Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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Debí desapegarme de todo lo que derrotara la energía, y no pude. Es que el demonio inquieto, ése que la poseía a ella, se prendó de mí.

Cualquier cosa para ella, menos la trivialidad sin sobresaltos.

Así fue su juicio.

Tenías razón, Violeta, al citar a Hernández: menos tu vientre, todo fue oscuro.

Yo nunca habría aprobado un exceso semejante: el asesinato. Eso ha hecho ella. Recuerdo haberle preguntado, muy seria, a Andrés:

– En el estricto sentido de la convención, ¿no te parece que Violeta es francamente inmoral?

– Puede ser -me respondió-, pero no es ése el sentido que prima en mí.

Sin embargo, el tiempo y los hechos me han llevado a concluir, luego de analizarlo mucho, que toda mujer-en el límite, entrando en el desborde tan temido- es capaz de matar a su hombre.

Y, ante mi asombro, no fui la única que llegó a esa conclusión.

La sociedad chilena se alborotó bastante con este asesinato. Si hubiese pasado en una población marginal, comentó Violeta más tarde, habría sido un caso más. Y es cierto. El escritor conocido asesinado por una mujer profesional, «de colegio caro», como dijo mamá. Nadie quedó indiferente. ¡Cuántas fotografías de Violeta en los periódicos! ¡Cuántas especulaciones! ¡Cuántos ataques y cuántas defensas de los movimientos sociales! Virulentos unos y otros, hasta el extremo de pedir la pena de muerte, aquélla, la ejemplarizadora. El escándalo no paraba, parecía no tener fin.

Hija de la rebeldía

la siguen veinte más veinte.

Porque regala su vida

ellos le quieren dar muerte.

Correlé, correlé, córrela.

Andrés asumió su defensa. Violeta confesó su culpabilidad desde el primer momento y eso facilitó mucho las cosas. La llevaron a la cárcel. Prohibidas las visitas al principio, fueron estrictos con ella. Todos fuimos a declarar y yo hice uso de sus diarios, entregué parte de ellos al juez, bajo secreto del sumario. Sé que el diario la ayudó. También jugó a su favor el embarazo. («De la sangre le fluirán letras y líneas. Y si tú eres su madrina, Jose, también notas musicales. Será un artista mi hijo.»)

Aparte de Andrés -su abogado-, Jacinta fue la primera en verla. Me cuenta lo que ha hablado con su madre en la cárcel. Violeta le ha pedido que mantenga la confianza en ella, a pesar de lo que ha hecho. ¿Confianza? Jacinta la mira con dureza. Pero luego de una pausa, resistiendo esos ojos implorantes, le responde: «No tengo más remedio. Confiaré en ti tan sólo porque en la vida hay que confiar en alguien.»

Jacinta no quiso volver a pisar la casa de la calle Gerona.

«No puedo mirar nunca más la puerta de mi dormitorio», dijo. Aunque estuviese instalada donde su abuelo, mi casa fue su paradero cotidiano, como para Violeta la casa de mis padres cuando desapareció Cayetana. Borja pasó a ser el caballero andante de esta princesa desvalida, que tuvo que vivir, además de sus propios dolores y los de su madre, el acoso público y los correspondientes insultos y humillaciones.

Una editorial avispada publicó, con la rapidez de un rayo, la novela de Eduardo. Esto contribuyó a la publicidad del caso y no hubo un solo escritor que apoyara la causa de Violeta. Todos, como gremio, la maldijeron, salvo un par de mujeres. No necesito explicar el éxito de la novela del autor asesinado. Por fin logró dejar de ser el narrador del maremoto de Corral y volvió a ser leído por todo el mundo. Si Eduardo lo hubiese sabido, quizás le habría pedido a Violeta que lo matara antes.

Recuerdo la noche en que Andrés se encerró en el escritorio para estudiar la defensa de Violeta. A las dos de la mañana entró al dormitorio con una mirada triunfal.

– Josefa -me dijo-, he revisado códigos y leyes hasta la saciedad. Y es un poeta el que me ha dado la respuesta. Nada menos que Shelley. Dice: «El gran secreto de la conducta moral es el amor.»

