Que su hija ha perdido la razón. Dile a Cayetana que me lleve.
Aunque en los sueños no se habla mucho, anoche soñé con Violeta, y Violeta me habló. No como suele hablar ella; esta vez sus palabras y la atmósfera que las rodeaba eran solemnes.
Me contó:
He sido todos los momentos este verano. En momentos oscuros, hice lo que hice. Y en momentos soleados, me transformaba en Reina, y Eduardo era Rey. Y luminoso fue ese instante, el del trayecto de tu casa a la mía esa noche, Josefa.
Los brillos en mi rostro, el arreglo de mi pelo, el parecer otra, me hicieron sentirme un ángel. Guardé en el bolsillo la mejor mirada de todas las que le conocí a Eduardo, y sujeta a mi cuerpo, bien sujeta, partí a su encuentro. Para abrirme, para mejorarlo todo, para reconstruir.
Soy un ángel, me digo.
Paso levemente mis dedos por mi cabeza adornada. Cintas de colores cuelgan. Me pregunto de dónde se sujetan, parecen tan firmes en mi nueva fachada de arlequín. Ésta será una noche loca, me sonrío a mí misma. Quiero perdonar. Quiero ser radiante, como fui antes, como he sido tantas veces. Mi exterioridad, en las manos casi sagradas del maquillador, ha tramado para mí una afortunada noche de fiesta.
Eduardo será recuperado para mis encantos.
Se me fue Violeta, envuelta en telas color de rosa, se me fue y no pude sujetarla. Algo como una nube se la llevaba, no pude hablarle, no alcancé a preguntarle.
Quedé despierta, desvelada como tantas noches desde aquélla. Hasta mis sueños se llevó Violeta. Me fui al living, la estufa Bosca aún llameaba. Había copado mi cuota de cinco cigarrillos ese día, pero decidí que no importaba. Con una copa de Amaretto y mi sexto cigarrillo, la atención entera se me fue hacia Eduardo. Un puzzle transformado en pesadilla. El gran escritor. Así lo llama la prensa ahora, después de los hechos.
¿Por qué se abstrajo tanto de Violeta? Ella le recordaba el cuerpo, algo que él prefirió pensar como externo. Cómo les sobra este cuerpo a los hombres, descontando el momento exacto en que buscan desahogarse de él. No pueden experimentar la pasión sino en cantidades limitadas, restringidas. Aun de ese límite vuelven con miedo y agotados, por eso se duermen. La fusión es demasiado para ellos. Nuestros cuerpos no son más que un reposo en el camino, un reposo entre un antes importante y un después todavía más importante. Entre el arte y el poder, nosotras ejercemos la capacidad vulgar de atraerlos hacia la tierra. Ése es el gran problema, ellos nos ven como un reposo ya conocido y excesivamente habitado. Acostumbrado y cotidiano. ¿Reposo que pide fusiones? Debo seguir, piensa el hombre, debo apurarme hacia las cosas importantes (que nunca son los sentires): la gran novela, la política, el dinero, diversas y exactas empresas, al fin. No importa hacia qué, pero se apura.
Nuestro cuerpo de mujer como intervalo. ¡Cuánto sintió eso Violeta! Agotador intervalo que les recuerda que están vivos. Vivos en sí mismos, no para las grandes causas; vivos y punto. Abandonan esos cuerpos, aterrados de cuánto les interrumpe la disolución de su persona. Siempre hay que partir. El sueño como la más conocida de las partidas, dormir para reponerse de ese instante tan abyectamente vivo, ese instante en que sintieron y no pensaron. Ni analizaron.
La pasión, siempre, como proyecto a corto plazo, es sólo un intermedio en el flujo de lo importante… que nunca está en nosotras, sólo en un más allá del mundo. Nuestros cuerpos y sus demandas quedan atrás, son superfluos.
Quizás, Viola, de verdad ellos nos desean. Pero para resistir esa verdad, deben considerarlo un deseo banal. No pueden soportar que seamos un deseo en nosotras mismas.
Una rara característica de Violeta era que se le olvidaba el origen de sus cicatrices. «No seas tonta», le decía yo, «¿cómo no te vas a acordar de qué te pasó en el brazo, qué te hizo esa marca?» «No, no me acuerdo», contestaba ella, cándida. Así es como olvidó cuál es el Infierno.
