Eligió por esposa a Marta Aliaga, lo más clásico de la mujer chilena neutra, de la clase media, ajena al océano, a la República o al Quinto Regimiento. No fue una elección casual. Mi madre era todo lo que él necesitaba para pasar inadvertido y ser uno más de la gran normalidad ciudadana. Para que ninguna idea, como idea, fuese relevante. La mezcla de insipidez y disimulada ambición de mi madre resultó seductora para él. Mi padre era contradictorio. O quizás solamente un hombre débil. Ésta sí era una característica familiar. Me salta a la vista por sus dos hermanos.
Senén participó un tiempo en la política chilena, trabajando arduamente con los radicales. Uno de sus grandes amigos llegó a ser Presidente de la República. Cuando esto sucedió, el hombre llamó al tío Senén y le ofreció, literalmente, lo que él quisiera. «Es sólo cuestión de pedírmelo», le dijo. Y el tío Senén le respondió: «Lo he estado pensando cuidadosamente, sabía que llegaría este momento. Quiero ser el Secretario del Ropero del Pueblo.» Su amigo lo miró asombradísimo: «¿Secretario del Ropero del Pueblo? Pero, Senén, te puedo hacer embajador… te puedo dar cargos importantes. Lo que me pides es muy fácil, no lo pide nadie porque no hay nada que hacer, es aburridísimo.» «Por eso mismo lo quiero yo», le contestó Senén.
Luego de muchos años de exilio en París, a la muerte de Franco, el tío Marcos volvió a España por primera vez. Es otro país, no es más aquél que tú conociste, le dijeron sus amigos, pero ya no está la dictadura. Partió a su pueblo natal y luego de saludar a los pocos miembros de la familia que sobrevivían, se fue a la plaza. Olió, reconoció el aire que le había faltado, se le amplió el pecho. Súbitamente advirtió una sombra desconocida a su izquierda, al fondo de la plaza. Vio una estatua ecuestre que no estaba antes allí. Intrigado, se acercó. Francisco Franco arriba del caballo. ¡Una estatua de Franco en su pueblo!
Se volvió inmediatamente a París.
Ésa es mi familia paterna. De ahí vengo.
Sólo debo agregar que Jesús, hasta los setenta años que vivió, me quiso mucho.
Nunca me ha gustado el término «famosa» aplicado a mí misma. Me ha ido bien, así es como prefiero definirlo. Pero a mamá le fascina esa palabra.
– Mi hija no necesita saber de quehaceres domésticos -fue la frase de mi madre que determinó mi educación-. La estoy criando para que sea una reina. ¿Desde cuándo las reinas tienen que aprender leseras?
Su apuesta era que yo no fuese invisible. Un día me contó una pequeña e insignificante historia.
Ella era la penúltima de varias hermanas. Las dos mayores compartían un dormitorio y, siendo ya adolescentes crecidas, el mundo de esa pieza producía en ella una gran atracción. Todo era vivo, entretenido, lleno de secretos; y en esa pieza los roperos tenían buenos olores. Una de ellas, tía Juana, se arregla para su novio que viene de visita; tía Adriana le ayuda. Se ha probado al menos cinco vestidos, con las respectivas exclamaciones de admiración de Adriana.
– ¿Me pongo el vestido celeste?
– Sí -le contesta Adriana-. Víctor no te lo conoce.
– ¿Y con qué blusa debajo? ¿Me habrá visto con la blusa lila? ¿Qué blusa usé la semana pasada?
– Usaste la blanca, así es que hoy ponte la lila.
– Ya.
Desde un rincón, mirando esta fiesta juvenil que a sus ojos infantiles significa importancia y libertad, Marta pregunta:
– Y yo, ¿me puse esta falda la semana pasada?
Ambas hermanas se dan vuelta, como si recién se percatasen de su presencia.
– ¿Tú? ¿A quién le importa la ropa que hayas usado tú la semana pasada? Si a ti nadie te ve.
A partir de ese momento, Marta juró convertirse en una coleccionista de miradas. No sobre sí misma, porque lo consideró imposible; pero cuando yo nací, ya supo sobre quién. No importaba la calidad ni la intensidad de la mirada, sólo la cantidad.
