– Cuando seas grande comprenderás y lograrás perdonarme.
Inmediatamente, Cayetana partió de viaje, no sin dar la explicación correspondiente a su hija sobre lo sucedido. Fue honesta, como lo era en todo; no intentó dibujar sombras en realidades que ya eran evidentes.
– El día del parto yo esperaba en la sala de afuera. Al demorarse el nacimiento, me acerqué al pabellón para ver si había algún problema. Y ante mi asombro, siento los gritos de Carmencita que llamaba a Tadeo. ¿Sabes lo que me pasó, Violeta? Recordé una novela rusa de espionaje en que la heroína, que se hacía pasar por alemana y a la que todos creían alemana, en el momento del parto grita en ruso. Quedé nerviosa. Más bien, sospechosa. Pero teníamos el bautizo por delante y mi palabra de apadrinar a este niño. Así es que el día del bautizo, observando la relación de Tadeo y Carmencita ya sin inocencia, y descubriendo pequeños elementos que antes había pasado por alto, lo entendí todo. Hablé con él esa tarde en cuanto se fueron los invitados. Le saqué con mentira verdad, un juego horrible que una se permite sólo en circunstancias que sean horribles también. Y le conté que Carmencita, en la sala de parto, con miedo en ese momento de morirse (a las mujeres les pasan cosas extrañas en el momento de dar a luz), me había confesado toda la verdad para proteger a sus hijos. Por lo tanto, yo ya sabía que él era el padre. La palidez de Tadeo hizo inútil la confesión. Sí, manzanita, ésa es la verdad. Tu padre está con Carmencita desde que tú naciste. El engaño ha sido feroz. Pero a pesar de eso es tu padre, te ama, y te corresponderá a ti perdonarlo algún día. No a mí.
Violeta escuchó esta historia como si le hubiese sucedido a otra. Con los sentimientos paralizados, ya no ponía atención cuando su madre concluyó.
– La perfecta pieza de ajedrez: el hombre protegido por mujeres, al amparo del amparo para destruirlas.
Violeta pensó que se iba a volver loca. Que si el abuelo Antonio no hubiese muerto, nada de esto habría sido posible. Que su padre era una buena persona. ¿Cómo convencerse de que se había quedado con su madre sólo porque le convenía? ¿Cómo podía no querer a su madre, a esa mujer adorable, irresistible a los ojos de su hija? «Uno puede amar a dos mujeres a la vez», le contestaría Tadeo mucho más tarde.
Y Cayetana partió, dejando a Violeta con Carlota y Marcelina. «Latinoamérica», dijo cuando le preguntaron por su rumbo, así de vago. La niña recibió algunas tarjetas postales que guardó por mucho tiempo. Recuerda una de Colombia en que su madre se refería al Tequendama, a un jardín de orquídeas y a una plantación de café. Nada más. De Lima el recuerdo es más nítido: su madre la llamó «la ciudad tres veces coronada, la lumbrera del gran océano Pacífico». Recuerda un altar en la iglesia San Francisco de Jesús de Lima, el del Patrón de los Imposibles, y le dice que la ha atraído ese nombre y que ha rezado por ella frente al santo de los imposibles. Guardó siempre una tarjeta escrita en Guadalajara, México. La espléndida construcción que aparecía en la fotografía se llamaba Hospicio Cabañas. Cayetana le habla de los veintitrés patios, de los naranjos y la cal, de la generosidad de la luz y del espacio, de los frescos de Orozco y de haber encontrado allí un lugar sagrado. Tus ojos verán algún día esta luz, manzanita, le dice a su hija, y te subyugará como a mí. Hubo también una tarjeta desde Guatemala, y la niña negó su contenido, sin saber por qué. Sólo sabe que no recuerda nada de esa parte del viaje de su mamá. Nada más, hasta el regreso apresurado de Cayetana porque Carlota ha decidido que le llegó el momento. Cayetana alcanza a llegar y la atiende amorosamente. Al día siguiente, durante toda la noche, Carlota murió. Y a la hora señalada se levantó en la cama para morir de pie, como se lo había prometido a su hija. Le copió al abuelo Antonio el instrumento: el corazón. Pero Violeta sabe que Carlota ha muerto de amor.