Violeta y su Infierno: la Fragilidad.
(La de los principios, la del afecto y la más pavorosa: la de la vida.)
Y llegamos, inexorablemente, al presente.
Mediados de noviembre.
Volvemos a la escarcha fucsia sobre su cuello, a Mauricio engolosinado con su maquillaje, al oro en sus mejillas, a la noche de la fiesta.
A ese gesto de Violeta que abolió la impotencia de tanta mujer viva.
– Hablo sola -me dijo esa noche durante la fiesta-. Hace dos años que hablo sola.
Le ofrecía a Eduardo un camarón envuelto en masa de hoja, pero él siguió conversando con Andrés y no respondió.
– Todo se echó a perder. Llegué alegre a buscarlo, pero mi atraso le desencadenó quizás qué… Estaba hosco, agresivo. Partimos mal. Es una lástima, yo estaba tan contenta.
Casi no había visto a Violeta desde mi gira al norte. Llamados rápidos: todo iba bien, los comienzos de pérdida cesaron, Eduardo no había vuelto a tomar y cada día que avanzaba jugaba a favor de Violeta y su proyecto. Le está ganando al tiempo en esta batalla, me dije en mi apuro, y quedé tranquila.
Vi de reojo cómo Eduardo le pedía a Andrés que le alcanzara la botella de gin. Miré a Violeta, ella se estremeció.
– Dios mío, ¡no! -la oí murmurar.
– Dile que no…
– Me da miedo… es capaz de armar un escándalo aquí mismo, delante de todo el mundo.
– ¿Quieres que haga algo?-una extraña valentía se apoderó de mí en ese instante.
– No, no. Podría ser fatal.
Violeta se desencajó. Sólo alguien que la conociera de toda la vida podría haberlo notado bajo las máscaras de su disfraz.
– Violeta, estás temblando…
No hubo respuesta.
– ¿Qué temes? ¿Perder la guagua?
– Sí. Pero tengo un temor adicional…
– ¿Cuál? -tuve que interrogarla, tanto vacilaba.
Me miró con los ojos ennegrecidos:
– Jacinta.
No comprendí bien qué me decía. Se lo habría preguntado si Andrés no nos hubiese interrumpido para pedirle un baile. Partieron juntos. Ella parecía aliviada y yo me contenté con mirarlos. Se veían hermosos en la pista, Andrés disfrazado de mosquetero, los globos jugaban con las alas de su sombrero y las serpentinas los abrazaban. La música era alegre, las risas estruendosas, había abundante comida y bebida. Una estupenda fiesta, me dije, y me felicité por haber invitado a Violeta. Fiestas así no se daban en su ambiente y pensé que para ella sería entretenido venir, mirar rostros que ha visto en la pantalla o en las revistas. Violeta se divertía con esas cosas y después las relataba con mucha gracia.
Me acerqué a Eduardo. Seguía, con su gin en la mano, los pasos de los bailarines. Andrés y Violeta muy juntos, algo le decía ella al oído y ambos se reían.
– Se entienden bien, ellos dos.
– Muy bien -le respondí.
– ¿Sabías que te tiene pensada para madrina?
– No me ha dicho nada -me emocioné: yo, la menos maternal, de madrina, me pareció un lindo homenaje-. Me encantaría si me lo pide.
Me sorprendió la avidez con que vació el contenido del vaso y cómo de inmediato lo volvió a llenar.
– Cuidado -le dije, tratando de que sonara a broma.
No me escuchó, o no le importó. Dio un trago largo y volvió, ante mi estupor, a vaciar el vaso. Fue entonces que me dijo lo que ha martillado en mi cabeza desde esa noche, taladrándome.
– Tú que eres tan amiga de Violeta, ¿sabías que esa criatura no es mía?
– ¿Qué dices?
– Cuando perdí a mi mujer y a mi hijo en el maremoto de Corral, decidí esterilizarme.
– ¿Hablas en serio? ¿Lo hiciste?
– Sí. Era la forma de evitar que volviera a pasarme algo así.
– ¿Y Violeta lo sabe?
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