Esa fue la tónica.

El caso de Violeta pasó a ser un paradigma para todos los sectores.

Todos sacaron la voz.

Muchos apoyaban racionalmente a Violeta, pero nadie quería estar con ella. Era una rara ocasión en la cual todos tenían alguna bandera que levantar. Desde las feministas, que encontraron el perfecto encaje para denunciar la opresión masculina sobre las mujeres, hasta los antidivorcistas, que consideraron que la mejor defensa contra el abuso, el maltrato y el crimen era la familia bien constituida.

Si esta tragedia le hubiese sucedido a una mujer popular, la crítica habría sido más benigna. Entre los sectores más conservadores, el tema central fue la liberalidad de las costumbres en las capas intelectuales. Chocaban entre ellos, pues los antiabortistas -aunque les repelía la imagen de Violeta- no se atrevieron a condenarla: había actuado, después de todo, para salvar al hijo de su vientre.

La misma Iglesia Católica pidió mesura en la pena: mal que mal, ella había defendido una vida.

Los organismos del Estado hablaron de la violencia intrafamiliar.

Todos, absolutamente todos, tenían algo que decir, y muchas veces esos «algo» eran contradictorios.

La prensa hizo lo suyo. El sensacionalismo no tuvo límites. Gracias a Dios, nunca tuvieron acceso directo a Violeta. Trataron, por tanto, de llegar a mí. Les fue pésimo.

El primer síntoma de la reacción de las mujeres fue la aparición de una importante intelectual en la televisión, en un programa de alto rating, diciendo: «Violeta Dasinski habló desde la camisa de fuerza que es el lenguaje de nuestro género.»

«¡Violeta mata por la vida!», fue el grito de muchas mujeres enardecidas ante los tribunales, hasta donde habían llevado pancartas exigiendo Libertad para Violeta.

Unas sociólogas elaboraron la siguiente tesis: lo que le sucedió a Violeta Dasinski fue que bajó la guardia, como siempre les sucede a las mujeres en el momento en que la plenitud de lo femenino las invade.

Una importante revista femenina apareció con el siguiente titular: «Violeta Dasinski no sólo ha invadido los bastiones masculinos; en el proceso los está transformando.»

Una historiadora muy prestigiosa se fue a los orígenes y denunció desde allí: «¿No nos contó el propio Vicuña Mackenna que el punto de partida de la educación moral e intelectual de la mujer chilena durante la Colonia era la sospecha?»

Una cantante, ni feminista ni intelectual, pero muy popular por su audiencia, le dedicó su último disco.

Algunos la llamaron «la hechizada».

Yo giraba junto a la mañana, imaginando su prisión. ¿Cómo son las madrugadas de Violeta en la cárcel? Fue siempre obsesiva con los amaneceres. Ya no la entibiará el tubo del baño de la casa del molino. Un ulmo en flor. ¡Si pudiesen sus ojos mirar un ulmo en flor camino a Puerto Octay!.

Por fin pude verla.

Me dirigí al paradero 10 de Vicuña Mackenna, a la Cárcel del Buen Pastor.

Era un cuarto chico, húmedo y desnudo, y sólo había dos sillas, una frente a la otra. Violeta daba la espalda a la puerta, enfrentando la silla vacía. Se levantó al verme. Nos miramos un instante, anonadadas. Abrí los brazos -ven, Violeta, ven, gritaba por dentro-, la envolví, apretándola, sujetándola.

– Iba a violar a Jacinta… iba a violar a Jacinta… y la pieza de Jacinta estaba vacía… yo no sabía… él iba a violarla…

– Ya sé, Violeta, ya sé. No tienes que explicarme nada.

Le tomé la cara con mis manos, necesitaba mirarla.

Tenía el pelo tomado hacia atrás. Estaba pálida y ojerosa, y si nunca usó mucho maquillaje, ahora su cara se veía lavada, sin un solo artificio. Vestía sus faldas largas, como siempre, pero sin aros ni pulseras ni collares. Sólo el anillo de la piedra cruz, con el que no cesó de jugar los diez minutos que duró la visita. Parecía no estar ahí. Y supe que no era ella la que había partido, sino su nostalgia.

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