Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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Escuché una risa siniestra, desconocida.

– Nunca se lo dije. Ella quería casarse para tener hijos, ¿cómo se lo iba a decir?

– ¡Fuiste deshonesto! -no pude evitar que se traslucieran mi desconcierto y mi desdén.

– Tan deshonesto como aspirar a que me cuiden -dijo él con furia contenida-, a no terminar botado en la acequia, a escribir en paz, a que me mantengan económicamente… y a aguantar que esta hija de puta llegue embarazada de un viaje y me haga creer que el padre soy yo. Pero no se lo diré… el vínculo de la paternidad es sagrado para ella, eso me protege.

– ¿Y por qué me lo dices a mí?

– Para que sepas la laya de amiga que tienes, para que no la protejas tanto. A veces podrías aliarte conmigo.

– Yo podría contarle esto a ella.

– No, no lo vas a hacer. Te conozco. Tú no te meterías en problemas ajenos, no tienes tiempo.

Volvió la risa, corta y extraña. Y sin darle mayor importancia, agregó:

– Ven, bailemos, a ver si lo hacemos tan bien como ellos.

Me tomó por la cintura. Yo no quería bailar con él. A pesar mío, sufrí la violencia de su abrazo.

Algo se había desatado en Eduardo. Toda la fraternidad de nuestra relación pareció esfumarse, y sentí cómo sus manos y piernas presionaban todo mi cuerpo. En la algarabía del baile, buscó abiertamente mi sexo con el suyo. Entonces mi instinto lo comprendió antes que mi mente: Jacinta. A esta edad, la intuición es sólo un asunto de experiencia. La rabia sacudió mi cuerpo. La rabia, Dios mío, la rabia: la enfermedad de la mujer de fines de siglo. No debiéramos dirigirla, me dije, nadie con nombre y apellido es el culpable. Pero mi racionalidad no duró. Busqué los ojos de Andrés y los inundé con la más desesperada de las miradas. Vi que se desconcertaba, pero su reacción no tardó: soltando a Violeta, le propuso amigablemente a Eduardo cambiar de pareja. Creo que Eduardo apenas se dio cuenta. En los brazos de Andrés me cobijé. Nunca separarme de esos brazos, que nunca me toquen otros brazos. «¿Qué pasó, Jose?», susurró. No fui capaz de contarle. «Después, mi amor, después.» Y bailé adherida al único lugar posible para mí.

Sólo una vez la mirada mía y la de Violeta se encontraron. Me recordó a la Violeta mariposa, la de la infancia. Su dolor, como el aria final de Madame Butterfly. Pero no había ningún amago -ninguno- de muerte en el marfil categórico de sus ojos.

No la vi irse. Repito, luego de todo lo ocurrido, no la vi irse. La limpieza del olor del cuello de Andrés barría de mí la suciedad de Eduardo; olvidé a Violeta.

¿Era mi responsabilidad distinguir entre una historia de amor y una de error? Las consecuencias no eran previsibles. Esta mujer, con su cuerpo embarazado y meritorio, esa noche subrayó, despuntó, mostró su reverso. Y yo no tenía cómo saberlo. Nunca vimos, ninguno de nosotros vio, cuáles eran los ribetes de ese corazón. ¿Podía yo sospechar, entonces, que faltaban sólo instantes para que cesara en Violeta el laudo de la piedad?

El resto lo supimos en la madrugada.

Rosa llamó a la policía a las tres de la mañana.

A las tres de la mañana, Rosa estaba despierta porque Jacinta había olvidado sus llaves y la llamó por teléfono desde su fiesta -otra fiesta- para que le abriera la puerta. «La mamá va a llegar más tarde que yo, no se dará cuenta», le dijo la muchacha, y Rosa, para cubrirle las espaldas, la esperó.

A las tres de la mañana, Celeste escribía en su cama -sólo la luz del velador prendida- una carta de amor. Aprovechando la ausencia de sus padres, escuchó a Bob Dylan a todo volumen para ver si el regalo que le había hecho Violeta valía la pena. Compuso siete distintos borradores. A las tres de la mañana, escribió la carta final.

A las tres de la mañana, Borja bailaba el último rock con Jacinta mientras ésta miraba la hora y le decía: «Me van a retar.» «No», le contestaba mi hijo, «yo sé cómo es esa fiesta, no van a volver hasta el amanecer. Tranquila, Jacinta, tranquila.»

