, ¿dirigiendo la orquesta? Eduardo me la mostró, con ese gesto casual y desprendido que siempre tiene uno de los que forman la pareja, el que no sufre.
– Mírala. Es una loca.
Sonreí, pensando para mis adentros por qué los maridos de mis amigas me parecían casi siempre unos idiotas.
Violeta me saludó, alegre. Buen semblante el de su vuelta de México. Aunque han pasado sólo dos meses o algo así, los recuerdos se me arremolinan: los perros, la transición, la gran noticia, todo ello girando alrededor de esas canciones que debiera grabar en estos días, las que no le gustaron a Violeta.
– Espérame, me visto al tiro.
Se forró en hermosos algodones, largos algodones color rosa, se colgó tres diferentes collares al cuello y nos fuimos a la galería. Le pidió a Rosa que nos hiciera café y allí me entregó una pequeña bolsa de género negro. La abrí, miré su interior y me levanté emocionada para besarla. ¿Con este regalo me perdonaba? ¿Bajaban entre nosotras los niveles de reserva? Como Violeta usaba distintos lenguajes, probablemente un collar para mí era una forma de unirme a ella. Porque Violeta adoraba los collares, los buscaba, los perseguía, los acumulaba. Tocando las delicadas filigranas de plata, le pregunto si es mexicano.
– No -me responde y baja la voz-, es de Guatemala.
– ¿Fuiste a Guatemala?
Vuelve a bajar la voz.
– Clandestinamente -acechada en su propia casa: es la impresión que me dio.
– Pero Violeta, eso no es trivial para ti… ¿Estuviste allá? ¿En Antigua?
Asiente con los ojos en forma casi fugitiva.
Entra Jacinta a la galería y nos interrumpe.
– Mamá, ven, no puedo con el suero.
– ¿Qué suero? -pregunto asustada.
– Es que la Amiga tuvo guaguas -me contesta Violeta-. El mundo al revés en esta casa, ella tiene nueve y yo ninguna. Acompáñame.
Entramos al patio de la cocina. Los nueve perritos están acurrucados en torno a la Amiga, pequeñas y suaves masas negras concentradas entre un poco de inmundicia.
– Nadie quiere limpiar los vómitos ni la caca – me dice resignada-. El veterinario trajo el suero y a Jacinta le dan nervios aplicárselo. Yo estoy de mamá de todos.
– Violeta, esto es un caos -protesto, aterrada de resbalarme sobre algún excremento.
– Pero mira lo dulces que son…
Toma a uno en sus brazos; el gesto me recordó a mis hijos, cuando recién los parí. Violeta parece dichosa entre ellos, como si cuidarlos no le exigiese ningún esfuerzo. Me siento en la cocina tratando de participar, pero los perros le devoran toda su atención. Me costó tanto encontrar un momento para ir a su casa. Sin mi mala conciencia por aquella discusión antes de su partida, sencillamente lo habría postergado. Aproveché la entrada de Eduardo a la cocina para irme. Violeta me acompañó por los largos pasillos hasta la puerta.
– Hazme una síntesis, ¿cómo te fue?
Sorpresivamente sus ojos se llenaron de recuerdo y me contestó, ensoñada.
– Bien.
Me he acordado mil veces en estos días de ese «bien» que no descifré en el momento: sensual, acompañada, misteriosa esa palabra cuando Violeta la pronunció.
– ¿Me contarás de Guatemala después?
– Sí, después.
Ya en la puerta, me preguntó cuándo nos veríamos con más calma.
– No sé, me falta el tiempo… Estoy componiendo unas canciones, he estado en eso desde que te fuiste. Estoy muy concentrada.
– ¿Puedo verlas?
– ¿Te interesa?
– Mucho. Si tú quieres, paso mañana por tu casa después del trabajo y les echo un vistazo. ¿Te viene bien?
– Ya. Te espero -y agregué-: Estás con muy buena cara.
Me miró seria.
– Sí, me siento muy bien. México, un bálsamo. La distancia, otro bálsamo. Pero tengo un raro presentimiento.
Desde que éramos muy chicas, yo le atribuí siempre a Violeta un cierto carácter de bruja. Ella sostenía haberlo heredado de su abuela Carlota.
– Ando como poseída por una fantasía.
– ¿Cuál?
– La del destierro.
Sonó como una sentencia. Me trajo a ese día de diciembre de 1989, el día en que nos aprontamos para votar en las primeras elecciones después de esos años que a ella le habían parecido eternos.
– Ya llega tu democracia tan ansiada, Violeta, ya llega.
Y ella me contestó con un tono solitario:
– Me pasa algo raro, Josefa. Todo lo de estos años me apena. Pensándolo bien, no se me va a quitar nunca la pena. Sin embargo, algo me dice que no estaré aquí para gozar esta nueva etapa.
Ciertos días yo amanecía llena de palabras. Eran días maravillosos, reconocibles por los más cercanos: abstraída, con el ceño apenas fruncido y los ojos como si fuera miope, como si fuesen los ojos de Violeta, no podía concentrarme en dos estímulos a la vez. Me deslizaba por los espacios de mi hogar, tocaba los muros del pasillo como si me bamboleara en una embarcación insegura. Mis paseos terminaban en la pieza de atrás, donde al fin había armado una especie de estudio: atrás, cerca de los patios, como corresponde. Siempre deteniéndome en la gran cocina cuadrada -que era la fascinación de Violeta, la suya era rectangular y juraba que en su próxima reencarnación tendría una cuadrada-, me sujetaba del blanco y brillante artefacto que nos horneaba el alimento, reposaba los dedos en sus quemadores, levantaba la tapa de alguna olla, siempre había alguna humeando. Algo sucedía esos días en que las interrupciones disminuían. Hablo de esas interrupciones endémicas a nuestro género: las que producen divisiones y subdivisiones de la atención. Como dictaminó Andrés, esos días yo entraba en trance.
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