Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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Un día, mientras Carlota le servía un té en el living, él le preguntó a boca de jarro:

– Usted, señora, ¿por qué hace este trabajo?

– Porque es un trabajo honrado y debo educar a mi hija.

– ¿Nunca se ha preguntado por la injusticia?

– ¿Para qué? Me tocó lo que me tocó y tengo que apechugar, sin hacerme preguntas.

– Bueno, no le vendría mal hacerse unas pocas. Usted sabe tan bien como yo que este trabajo no le corresponde…

– En no habiendo otro…

– ¿Cuál es su día libre?

– Los jueves en la tarde y domingo por medio.

– Bien, el próximo jueves la vendré a buscar y la voy a llevar donde unos amigos, a una reunión. Para que conozca un poco de mundo y para que se haga esas preguntas que no se hace.

Carlota lo miró. Alto y fornido, ¿cuánto medirían esos hombros? Sí, era vigor que trasuntaba, como un aroma. Los ojos negros, muy vivos, iban y venían sin intranquilidad. Sus manos, anchas al tomar la taza de té, anchas y ásperas, parecían tan firmes. Se fijó, el primer día que lo vio, en un anillo que usaba en su dedo meñique. Era una piedra con una cruz, negra y café, y la cruz nacía de la piedra misma, no era un dibujo ni un relieve. Por su hermosura y su originalidad, esa piedra conmovió a Carlota. Debían haber hecho muchas cosas esas manos. Y fue por eso que accedió, no por reuniones ni preguntas.

Carlota temía olvidar lo que eran las manos de un hombre.

Así fue como conoció a los compañeros, las manifestaciones y las ideas del socialismo, todo muy lejano para ella. Y claro, cómo no, su pecho se insufló de aires libertarios. Quiso estudiar, leer sobre algunos temas en libros que este pirata le facilitaba, y muchos jueves, en vez de salir al Parque Ecuador o a pasear por la calle Barros Arana, se quedaba con su hija estudiando. Lo hacían juntas, con tanto interés una como la otra. A veces le leía párrafos -alguna idea que le parecía bonita o inspirada- y su hija los comprendía mejor que ella.

Pero los humos no se le fueron a la cabeza. Los compañeros la provocaban, incitándola a buscar mejores horizontes, y ella decidía cada día quedarse con don Jorge: allí no pasaba frío (el sur es inclemente en sus inviernos), ni hambre (Cayetana se alimentaba con la misma equilibrada dieta de la hija del profesor), nadie las trataba mal y la niña -su única niña, la de sus ojos- podía estudiar tranquila.

Hasta que un día Antonio Sepúlveda -así se llamaba el pirata- le preguntó cuál era su sueño.

– Llegar a la capital -fue la respuesta resuelta de Carlota.

– Nada original, viniendo de una provinciana -opinó él.

– Pero ése es mi sueño.

– A la capital llegarás, mujer, si te casas conmigo.

Una semana más tarde, el anillo de la piedra cruz fue puesto ceremoniosamente en el dedo anular de Carlota. Y Antonio Sepúlveda le contó la historia de esta prenda, para que ella supiera qué le estaba regalando.

Los Sepúlveda eran once hermanos. Vivían en Talcahuano. Un día, la fiebre del oro acometió a uno de ellos, Guillermo, e impulsado por ella partió. Pasaron los años y Guillermo no volvía. Cada hermano, todos ligados al mar, tuvo como tarea buscarlo. Todas las redes de todo tipo fueron dispuestas tras este objetivo. Nada… Guillermo había desaparecido.

Pasados ya cinco años, el menor de los hermanos, Antonio, fue enviado por el padre a Nueva York, tras una pista fidedigna, con la misión de encontrarlo. Al despedirlo, refrendando la solemnidad de la ocasión, el patriarca Sepúlveda le entregó una medalla. Esta medalla colgaba de una cadena de plata, y enchapada en la plata se incrustaba una piedra cruz. Era una de aquellas piedras de la zona, de un río cercano, el Laraquete, que traen una cruz en ellas, en colores tierras, entre negros y cafés, y que sólo existen en dos ríos del mundo. «Es la cruz de la buena suerte», le dijo a su hijo menor, «que ésta te acompañe.»

