Dementes, exitosos y complicados los ochenta para mí.
También vivíamos tontas escenas cotidianas.
Andrés y yo nos arreglábamos en nuestro dormitorio para asistir a un matrimonio, y Violeta, tendida en mi cama, hojeaba una revista.
– Dime, Violeta, ¿qué ropa te pones cuando vas a un matrimonio? -le pregunta Andrés mientras se echa agua de colonia.
– No tengo ropa ad hoc porque no voy a matrimonios -responde distraída.
– ¿No te invitan o no vas?
– No, nadie me invita.
– Pero qué raro, Violeta. ¿Por qué?
– Porque no existen a mi alrededor. Nadie se casa. Ni mis amigos ni sus hijos.
– ¿Y qué hacen, entonces?
– No sé, no lo había pensado.
Andrés se rió. Yo recordé a Violeta diciéndome pocos días atrás: «Mis necesidades sociales disminuyen a medida que las tuyas aumentan. Créeme, Josefa, las mías son cada vez más mínimas.»
Y mientras Violeta luchaba por la humanidad de las viviendas populares y se embarraba los pies y comprendía el engorroso proceso del subsidio habitacional, aumentaba en mí la pasión por cantar. Era casi mi única pasión, y mi médico me empastillaba para que no sucumbiera ante el pánico de escena, y los sólidos brazos de Andrés me protegían. ¿A qué distancia estábamos? Lo que más sufrió ella de la modernización fue el sentimiento de pérdida de raigambre.
La famosa modernidad no nos hizo bien ni a Violeta ni a mí. A ella, por marginarla. A mí, por devorarme.
A veces pensé que ella pertenecía a una especie extinguida.
Y como siempre que Violeta hablaba del pasado lo hacía de manera inspirada, yo me colaba en esa inspiración. Y sabía que una sola cosa nos salvaba de perdernos: la casa del molino. Fue el único vínculo suficientemente sólido. Violeta y ese lugar innombrado eran casi una misma cosa. El espíritu de uno y otra convergían, la descripción de uno valía para la otra. Y al acogerme a mí allí, nos salvó.
Y este verano habrá dos ventanas vacías. Violeta no estará en la tercera. ¿Cómo imaginar el lago sin su presencia? ¿Qué le diré al señor Richter? ¿Qué haremos con esa casa?
¿Cómo le explico que Violeta no vendrá?
Busco el centro.
Así escribe Violeta cuando viaja a México. Inexorablemente, me acerco a las páginas en blanco de su diario, al final de esta historia. Han pasado sólo tres meses desde el último viaje de Violeta. ¿Cómo no comprendí que huía?
Para entender esta huida, necesito hablar de Violeta y la luz.
La buscaba incesantemente, incluso dentro de su propio ser. Por ello, sus vivencias siempre orillaron la transparencia. Exigente consigo misma, fijaba límites en su sed de experiencia. No permitiría que su vida -siempre un poco en el margen- se convirtiera en un juego sin reglas. Y la dignidad de su ser femenino era una parte importante del juego y de la luminosidad. Cada día vivido al lado de Eduardo fue una manera de vulnerar esa dignidad. Ella lo sabía. La luz decrecía. No se perdonó a sí misma esa entrada a las tinieblas.
No fue una sorpresa, entonces, que eligiese México -la región más transparente- para desprenderse de la oscuridad.
El mar infinito de las Bahías de Huatulco trajo el mar a los ojos de Violeta. Y la paz se asentó en ellos. Pero no duró.
Primer diálogo con el norteamericano que en silencio me acompaña por las tardes en la Playa de la Aguja:
Él: Aparte de las cosas que sabemos, ¿ a qué te dedicas?
Yo: Depende de cuáles son esas cosas…
– Las usuales -me dice con una sonrisa.
– Es que a ésas no me dedico -le respondo sonriendo también.
La risa de su boca pasa a los ojos.
Él: Entonces, ¿de dónde vienes?
Yo: De Chile.
– ¿Chile? -parece entusiasmarse de inmediato.
– Sí, Chile -(esa profunda grieta, como la nombró la poesía).
Me acoge.