Víctor se casó con tía Juana y ante el bochorno familiar la devolvió al poco tiempo. Nunca se supo bien por qué. Pasado este suceso, una extraña beatería hizo presa de mi abuela. Beatería, insisto, pues era meramente formal, no esa fe o piedad que uno lleva dentro. Y mi madre la heredó, con su misma superficialidad.
– Mire, mijita -me dijo mil veces durante mi juventud-, en la vida es mejor ser respetada y admirada que ser amada. Métaselo bien dentro de la cabeza.
Claro, la abuela Adriana lo decía y ella lo repetía. El problema es que todas las tías quedaron solteronas. La menor, la tía Chela, vivió varios años con nosotros, y cuando ya no cupo en la casa se fue a un convento. Víctor había amado a la tía Juana y miren lo que pasó. Y si no es por ese español medio loco y medio desubicado en un país desconocido, el destino de Marta habría sido el mismo de sus hermanas. Al menos, así lo creía ella. Logró casarse, a pesar del sonsonete de la abuela en sus oídos: «Entre santo y santo, pared de calicanto. Porque el hombre es fuego, la mujer estopa y el diablo sopla.»
Una tarde yo estaba estudiando en la casa de la abuela, con mi cuaderno de religión en la falda y rodeada por todas mis tías -cada una afanada en algún menester-. Anotaba, uno tras otro, los pecados capitales; alarmada ante tanto mal, pregunté por las virtudes capitales. Nadie las conocía. Esto las retrata de cuerpo entero, concluí: se saben todos los pecados y ninguna de las virtudes.
(Arriba de mi cama, en la pared, había un crucifijo. Un día apareció un grabado antiguo, en blanco y negro, colgado bajo mi Cristo. Decía en grandes letras L'ORGUEIL, junto a la respectiva ilustración de ese pecado. «¿Acaso no estás estudiando los pecados capitales?», me preguntó agresivamente mi hermano Patricio: «Te lo colgué bien cerca de tu cabeza para que no se te olvide cuál fue el que la mamá inventó para ti.»)
Debo decir en defensa de mi madre que nunca le ocurrió conmigo lo que a mí con mi hija Celeste. Cuando Celeste fue creciendo, no supe situarme, no supe cómo verme. El crecimiento de la niña me obligaba a dejar lo que aún quedaba de niñez en mí, empujándome a crecer de una vez por todas y a jugar el papel de madre que el mundo y mi hija esperaban. Yo me sentía tan joven y ese rol me quedaba grande. Me costó mucho adecuarme a ser yo -la mujer emprendedora y llena de vitalidad- y la madre de Celeste, todo al mismo tiempo. Borja nunca cuestionó en mí identidades perdidas, pero Celeste, por su sexo, sí lo hizo. Que yo creciera, en cambio, no desestabilizó a mi mamá. Ella era intrínsecamente madre, como si hubiese nacido solamente para esa tarea en la que se sentía a sus anchas. No se pasaba ninguna película de juventud, como yo frente a los micrófonos o al cuerpo delicioso de Andrés. El modelo que yo recibí, por tanto, fue perfectamente claro, traspasado limpio y exacto hacia mí. Peores en tantos otros sentidos, esos modelos fueron ciertamente más nítidos que los de Celeste.
Mi padre instaló, junto a un socio español, una panadería. Comenzó como un negocio modesto en el barrio del Club Hípico, donde vivíamos, y las ganancias eran más bien escuálidas. En ese barrio pasé mi primera infancia y me acuerdo con alegría de la cercanía del Parque Cousiño -hoy Parque O'Higgins, que mis hijos apenas conocen-. Fue también la época en que mi padre me enseñó a dormir con ambas manos arriba de la cama, hábito que mantengo hasta hoy. Cada noche papá entraba a mi dormitorio y levantaba mi mano entregada al sueño, botada al borde del colchón. Para que no me la comieran los ratones. «En la guerra los ratones también tenían hambre y se comían las manos de los niños.» Cada una con su trauma: Violeta debía dormir con el camino despejado hacia la puerta, siempre lista para arrancar de los temblores.
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