Partió el undécimo de los hermanos. Tras mucho deambular y luego de algunas penurias, supo de un pequeño lugar en Harlem, perdido en medio de la pobreza, al que llamaban Chile Chico. Era un margen de la marginalidad donde se agrupaban los chilenos. Fue conducido donde el patriarca del barrio: «Él es el que da las señas, él es el único que puede ayudar e informar.»

Lo recibió un hombre grande y grueso, con un vistoso tatuaje en el brazo izquierdo. Junto a un vaso de vino escupió Antonio, cansado, la historia de su hermano. Con atención y amabilidad fue escuchado. Pero no. Guillermo Sepúlveda no ha pasado por aquí. Nadie con ese nombre. No. Sabemos de todos los chilenos que han cruzado esta parte del mundo en los últimos cinco años. Nadie con esas señas. Nadie.

Al levantarse Antonio, defraudado y descreído, el hombre grande le dijo: «Espera.» Fue y volvió al instante con una pequeña caja de cartón. Estaba cerrada. «Un obsequio para quien te envió», le dijo.

Volvió a Talcahuano el hermano menor y entregó a su padre la caja. Éste la abrió. Dentro había, convertida en anillo, una piedra cruz.

Un año más tarde, cuando Cayetana tenía ya catorce, el abuelo Antonio -como lo llamó siempre Violeta- compró una casa en la capital, en Ñuñoa, el barrio donde vivían sus amigos y sus compañeros. Se instalaron muy cerca de la plaza principal de la comuna.

Era una casa propia. Muy grande, tenía dos pisos, muchas habitaciones, patios y parrones.

Los molinos y los barcos pesqueros de Antonio Sepúlveda rendían frutos. Dejó a uno de sus hermanos administrando sus bienes y partió a Santiago a encontrarse con su gran pasión: la política.

Pasado el primer mes, Marcelina Cabezas tomó el tren rápido a Santiago y se vino a vivir con ellos.

De esa casa Cayetana nunca más quiso salir. Hasta que se fue del todo, de toda casa posible.

Allí nació Violeta. La primera vez que supo de la palabra «mudanza» fue a los doce años, cuando juntó todos sus papeles en una caja de cartón y los escondió bajo la cama de su amiga Josefa hasta que la casa nueva estuviera lista. Pero eso fue mucho más tarde. No debemos nosotras, las otras, faltarle el respeto al orden de este relato.

La vida en el hogar de Ñuñoa era lo más parecido a una vida feliz que nosotras hemos conocido. El abuelo Antonio llenaba cada espacio de la vida y de la casa, Cayetana como su hija verdadera, Carlota como su mujer a toda prueba. Iba y venía entre Santiago, Concepción y Talcahuano, siempre con las manos llenas. El buen material nunca faltaba para que Marcelina lo transformara en espléndidas comidas: el pescado, los mariscos, las longanizas, el arrollado.

Había música.

Había libros.

El abuelo Antonio le compró a Cayetana todos los libros que ella quiso: novelas, poesía, historia. Siempre había gente.

El abuelo Antonio no le cerraba las puertas a nadie.

Tampoco se las cerró al joven extranjero Tadeo Dasinski.

Tadeo era hijo de un mariscal polaco que peleó contra la dictadura de Pilsudski entre los años 1926 y 1935. Daszynski, como se escribía originalmente el apellido, era un socialista. En un momento de crisis política decidió sacar a su hijo menor del país. Temporalmente. Lo envió a Buenos Aires, donde vivía un hermano suyo. Allá llegó Tadeo en 1931, cuando no tenía más de dieciséis años. (En ese país se encontró llamándose Dasinski; para simplificar, le explicó su tío.) Terminó sus estudios básicos a duras penas en Buenos Aires. Como el mariscal había insistido en lo temporal de ese exilio, su hijo no estudió ni hizo nada contundente, esperando el llamado del padre que nunca llegó. Y aunque olvidó a casi todos los de su patria, la imagen del dictador Pilsudski, con sus negros y tupidos bigotes, se grabó para siempre en su memoria.

A raíz de desavenencias de dinero, se peleó con su tío argentino y se vino a Chile.

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