Es de Boston pero habla español casi como su lengua materna. Bien por mí, no puedo ser inteligente en otro idioma. Se llama Bob y es hermoso. Por fin me dirigió la palabra, hoy es la tercera tarde en que coincidimos en esta pequeña playa adonde no viene nadie sino los que se hacen acompañar por sus libros.
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La fidelidad: ¿indispensable o necesaria?
Lo segundo es más hermoso, implica opción, no tiene la fealdad de la norma.
Entre lo indispensable y lo necesario corre un chorro de agua prístina que no sólo refresca, sino que arremete contra la rigidez, la ablanda, la amolda y la baña de una superficie que al endurecerse la convierte en confitura y no en piedra.
*
Hoy le describí a Bob una mesa puesta en una tarde de verano. El ají verde cortado en pequeños cuadrados dentro del aceite, la cebolla a la pluma mezclada con el tomate muy rojo, el choclo -que aquí llaman «elote»-, el queso generoso sobre la madera junto al cuchillo afilado, el jugo de frambuesa. Y en un canasto de mimbre, el pan amasado, su corteza dorada de pan nuevo y la miga blanda y suave. Todo esto sobre un mantel de cuadros azul y blanco, bajo el castaño.
Fue una antesala para hablarle de la casa del molino.
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En Chile los días llovieron miseria, los días llovieron dolores, los días llovieron soledad. Y aunque las lluvias cesaron, temo al país desmemoriado.
Aquí estoy a salvo, entre estas hormigas rojas y los sapos que me saltan desde las escaleras, de noche, como en el campo.
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Pienso en la dificultad de precisar el deseo, porque el deseo no tiene lenguaje.
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Vuelvo a la fidelidad. ¿Qué sucede cuando en la pareja quedan zonas secretas, espacios de comunicación bloqueados y cristalizados adonde no se puede volver a entrar? ¿Qué sucede con esa intimidad que empieza a restringirse y a empobrecerse? ¿Adónde se va?
Vine a Huatulco. Elegí este lugar en el mapa con cuidado. Vine acá para no ser aquella mujer quejumbrosa y adolorida en que me estoy convirtiendo. Habituada a mi propia pertinacia, debo volver otra.
He visto a las iguanas arrastrándose bajo el sol, por los peldaños de las escaleras, paseándose como Pedro por su casa. Están mimetizadas con la piedra, son de piedra también las iguanas, blanca y negra una, gris la otra. Caminan como viejas ágiles, rápidas y cluecas como gallinas, con las patas excesivamente abiertas. La mimetización de las iguanas me sugiere un par de ideas que desecho porque no me gustan.
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Le he enviado una postal a Josefa hablándole de Bob. Hoy le expliqué a él algunas cosas y las comprendió. Mis ideas vagas -la vaguedad inunda cada una de mis percepciones- son recibidas por él con exactitud. No le molestan. No pude dejar de hablarle de la incertidumbre. La temo, expliqué, me veo rodeada de ella. Así comenzaron para mí los noventa. No la quiero, busco cómo refugiarme de ella. Éste no es el fin de siglo que merecía.
Bob nació en Estados Unidos y es «políticamente correcto». Aunque intelectualmente me acompañe, ¿sabrá de lo que hablo? ¿Sabrá de la pena? Lo que sí he comprobado es que sabe de la compasión.
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Pasé un glorioso día en la ciudad de Oaxaca. A última hora de la tarde, mientras me comía una sandía muy roja sentada en los escalones de la plaza, me ordené, llamé a mis diosas, las que siempre me acompañan. Perséfone me dijo, muy sabia, que mirara en mi entorno actual.
Compré una cerámica para Jacinta: azul añil con un Sol y una Luna jugando alrededor.
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¿Es que Eduardo no leyó lo que alguna vez escribió Pavese: que debe pagarse por cada lujo, y que TODO es un lujo, empezando por ESTAR en el mundo?
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Recuerdo cuánto le divirtió a Josefa que yo estableciera, en la casa del molino, el momento de la queja. Media hora cronometrada. Nos juntábamos las mujeres -cualquier edad era aceptada- y se soltaba todo, todo lo que permanentemente contenemos. Aparecían muchas cosas, inesperadas unas, fantásticas otras. Luego yo miraba el reloj y, muy seria, interrumpía los suspiros o los bufidos de rabia.
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