A las tres de la mañana, Jacinta bailaba el último baile con su amigo Borja. A las tres de la mañana, le preguntó por qué no le había comentado su chaleco nuevo. «Es precioso», le respondió él, «¿de dónde lo sacaste?» «Me lo trajo mi mamá del último viaje.» «Pero no parece mexicano», le contestó Borja. «No», dijo Jacinta, «es guatemalteco.» Jugó coquetamente con sus muchos collares de mostacilla en el cuello y siguió bailando. A las tres y cinco, le dijo: «Ya, Borja, vámonos por favor, no quiero hacer pasar rabias a mi mamá, que ya está harto mal la pobre.»

Poco antes de las tres de la mañana yo le decía a Andrés: «No doy más, vámonos.» «No seas fome, si nunca bailamos», me contestó. «Es que no me gustan los fines de fiesta, no quiero ver todo en el suelo, los globos reventados, la serpentina marchita, los vasos boca abajo. No me gusta ver a la gente con trago luego de haberlos visto llegar tan compuestos.» «Está bien, el último baile», me dijo Andrés. Era una canción de los Beatles; Violeta siempre la citaba: Life is very short and there is no time for fussing and fighting my friend. Se la canté a Andrés al oído. Terminó el último acorde y le dije: «Vamos a lo nuestro, life is very short, no perdamos tiempo, mi amor.» Andrés se entusiasmó con la perspectiva, miró la hora y me dijo: «Son las tres, vámonos.»

Cinco para las tres, Rosa oyó el disparo. Rosa había salido en puntillas al pasillo cuando sintió llegar a la señora. Se alarmó pensando que Jacinta aún no estaba en casa. El dormitorio de la niña tenía dos puertas. Una daba al pasillo: era la que todos usaban para entrar o salir de la pieza. La otra daba al baño de Jacinta, y este baño, a su vez, tenía su propia puerta hacia el pasillo. Rosa, siempre en puntillas, entró al dormitorio y cerró con pestillo la puerta oficial, saliendo luego por la puerta del baño. Si la señora va a darle las buenas noches, se dijo, creerá que duerme y no se enterará. Fue entonces que sintió gritos en el dormitorio principal. No distinguió las palabras, pero sí las voces de Eduardo y Violeta. Y los golpes. Ese sonido, me dijo ella más tarde, nunca lo confunde una mujer del pueblo. Muy asustada, fue a esconderse a su pieza. Pasada media hora, sintió el disparo. Salió de su cobijo y sus ojos no pudieron creer lo que veían: el cuerpo de Eduardo botado en el pasillo frente a la puerta de Jacinta, la sangre, y Violeta a tres metros de él, hincada en el suelo, con la cabeza gacha, sujetando un revólver con ambas manos.

La policía llegó inmediatamente. Detrás de ellos, Borja y Jacinta. Los alarmó ver la puerta de la casa abierta y los autos de los carabineros. Entraron y la escena era exactamente la misma que describió Rosa. Como si se hubiese congelado en un instante fotográfico.

– ¡Mamá, mamá! -gritó Jacinta-. Mamá, ¿qué has hecho?

Fue la primera y única reacción de Violeta, que no había acusado recibo de la presencia de la policía, ni de los gritos de Rosa, ni de nada que sucediera a su alrededor: levantó la mirada, cansada e inerte, hacia su hija, y con la voz muy baja dijo las únicas cuatro palabras que habría de pronunciar:

– Los espíritus no funcionaron.

El estrépito y el tiro: el revólver de Violeta impregnó el aire de pólvora y en ella recogió silenciosos lamentos milenarios.

Violeta disparó por todas nosotras.

Intermedio

Nosotras, las otras, acompañábamos a Violeta esa noche, hace muchos años, cuando sola en casa de su padre hurgaba entre los libros del estante de madera de coigüe. La vimos, nítidamente, avanzar hacia la sección de poesía, alzar su mano y tomar una edición de tapa dura, forrada en gris: The Fact of a Doorframe. [3]

– Adrienne Rich -murmuró para sí misma y repitió dos veces el nombre de la autora. Gracias al marco de una puerta existo, fue su evidente reflexión, y partió con el libro. Nunca lo devolvió.

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