Entonces sobreviene el caos en la cabeza de la niña. A los pocos días se ve instalada en casa de su amiga Josefa, porque Cayetana ha decidido desarmar la casa de Ñuñoa, venderla y partir. Le deja a Violeta el baúl de mimbre. Cuando ya está preparada, le pide a Marcelina que se quede a cargo de su hija en casa de Tadeo, prometiéndole que muy pronto mandará por ella. Muy pronto. Que la espere un poquito.
Marcelina no quiere instalarse en el departamento de Tadeo, Es chico y apretado. Pero la verdadera razón es que teme la presencia de Carmencita. ¿Cómo la va a resistir? «Por Violeta», le contesta Cayetana, «por Carlota y por mí.»
Tadeo, contento de recuperar a su hija y haciendo planes futuros para todos, arrienda una casa grande e instala a Violeta en su propio dormitorio. «Pero si esto es pasajero, papá», le dice ella. «No importa, quiero que estés bien. No sabemos cuánto puede demorarse tu madre en venir a recogerte.» Fue entonces que Violeta hizo la primera mudanza de su vida; y en medio de aquel desorden llevó sus papeles donde Josefa.
El día que partió Cayetana, al abrazar a su hija, hizo un gesto que la traicionó porque podía parecer definitivo (¿intuyó su destino?, se preguntaría mil veces Violeta, después). Se sacó el anillo de la piedra cruz y lo puso en el dedo de su hija.
– Te queda un poco grande, pero no importa. Este es el anillo para las manos de todas nuestras mujeres, las de la familia. A través de él vamos pasándole lo mejor de nosotras a la que viene. No lo pierdas, te lo dejo en prenda porque es lo que más quiero. Me lo devolverás cuando nos volvamos a encontrar.
Violeta esperó y esperó. Adquirió el hábito de pararse en la puerta de calle de la nueva casa de su padre y mirar todo el largo de la vereda, buscando esa figura flexible, ese pelo castaño y largo que las otras mamás no usaban. Recibía cartas alentadoras: Ya estaremos juntas, mi amor, espérame un poco más. Cuando cumplió los trece, recibió una carta que no entendió mucho ni le interesó. Siete años más tarde, cuando cumplió veinte, ese mismo día de su cumpleaños, la carta apareció dentro de un libro. Le impresionó la coincidencia y le pareció muy de Cayetana. Entonces la leyó y la guardó, para pasársela más tarde a Jacinta:
Quiero recordarte algo, bella mía, en el día de tu cumpleaños: tu condición de privilegiada. Hoy cumples trece y estas palabras te sonarán raras, pero necesito que las recuerdes más adelante.
Tus iguales probablemente no te necesitarán, ellos saben cómo cuidar de sí mismos. Son los otros los que tendrán necesidad de ti. Y esto, Violeta, no se aplica sólo a tu carrera y a la profesión que algún día tendrás, sino al mundo.
La gente normal, Violeta, es gente simple. No son particularmente inteligentes o interesantes, ni especialmente educados, ni exitosos, ni destinados al triunfo. O sea, mi amor, no son nada especial. Esta gente común ha entrado a la historia a través de sus vecindarios; como individuos, sólo en los registros de nacimiento, matrimonio y muerte. Una sociedad en la que valga la pena vivir es aquélla destinada a estas gentes, no a los ricos, los brillantes, los excepcionales; aunque una sociedad que no les diese espacio a éstos sería sofocante.
El mundo no está hecho para nuestro beneficio personal ni estamos en él para beneficiarnos en lo propio. Un mundo que clame que es ése su objetivo no es bueno, y no debiera ser un mundo duradero.
No quisiera que al crecer lo olvidaras.
Feliz cumpleaños, mi amor.
Hasta el día en que llegó la noticia que iba a truncar todas las esperanzas de Violeta. Ya no salió más a la vereda a esperarla. Desde ese momento hasta siempre: nunca más buscar los ojos de Cayetana. Nunca más.
– La guerrilla -le dijo Tadeo-. Murió en su propia ley.
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